El Gobierno del Partido Popular se vanagloria del amplio abanico de reformas impulsadas en sus primeros 100 días de mandato. Sin embargo, el balance de su gestión no puede ser más desolador: empobrecimiento y desprotección social, por un lado, y concesión a la gran banca, responsable principal de la crisis, del control del sistema financiero español, por otro. Ya lo hemos analizado en anteriores artículos.

Los Presupuestos Generales del Estado para 2012, el mayor ajuste presupuestario de la democracia española, anunciados el pasado 30 de marzo, profundizan de forma drástica en la vía de los recortes del gasto público y en la de medidas regresivas para la obtención de ingresos por parte del Estado, en línea con la estrategia neoliberal de subordinar los derechos sociales a los intereses de los grandes inversores privados.

El ajuste conlleva una contracción del gasto de un 16,9% en los trece ministerios, un plan de amnistía fiscal, la eliminación de las deducciones a las grandes empresas en el impuesto de sociedades, la subida generalizada de las tasas judiciales y el aumento de las facturas de la luz y del gas en un 7% y en un 5% respectivamente. Un coste de 27.300 millones de euros con el que el Gobierno pretende la consecución del objetivo, impuesto por Bruselas, de situar el déficit público en el 5,3%.

La reducción del gasto público, según un sistema desequilibrado de prioridades políticas entre los distintos ministerios, que subordina la reactivación económica y la creación de empleo al ajuste fiscal, supone, entre otros recortes: la disminución en un 36,1% de las inversiones públicas, fundamentalmente en el área de nuevas infraestructuras de transporte, quebrando la viabilidad de numerosas empresas y la posibilidad de crear decenas de miles de empleos; la reducción a la mitad de la cantidad destinada a la ayuda al desarrollo, vulnerando el derecho a la satisfacción de necesidades básicas, como el acceso al agua potable, de poblaciones empobrecidas del Tercer Mundo; la rebaja en un 42% de las ayudas para el alquiler, la rehabilitación y la adquisición de viviendas, en perjuicio de colectivos claramente vulnerables; la disminución del gasto en innovación y desarrollo civil en un 25% y la caída en un 34% de las inversiones en programas de investigación, frenando la posibilidad de alentar un modelo de desarrollo sostenible a largo plazo; la reducción de becas y ayudas a los estudiantes y la eliminación de 530 millones de euros en transferencias educativas a las comunidades autónomas, lo que implica un serio revés a un conjunto de programas, como los de refuerzo escolar; la supresión de las partidas previstas para el "nivel convenido" para la dependencia, que despoja a más de un cuarto de millón de personas dependientes de la ayuda del Estado, afectando al empleo de los cuidadores sociales; la reducción en un 5,5% de las prestaciones por desempleo en una coyuntura de aumento progresivo del paro; el tajo de 1.557 millones de euros a las políticas activas de empleo, un atentado contra los programas de empleo y formación para las personas sin trabajo en un momento en el que la tasa de paro es del 23,3%; la eliminación del Fondo de Integración de Inmigrantes, que pone en peligro el papel de los centros de integración y participación de inmigrantes en la acogida, atención, convivencia y educación de este grupo de población; la reducción en un 21% de las partidas destinadas a la violencia de género (21,3%), agravando la indefensión de las mujeres maltratadas; la paralización de la tasa de sustitución de funcionarios jubilados en un 10%, excepto para los departamentos vinculados con servicios sociales, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y los inspectores de Hacienda y Trabajo, lo que frena la creación de empleo público. Podríamos seguir.

La subida de las tasas judiciales y el incremento de las tarifas de la luz y el agua refuerzan el carácter antisocial de los presupuestos.

La amnistía fiscal para los defraudadores, que podrán saldar sus cuentas con el fisco pagando un 10%, evitando intereses y recargos, supone un agravio comparativo para los contribuyentes que vienen cumpliendo con sus obligaciones fiscales y convierte la invocación a la lucha contra el fraude fiscal en un guiño demagógico, máxime cuando el fraude fiscal en España asciende a 70.000 millones de euros al año.

La supresión de las deducciones en el impuesto de sociedades no deja de ser un signo engañoso que elude la apuesta por un sistema tributario realmente progresivo que grave los beneficios de las grandes fortunas e impida sus múltiples procedimientos para evadir el fisco.

Todo este conjunto de medidas han sido presentadas por la cúpula del Partido Popular como propias de una situación límite que requería acciones de emergencia para reducir el déficit público, ganar confianza y abrir el camino a la reactivación económica y la creación de empleo. El argumento, sin embargo, se cae por su propio peso: la supuesta situación límite obedece a la injustificable presión de "los mercados", que, con capital suficiente para soportar una moratoria en el pago de la deuda pública, no está para demoras en el cobro de sus préstamos. La invocación a la confianza se refiere a la que se quiere obtener del exterior y elude la responsabilidad con la ciudadanía. La relación de las medidas con la reactivación económica y con la creación de empleo no pasan de ser un chiste de mal gusto. ¿Empobrecer para reactivar la economía? Un grotesco contrasentido enmarcado en una grotesca cesión de soberanía. El resultado: una crisis endémica asentada sobre la cada vez mayor dependencia exterior y desigualdad social.