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La Espera

Elias Troche

Paraguay



El cielo vasto y quejoso, se desgarra en llanto encima mío, con braga, con mágico estruendo, rabioso y eléctrico.
En la profunda inmensidad de la noche, la selva gime con el viento que la envuelve, densa, húmeda, áspera y oscura. Qué hace al cielo derramar con vehemencia su cristalina sabia al aire tormentoso?. Qué hace a la selva, prodigiosa de fauna y flora, erizar la piel del visitante foráneo?.
Las gotas se desperdigan en mis vellos faciales, asimilándose con el sudor que emergen del nerviosismo de mis poros y el barro acumulado en mi rostro taciturno, como el rocío que madruga en la tibia hierba y resbala hasta caer en su sediento seno.
Mis párpados tiemblan, descienden lentamente, aumentan su peso con cada segundo, el esfuerzo para mantenerlos alzados se hace difícil, casi imposible. Mis ojos esperan esa oscuridad apacible que significa el sueño, pero es un lujo no permitido, un signo de incompetencia, de muy alto riesgo, de muy alto precio. Otro trueno, gracias.
No es el impetuoso enemigo, que acecha en la nebulosa frondosidad de la jungla, lo que trastorna los sentidos. Tampoco la insondable espesura del escenario bélico que pone a prueba los límites de la resistencia humana. Sino la espera. La tensa y angustiosa espera que disfraza formas, inventa sonoridades y recrea momentos vívidos en la mente cansada del centinela aguerrido.
La espera ronda la noche y el día, sagaz y perturbadora. Se esconde en las grietas de la razón inerme, y se pasea en la sangre como un virus maldito, devorador de conciencia.
La espera permite salirse peligrosamente de foco, como en un desdoblamiento astral, y recorrer kilómetros de selva y cemento, hacia un limbo inconsciente que lleva de vuelta a casa, mientras reproduce en los ojos del iluso viajero, un velado film en blanco y negro de plácidos escenarios personales y dulces e indelebles retratos familiares, solo para despertar a la desoladora realidad, solo para despertar al desvelo y la turbación.
Ahora, el firmamento merma su ataque de copiosos perdigones líquidos y el horizonte verde se hace menos desdibujado en mi retina.
Las horas casi dormidas se desplazan perezosas en mi muñeca, mientras la mañana despierta a la llamada del un sol tímido, que se levanta invisible tras los borrosos cúmulos que todavía dominan la perspectiva del firmamento.
De pronto, demasiada quietud, más el silencio se quiebra en camufladas pisadas. La espera termina.

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