Invitamos a comer el sábado a unos parientes y el domingo a otros en nuestra humilde casa con la mejor intención de estar juntos en ambiente agradable. Es muy conveniente hacer familia, al menos sobre el papel. Pero curiosamente, ambos encuentros sirvieron para que mi esposa y yo tuviésemos que aguantar unas cuantas impertninencias que no venÃan a cuento. Una de mis cuñadas entró en nuestro piso criticando la suciedad de las pequeñas zonas ajardinadas que rodeaban el edificio en donde vivimos. Nos preguntó si era zona privada o municipal. Le contesté que se consideraba privada. Me preguntó entonces que por qué no la limpiábamos. Le contesté que se limpiaba alguna vez, pero que era cuestión de que se pusieran de acuerdo las comunidades de vecinos de las casas de alrededor. En su cara se reflejó el pensamiento de que no se creÃa que se limpiaran alguna vez. Pocas veces al año, pero se limpian, le dije. Me replicó que habÃa otras zonas por allà que estaban limpias y le contesté que incumbÃan a otras comunidades de propietarios. Después, al poner en la mesa mi mujer una sartén de migas con huevos fritos, mi cuñada comentó que se notaba la diferencia entre huevos frescos y los que no lo eran, como si hubiésemos que tener gallinas en cada casa. Compramos los huevos en el supermercado, como todo el mundo, dentro de su fecha de caducidad, aduje. No le convenció mi explicación, no sé por qué. Que yo sepa, ella también compra los huevos en un supermercado, pero tal vez posea más ojo que yo a la hora de elegir. Después criticó la suciedad de los vasos y me preguntó si ponÃa abrillantador y sal en el lavavajillas. Sà que pongo, le dije, porque, cuando faltan, en el aparato se enciende un piloto rojo que me avisa. Mi mujer se excusó con que eran vasos viejos. Ella le replicó que no eran viejos porque nos los habÃa regalado ella hacÃa poco tiempo. Yo ni me acordaba que fue regalo de ella. Esto sucedió el sábado. El domingo no tuvo otra cuñada otra ocurrencia que sacar a colación el caso de los niños robados. Según ella, nosotros podÃamos haber sufrido uno de esos robos cuando se nos murió nuestro hijo treinta años antes en una clÃnica privada de monjas en la que hubo varios casos. Era un asunto olvidado y enterrado por nosotros, con lo que abrió en parte la herida cicatrizada, porque estábamos seguros casi al cien por cien de que no era un caso que sufriéramos nosotros. Mi mujer y yo llegamos a la conclusión de que estábamos mejor solos.
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