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Cultura en Argentina (XIII): Furor de la intolerancia (II)

Carlos O. Antognazzi

Argentina



La paradoja entre las denuncias contra el ex monseñor Edgardo Storni y la actitud del Vaticano, que guardó silencio y las impugnó, esquematiza la acción de la Iglesia: a su palabra de respeto y comprensión se le antepone, taxativa, la realidad de la intolerancia y lo pecaminoso, para usar un término que la institución monopoliza.

Hubo un Papa que, escandalizado por los desnudos de las estatuas que ornamentan el Vaticano, ordenó tapar las partes pudendas con “hojas” de yeso. El acto despierta la suspicacia: ¿a quiénes más que a los mismos sacerdotes podían perturbar esos cuerpos? La incongruencia, sumada a la capacidad de echar culpas a otros, es lo que ha permitido que la Iglesia perdure dos mil años después de muerto su inventor, algo que más de un partido político quisiera para sí. Con su «lógica perversa» el peronismo sigue ese rumbo, pero esperemos que algún dios benigno nos libere de semejante des(a)tino.

Cultura en Argentina (XIII):

Furor de la intolerancia (II)

La paradoja entre las denuncias contra el ex monseñor Edgardo Storni y la actitud del Vaticano, que guardó silencio y las impugnó, esquematiza la acción de la Iglesia: a su palabra de respeto y comprensión se le antepone, taxativa, la realidad de la intolerancia y lo pecaminoso, para usar un término que la institución monopoliza.

Hubo un Papa que, escandalizado por los desnudos de las estatuas que ornamentan el Vaticano, ordenó tapar las partes pudendas con “hojas” de yeso. El acto despierta la suspicacia: ¿a quiénes más que a los mismos sacerdotes podían perturbar esos cuerpos? La incongruencia, sumada a la capacidad de echar culpas a otros, es lo que ha permitido que la Iglesia perdure dos mil años después de muerto su inventor, algo que más de un partido político quisiera para sí. Con su «lógica perversa» el peronismo sigue ese rumbo, pero esperemos que algún dios benigno nos libere de semejante des(a)tino.

Cuestión de ideas

El arte es, esencialmente, una interrogación. Todo artista genuino rompe los clisés de la época para fraguar su propio camino, abriendo puertas, a su vez, a las nuevas generaciones. Cuando Joyce hubo recreado la lengua en la tersura de Dublineses, se dio el lujo de reelaborarla en sus libros posteriores, especialmente Finnegans Wake. Proust desmenuzó las estrategias de la época y rescribió la memoria con En busca del tiempo perdido. Cabe lo mismo para Kafka, que con el señor K. esclareció el mundo como una inmensa trampa donde los hombres podemos equipararos a grises marionetas. Mucho antes Dante Alighieri hizo una elección histórica: escribió la Divina comedia en el idioma vulgar del pueblo, el italiano, en lugar de hacerlo en la lengua oficial y culta, norma de la época, que era el latín. Actualmente son escasísimos los que pueden leer en latín a otro grande, Virgilio, que trascendió hasta hoy, pero traducido. ¿Qué decir de Picasso, que una vez que bocetó en colores (una sala del museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía, en Madrid, lo atestigua) fragmentos del Guernica, eligió pintarlo en tonos de grises para ahondar el sentido trágico de la guerra?

Estos artistas muchas veces fueron incomprendidos por sus contemporáneos. Y, en ocasiones, también agredidos: los primeros ejemplares de Ulises fueron quemados en Estados Unidos por «obsceno». La intolerancia, que posee un alto porcentaje de incomprensión, se enseñoreaba sobre ellos.

Libre albedrío

Libertad incluye la capacidad de equivocarse. No considerarlo así es limitar el concepto y caer en el absurdo. También lo es cercenar la condición sine qua non que hace que el hombre se construya como hombre: elegir.

El embarazo de la médica holandesa Rebecca Gomperts lo subraya: el aborto es una decisión privada de cada mujer. No hay contradicción en Gomperts, sino elección. La misma elección deberían poder tener las mujeres que desean abortar en forma gratuita y controlada por un profesional. De allí que Gomperts ancle su barco en aguas internacionales, y actúe bajo la protección del gobierno holandés. Los incidentes provocados por manifestantes católicos en la charla que brindó en el Centro Cultural San Martín (10/12/04) y los embates contra León Ferrari por su retrospectiva ponen en tela de juicio la “tolerancia” que promulga la Iglesia, y contradicen explícitamente la libertad de pensamiento.

Nadie obliga a subir al barco de Gomperts ni a entrar al museo. ¿Por qué el alboroto, entonces? La raíz se encuentra en el temor. La Iglesia se ha edificado aterrorizando a la plebe («el que peca irá al infierno»), y apuntalando su autoridad con el Santo Oficio. El «temor a Dios» es la luminosa enunciación de algo que no se hace por amor, sino por miedo: la estrategia para manipular a las personas. Pero cuando algunos se rebelan, surge el temor en la propia institución, y se apela a la censura. No se procura la verdad, sino la devoción crédula. Al considerar que la verdad es una y ya fue revelada, todo es inalterable. Pero con Galileo la Iglesia supo, aunque demoró en reconocerlo, que la verdad era otra. ¿Cuántas más hoy son negadas por el dogma? ¿No convendría que la Iglesia vea la propia viga antes que la paja en el ojo ajeno?

Occidente se asemeja a Oriente. El ex Ayatolah Komeini ordenó la sentencia de muerte del escritor Salman Rushdie por haber escrito una novela, Los versos satánicos. Irán se ubicaba así, abiertamente, en el terreno de la incomprensión. Rushdie tuvo que ser protegido por Scotland Yard durante años, y la novela traducida por un sinnúmero de editoriales para diluir la amenaza de atentados. El castigo también alcanzaba a quienes leían el libro. Triunfaba el fanatismo sobre la razón, se amputaba la verdad con la fe.

Censura judicial

La medida cautelar a la que hizo lugar la jueza Elena Amanda Liberatori supone la existencia de un delito. En La Nación del 18/12/04, p. 21, se esgrimen los argumentos para el cierre “temporario” de la retrospectiva de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta. La jueza arguyó que quienes demandan «no pretenden impedir al autor que exhiba su obra públicamente en un lugar privado de la ciudad, siendo evidente que la objeción proviene del hecho de que la exhibición se esté realizando en un lugar perteneciente al gobierno de la ciudad y que las autoridades involucradas habrían incurrido en un actuar manifiestamente arbitrario al haber autorizado la muestra» (sic). ¿Alguien recuerda a la jueza “Burubundía” y Tato Bores? Con el apellido de la doctora Liberatori (que, paradójicamente, remite a «libertad») también se podría elaborar un estribillo.

El tema del espacio público y privado es discutible, tratándose de un museo que organiza una muestra. No son solamente los ciudadanos quienes pagan ese espacio, porque hay empresas privadas que contribuyen. Algunas retiraron su apoyo cuando comenzaron los incidentes: Movicom Bell South, Sanyo, Valentín Bianchi, Fundación Andreani, Knauff. Discutible es también, por tanto, la presunta “arbitrariedad” de las autoridades: no se está usando el lugar para algo que no corresponde. Además, al referirse al Art. 1071 bis del Código Civil, que establece que la «mortificación a otros en sus costumbres o sentimientos constituye una intromisión arbitraria en la vida ajena», la jueza deja abierta la posibilidad de nuevas objeciones en caso de que la muestra se traslade: alguien se sentirá ofendido, y la rueda de la incultura volverá a girar. Curiosamente, el mismo artículo podría invertirse y ser esgrimido por los que ahora se sienten mortificados al no poder conocer la muestra.

Pero, ¿puede mortificar lo que se desconoce? Al colocar carteles anunciando el tenor de la retrospectiva, quien entraba actuaba por su propia voluntad. ¿Tiene competencia el Art. 1071 bis cuando alguien “se mortifica” voluntariamente? ¿No contempla la Iglesia la voluntaria mortificación de los sacerdotes para evitar ciertas tentaciones?

La demanda fue presentada por Xavier Ryckeboer, sacerdote de 35 años perteneciente a la Asociación Cristo Sacerdote, profesor de teología en la UCA. Una vez conocido el fallo declaró «me parece que ahora los responsables de esta afrenta deben reflexionar, dar un paso al costado y asumir las responsabilidades que les caben. Por su parte, Ibarra debería disculparse públicamente, ya que es el máximo responsable de este agravio» (sic). ¿Encierran estas palabras el espíritu cristiano de tolerancia y comprensión que la Iglesia inculca a sus fieles? Antes bien hay jactancia, soberbia y desprecio. Ryckeboer quiere que su verdad sea la única, contra viento y marea ó, para ser consecuente con el Vaticano y el Santo Oficio, su brazo secular, a sangre y fuego. Pero quien arrojó la primera piedra fue el cardenal primado Jorge Bergoglio cuando pidió «un día de ayuno como acto de reparación» para el 07/12/04.

Ferrari argumenta que la Iglesia, al establecer un paraíso para los buenos y un infierno para los pecadores, y la justificación del castigo para éstos, legitima la tortura hacia los que son diferentes: «No importa si el infierno es real o no, lo que importa es que está en la cabeza de la gente desde hace miles de años. Y es lo que ha previsto, y provee, la justificación para matar gente. Desde las Cruzadas al Proceso en nuestro país y más recientemente a Bush (...) ¿Por qué no van a torturar iraquíes, si son infieles?» (revista Ñ nº 64, 18/12/04, p. 08). Ferrari también le respondió por escrito a Lilita Carrió cuando ésta lo agredió desde el programa de Mariano Grondona. Otra “sutileza” en quien se dice defensora de la pluralidad y la razón.

Muchos expresaron su apoyo a Ferrari: el Secretario de Cultura de la Nación, José Nun, y los artistas plásticos Carlos Alonso, Guillermo Roux y Guillermo Kuitca, entre otros. Pero increíblemente Alicia Pierini, titular de la Defensoría del Pueblo, el 20/12/04 solicitó a las autoridades del museo que «en reconocimiento del error cometido por imprevisión del resultado de ofensa, desagravie públicamente a la comunidad cristiana ofendida por el ultraje a sus símbolos sagrados» (sic). ¿La defensoría “selecciona” al pueblo al que dice representar? ¿Qué hay con los miles que apoyaron públicamente a Ferrari?

Finalmente la justicia los contempló, y el 27/12/04 ordenó la reapertura de la muestra. El fallo del juez Horacio Corti es encomiable: desestima la violación de la intimidad y el libre ejercicio de creencias en que habría incurrido el gobierno porteño, señala que la censura judicial afectaba los «derechos constitucionales» de parte de la sociedad, y que la muestra «en modo alguno les impide llevar adelante su plan vital con arreglos a los dictados de ese culto» a la feligresía, como quedó demostrado en las manifestaciones públicas de «actos de oración» frente al museo. En suma, se determinó que la libertad de expresión prevalece por encima del derecho de la libertad de conciencia y creencia.

Es de esperar que el fallo siente precedente, que se revea la situación planteada en Córdoba con la muestra «Navidad, 10 artistas, 10 miradas», y que la esfera del Estado comience a separase, como han hecho todos los Estados modernos, de la religión.

© Carlos O. Antognazzi.
Escritor.

Publicado en el diario “Castellanos” (Rafaela, Santa Fe, República Argentina) el 31/12/2004. Copyright: Carlos O. Antognazzi, 2004.

Este artículo tiene © del autor.

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