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Un enigma para la ciencia

Ricardo Aguilar Pomar

México



UN ENIGMA PARA LA CIENCIA
Ricardo Aguilar Pomar

Corrían los felices años de los 50‘s. Apenas comenzábamos a salir de las estrecheces y carencias motivadas por la II Guerra Mundial (1939-1945) y los primeros años de la postguerra. Mientras las potencias vencedoras se repartían los despojos de los países derrotados, surgía la Cortina de Hierro y la Guerra Fría entre Oriente y Occidente, y comenzaba la Guerra de Corea. Sin embargo, aquellos fueron buenos años para el escultismo en Yucatán.

En 1951 se celebró en Chichén Itzá el primer campamento internacional scout en el mal llamado Sureste de la República, el “Molay de Yucatán”, que puso a los scouts ante los ojos y la atención de todos los habitantes de la Península.

Bajo el acertado y solícito cuidado del legendario “Chief Durán (Prof. Víctor Durán Marín), de quien tuve la honrosa distinción de ser ahijado scout, y posteriormente, de bautizo, entonces Comisionado de Distrito e indiscutida autoridad del escultismo en Yucatán, los grupos scouts proliferaron en todos los suburbios de la Mérida de entonces. Siendo 10 grupos a lo sumo, todos los muchachos nos conocíamos, y aunque eventualmente surgían algunas amistosas rivalidades por coincidir en casi todos los eventos, había entre nosotros un gran compañerismo.

En aquellos tiempos, uno de los sitios de acampado más frecuentados por los scouts de Mérida era Xlacah (en maya, Pueblo Viejo), paraje que tomaba su nombre de un hermoso cenote superficial de profundas y cristalinas aguas, situado a unos 5 kilómetros al Oriente de la carretera Mérida a Progreso, nuestro puerto más cercano, a la medianía de los 35 Km. aproximados que nos separan.

Aquel oasis de frescas y transparentes aguas se encontraba rodeado de montículos de piedras, muchas de ellas labradas, que sabíamos eran edificaciones mayas. También había en medio de ellas,-existe aún- una “capilla de indios”, esto es, una iglesia franciscana “abierta”, de cal y canto, pero con sólo el altar y un tramo de bóveda para resguardarlo (el resto era de troncos de madera con techo de palma, hoy inexistente). Esta capilla se construyó entre 1590 y 1600 y se encuentra abandonada desde tiempo inmemorial.

Toda la Península de Yucatán, tanto en la zona de serranía, llamada por eso Región Puc, a unos 60 Km. al Sur de Mérida, como en su planicie de la parte Norte, es una enorme zona arqueológica, por lo que en esta última, plana y verde como una mesa de billar y con una vegetación relativamente baja, todo cerro aislado que rompa la monotonía del paisaje es, sin lugar a dudas, vestigio de edificaciones mayas.

Quién iba a decirnos entonces que muchos años después, de la investigaciones de eminentes arqueólogos nacionales y extranjeros y de aquellos “cerros de piedras” que rodean toda el área de Xlacah surgiría la imponente ciudad maya a la que pondrían por nombre Dzibilchaltún (en maya “Inscripciones labradas en piedras planas”), y que más tarde sería el escenario de nuestra narración “Mi amigo el Alux”.

Pues bien, en aquellos felices y despreocupados tiempos, la Patrulla Tigres del Grupo 2, de la que era el orgulloso guía, decidió salir de campamento de fin de semana, para (no) variar, a Xlacah. Allí tendríamos un bello escenario, agua limpia en abundancia y la oportunidad de nadar en una imponente alberca natural. Además, había “cerros mayas” para explorar (léase: escalar para ocasionar derrumbes más o menos intencionales, lo que seguramente años más tarde nos ganaría las maldiciones de los arqueólogos que tuvieron qué reunir y ordenar todas las piedras desparramadas por tales desaguisados).

En esos tiempos de reciente posguerra, con toda la industria mundial, que durante años se había dedicado casi exclusivamente a la producción de material bélico, apenas reconvirtiéndose a la producción de satisfactores domésticos: coches, lavadoras, refrigeradores, etc., no existían equipos para acampado. Las “tiendas” se hacían en casa, generalmente con sacos para harina o azúcar reciclados, y los “sleepings” (palabra exótica que, no exenta de envidia, servía para definir la forma comodona en que dormían los scouts gringos) se improvisaban doblando una cobija y cosiendo sus bordes para hacer un auténtica “bolsa de dormir”, algo claustrofóbica, pero que nos permitía dormir calientes.

A cambio de esas graves limitaciones, si tenías “contactos” (familiares o amigos) que viajaran a los “States”, podía conseguir partes de esa chatarra sobrante de los campos de batalla europeos o asiáticos: botiquines, cantimploras, bolsas granaderas, y hasta uno que otro cuchillo “boxer” con las iniciales grabadas “USMC”, de los que usaban los bravos “marines” yanquis para destripar a los soldados teutones o hijos del Sol Naciente.
Por años anduve cargando orgullosamente al cinto un botiquín de lona verde aceituna con su consabido “U.S.”, atiborrado de píldoras contra la malaria, vendas, yodo para purificar agua de pantano y “curitas” (reciente y maravilloso invento) que ya no pegaban de puro viejas. Nunca me sirvió para maldita cosa pero sin duda lucía muy bien. Mi cantimplora de aluminio con forro de lona verde acolchada, con su inevitable “U.S.”, abollada y todo, es todavía mi compañera de campamentos.

Uno de mis más preciados tesoros era un hacha de mano marca “Warren”, Made in USA, “de las primeritas que llegaron”. Como era de buen acero, la afilaba hasta que era capaz de rasurarme con ella, lo que dio origen algunas de las cicatrices que aún conservo.

Para evitar que algún pietierno me la abollara, o peor, que se amputara un brazo o una pierna en pleno campamento, siempre la traía conmigo, podría decirse que hasta para dormir. Por este exceso de precaución, al tenderme sobre el borde rocoso del cenote para llenar mi cantimplora, con mi inseparable Warren al alcance de mi mano, un torpe movimiento la condujo al borde, y después de una milésima de segundo de angustia, al agua.
Desolado e impotente la vi hundirse rápidamente en las cristalinas aguas, hasta quedar nítidamente reposando en el fondo.

Poco dispuesto a resignarme sin luchar ante tan dolorosa pérdida, actitud por demás indigna de un Tigre, dejamos todo para aprestarnos al rescate.

Tomamos la cuerda más larga que teníamos, le atamos un pesada piedra al extremo, y usando una técnica que años más tarde nos “fusilaría” Pipín, el famoso campeón cubano de las inmersiones profundas “a pulmón pelao”, me lancé al fondo del cenote en busca del hacha perdida.

No hay duda de que la ignorancia es la madre de la temeridad. Muchos años más tarde me enteré por un manual del PADI, organización internacional de adiestramiento y certificación de buceadores, de los efectos de la presión de las profundidades en el organismo humano, que va, desde el daño severo hasta la muerte. Tampoco sabía que el cerebro, privado de oxígeno, pierde el conocimiento a los 4 o 5 minutos, y a partir de los 7 u 8 comienza a sufrir daño irreversible, pero sobre todo, ¿cómo diablos iba a saber que entre mi hacha, que parecía estar al alcance de mi mano, y yo, mediaba una profundidad de 44 metros de transparentes y mortales aguas?
Los buzos aficionados, con adiestramiento certificado y equipo de buceo autónomo, tienen un “piso” máximo de 30 metros de profundidad. Los de cursos avanzados y profesionales y con un equipo aún más sofisticado, y la certificación correspondiente , tienen un límite de buceo de 60 metros de profundidad.

Pero Dios protege a los ignorantes y aquí voy al rescate aguas abajo agarrado a mi pesada piedra, hundiéndome rápidamente como........., bueno, como una piedra.

Cuando iba por los 10 o 12 metros, la súbita y creciente presión del agua me oprimió el pecho como una boa constrictora, sacándome todo el aire de los pulmones. Un dolor intenso me taladraba los tímpanos y las cavidades nasales. En ese momento me olvidé de todo, menos de seguir viviendo. El elemental instinto de supervivencia se impuso y soltando mi lastre, braceé desesperadamente hacia la superficie, cuyo disco plateado me parecía inalcanzable.

Emergí del agua disparado como delfín de Sea World, completamente sofocado, y aspiré con ansiedad la segunda más deliciosa bocanada de aire de mi vida (la primera fue al llegar a este mundo). Con ella retorné jubiloso al mundo de los vivos, y acepté resignado que mi preciada hacha reposaría en su tumba líquida para siempre, pero............

Pasados muchos años, investigadores del Instituto Nacional de Arqueología e Historia (I.N.A.H.) y de la Universidad de Tulane, U.S.A. se interesaron en aquellos “montones de piedras” que cubrían una espléndida urbe maya que dormía un sueño de 1000 años. Excavaciones y estudios posteriores revelaron una imponente ciudad, más antigua que Chichén Itzá, que abarcaba, en su época de mayor esplendor, una superficie de más de 15 kilómetros cuadrados y una población superior a los 40,000 habitantes. Toda una metrópoli de aquellos tiempos. Nunca se hallaron indicios que revelaran su nombre, por lo que, asesorados por sus obreros indígenas de habla maya, aquellos científicos la bautizaron con un nombre tomado de la etimología maya, Dzibilchaltún, que significa “Inscripciones labradas en piedras planas”, por la gran cantidad de estelas y jeroglíficos que allí encontraron.

Inevitablemente, las investigaciones pronto abarcaron las profundidades del cenote Xlacah. Arqueólogos especialistas en espeleobuceo revisaron minuciosamente el fondo del cenote, encontrando en él piedras labradas de diferentes formas y tamaños, fragmentos de vasijas de barro, huesos humanos y de animales, y destacando entre todo aquello, un extraño objeto cubierto y corroído por el óxido, con un agujero que lo atravesaba y que seguramente alojaba un mango de madera, ya desintegrado por los años de permanencia en el agua. Sin duda se trataba de una herramienta o de un arma de guerra, algo así como un hacha, seguramente muy antigua, pero ....... ¿de hierro?

Los arqueólogos estaban perplejos. Es bien sabido que los mayas, con toda su avanzada cultura, nunca emplearon metales, aparte del cobre y el oro, y sólo para la elaboración de joyas y ornamentos destinados al vestuario de sus sacerdotes y altos dignatarios, y de las doncellas que serían sacrificadas a Chac, dios del agua y de la lluvia, en el cenote sagrado de Chichén Itzá.

Los increíbles encajes y grecas, las estelas y los jeroglíficos, se tallaban en la roca calcárea con cinceles elaborados con otras piedras más duras, como la obsidiana y el pedernal, por lo que aquella extraña herramienta o arma, ¡de hierro!, se convirtió en un enigma para la ciencia.

Lamentablemente, el mango de madera que seguramente había estado allí, se había desintegrado con el paso de los “siglos”. De otra manera, el Carbono 14 podría haber revelado su antigüedad.
Como quiera que hubiera sido, en los siglos de esplendor de Dzibilchaltún, 500 o más años antes de que Colón cruzara el Atlántico, las herramientas y armas de hierro ya eran de uso común en Europa. El origen quedaba claro, mas ¿cómo había llegado ésta hasta aquí, siglos antes de que los europeos llegaran a este continente?

Los sabios arqueólogos, científicos y eruditos, confrontados ante aquel enigma, se aplicaron a elaborar las más audaces teorías :

– Que si aquella arma o herramienta fue traída por hombres de Leif Ericcson que por aquellas épocas andaban colonizando temporalmente las costas de Maine y Massachusets, y que en sus ansias de conquista, o por simple accidente, navegaron más hacia el Sur, llegando hasta estas tierras. (Nunca se han encontrado evidencias de ello).

– Que si por su cercanía con el mar, los antiguos pobladores de Dzibilchaltún se hicieron grandes navegantes y llevaron su comercio hasta lejanas tierras. (Tampoco se han encontrado vestigios de la construcción de barcos capaces de tales hazañas).

– .Que estos utensilios pudieron ser traídos por Zamná, el mítico hombre-dios que, según la leyenda, llegó misteriosamente de Oriente y “le enseñó a los mayas el nombre de todas las cosas”, así como a cultivar la tierra y otras técnicas avanzadas, y les profetizó que hombres blancos y barbados como él vendrían siglos después a conquistarlos.

– Que si pudo haber sido traída por los mismos extraterrestres que enseñaron a los mayas sus avanzados conocimientos astronómicos, a construir sus prodigiosos edificios, a mover con facilidad enormes monolitos y a tallar la piedra caliza con rayos mil veces más poderosos que los láser

Yo me enteré entonces por la prensa de aquellas audaces e imaginativas teorías. Lo que nunca pude saber es si alguna vez llegaron a ponerse de acuerdo.

En aras del rigor científico, más de una vez estuve tentado a aclarar que aquel enigmático objeto metálico no era de origen divino, ni vikingo, ni mucho menos extraterrestre. Que simplemente se trataba de un hacha “Warren”, Made in USA, trasplantada al mundo antiguo de los mayas muchos años atrás, por un codazo descuidado del Guía de la Patrulla Tigres, quien por rescatarla puso en riesgo su propia vida.

Pero aquello hubiera caído como un cubo de agua helada sobre aquellos esforzados hombres de ciencia que, aunque comprometidos con la búsqueda de la verdad, también tienen derecho a sus sueños, sus ilusiones y sus fantasías.

¡ ....... y nunca tuve corazón para revelarles la verdad ¡

Mérida, Yucatán, México. Mayo de 1999

Este cuento obtuvo el Tercer Lugar Nacional en el Concurso de Expresión Literaria, género Cuento, en el XX Encuentro de Expresión y Arte Scout, efectuado en el Campo Escuela de Meztitla, en Noviembre de 1999.

Nota del autor : Debido a la naturaleza geológica tipo kárstico de la Península de Yucatán y de la ausencia total de aguas superficiales en su parte Norte, que comprende el Estado de Yucatán, su sistema hidrológico es totalmente subterráneo, donde el agua fluye de Sur a Norte hacia el mar, formando venas y cavidades en forma de cavernas inundadas de agua dulce, llamadas “cenotes”, forma españolizada de su equivalente maya original “Dzonot”. Al derrumbarse total o parcialmente la bóveda de estas cavernas quedan al descubierto estos depósitos naturales, de los que hay más de 100 registrados tan sólo en la Municipalidad de Mérida. A pesar de la aparente aridez de la superficie, puede encontrarse agua dulce en el subsuelo de cualquier punto de la Península, perforando la roca calcárea hasta el manto freático, que se encuentra a la profundidad equivalente al nivel del mar, (8 o 9 metros en la Ciudad de Mérida). Algunos de estos cenotes tienen profundidades acuáticas hasta de 60 o más metros y son un reto para los practicantes del espeleobuceo. Se cree que el aerolito que se estrelló en lo que hoy es la costa Norte de Yucatán, a unos 40 Km. de Mérida, y que causó un cataclismo mundial que determinó la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años, fue también el origen de nuestro singular subsuelo y sistema hidrológico.

Ver en línea : Historias del Viejo Jefe

Este artículo tiene © del autor.

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