Sobre unos helechos de seca hermosura,
brillaba su cuerpo.
Lívida la aurora, rutilante el cielo,
a la madrugada nos dimos un beso.
El aire plagiaba
trinos ruiseñores entre la arboleda,
murmurando el río misteriosos sones
de lúdicos sueños.
Ella y yo embriagados de brisas nocturnas,
de soles lejanos y góticas sombras,
volvimos al beso.
Desde las estrellas nos llegaba, tenue,
como si un suspiro rizara corcheas,
la voz del silencio.
Luego nos amamos, libando mi boca
-entre mil pistilos de azabache lumbre-
la flor de su cuerpo.
Ella estremecida, yo de amor sediento,
después de adorarnos y de embrutecernos,
una nube oscura,
triste como un roble que partiera un rayo,
ya sin besos de agua ni vanas promesas ...
puso luto al cielo.