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LOS GATOS PANZONES DE GRANADA

Lucía Muñoz Arrabal

españa



Hoy domingo he estado paseando por las bellas calles de Granada, por los bordes del río Darro que corre impasivo al tiempo y a la gordura de sus patos blancos, y sus gatos panzones tomando el sol entre los restos de lo que era un carro de supermercado que algún desalmado arrojó en una noche de borrachera. He visto los desgreñados hippies, con sus puestos de pendientes, pulseras y collares hechos artesanalmente, por lo menos ellos no piden, no roban, van con sus perros sucios y llenos de pulgas, con sus guitarras, sus siempre eternos porros pegados al labio, sus litronas de cerveza y sus cartones de vino tinto calentándose al sol de las cinco de la tarde.
He continuado hasta llegar al Paseo de Los Tristes, desde allí he contemplado la majestuosa, embrujadora y enigmática Alhambra, el mirador de Aixa la Horra, la madre del último sultán, Boabdil, el Zogoibi, el desdichado, "en tus manos la luna mora se convertirá en cruz", así le auguró un mago en su tierna infancia delante de sus amados padres y de toda una comitiva de invitados boquiabiertos, atónitos ante las palabras del mago que echaba espumarajos por la boca. Su sentencia fue aplastante, Boabdil tuvo que entregar las llaves de Granada; paseando por esta ciudad una se hace a la idea del dolor, la pena, el tormento y la desolación que significó tener que abandonar tan paradisíaco y magnífico lugar.
He continuado mi paseo por las empinadas y empedradas callejuelas del Albaizin, me he perdido por sus escaleras y sus esquinas, y por su suelo lleno de cagadas de perros, es una vergüenza, hay contenedores que advierten, "deposite aquí los excrementos de sus perros", pero nadie les hace caso, hay queir todo el rato sin pegar ojo del suelo so pena de llenarte las suelas con algún mojón perruno. Sin saber muy bien a dónde me llevaban mis pasos aterricé en la calle de las teterías, con sus tiendecitas donde venden bolsitas de té de todos los países, aromas y sabores, con sus coladores redondos, sus zapatillas marroquíes de colores chillones, sus perfúmenes a pachuli, las varitas de incienso y las lámparas de hierro que cuestan un dineral, un auténtico robo a mano armada para los incautos turistas.
Como el calor apretaba y el gaznate estaba sediento, decidí entrar en una de las numerosas teterías, el salón me regaló un frescos que agradecí. Te sientas en uno de los pequeños banquitos de madera que rodean a una mesita para enanitos de color verde con florecillas rojas. Llamas al camarero marroquí que te muestra su piano de dientes y le pides un té magrebí (de hierbabuena) que te sirve en una pequeña tetera plateada con la asita envuelta en servilleta de papel para no achicharrarte al cogerla, luego pides un cuernecillo de gacela, una exquisitez de dulce hecho a base de almendras molidas, con higos y dátiles envuelto en harina y frito con sésamo. Los pies y la espalda me ardían por la caminata, asi que fue una gozada sentir el frío del suelo y la pared pintadas en ocre, que me recordaban la arena del desierto. La música de ambiente es de rezos árabes, te transportan a las mil y una noches, y te acuerdas de tu sofá, de tu cama y tu bendita siesta que no has hecho. Te adormeces entre el humo de las pipas de tabaco con sabor a fresa, menta y limón de los vecinos. El té huele a mercados de países exóticos, le añades azúcar, lo revuemes y tras un reposo, lo dejas caer desde una distancia considerable, como si fuese una pequeña cascada dorada que cae cantarina en el interior del vasito decorado con detalles de lunas moras y franjas doradas que lo abrazan.
El paseo, las vistas, el té, los gatos panzones...Todo ha valido la pena. Esto te hace ver el verdadero sentido de la vida: Disfrutar de los sentidos.

LUCIA MUÑOZ ARRABAL

Este artículo tiene © del autor.

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