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Acerca de los premios literarios

Norma Segades-Manias



El escritor al que le ha tocado en suerte habitar en los arrabales de esta aldea global organizada para provecho de pocos y perjuicio de muchos, antes de comenzar a cuestionarse sobre el valor de los premios literarios debería preguntarse acerca de la utilidad de la literatura. Ese sería el punto de partida para entrar en las tradicionales discusiones bizantinas acerca de este asunto de obstinaciones, perseverancias y tenacidades al que lo conduce la simple necesidad de comunicarse con los otros a través de la palabra escrita.
Porque él se ha empecinado en hacer literatura en estos contextos poco propicios donde ni las clases sociales ni la mayoría de sus representantes parecen preocuparse demasiado por la difusión de lo producido por una intelectualidad que opera desde el anonimato, y ya debe haber comprendido que la literatura, como producto social, no detenta otro poder que el de esclarecer los tiempos de la búsqueda; el de legar al prójimo las armas necesarias para enfrentar a la desesperanza.
Claro está que siempre se puede citar a Juan José Saer: es únicamente a través de la lectura que el lenguaje (...) encuentra su historicidad. Entonces entra en escena el libro. El libro como inapreciable objeto de desvelo; como último, íntimo e insustituible contacto con el lector. Un objeto al que se accede a través de esa entelequia, esa especie en vías de extinción a la que solía conocerse con el nombre de editorial.
Y solamente quien escribe desde una realidad social, histórica y cultural donde lo que queda de ellas ostenta la ignominia de sus indiscretas bancarrotas porque han sido arrasadas, engullidas, inmoladas en aras de los famosos meganombres que monopolizaron la actividad hasta transformarlas en mal enmascarados talleres gráficos y desde donde sobre - mueren en la deprimente vergüenza de vender al mejor postor sus más caros principios fundacionales, puede dar testimonio de que el acceso a la publicación depende de un poder adquisitivo privilegiado, que le permita, financieramente, hacerse cargo de los gastos. Circunstancia que no garantiza la calidad intelectual del producto ni el valor cultural del mensaje pero que, además, ni siquiera asegura una adecuada difusión de la obra.
Según Felipe Noé: el arte (...) siempre ha sido un fruto de la relación del artista con lo circundante, con su tiempo, con su lugar, un testimonio de esa relación y el fruto de esta relación. Por tanto, ante estos enlaces poco propicios, es lógico que el creador se aferre a los premios literarios como estímulo a su desvalido quehacer, pero también como promesa de acceso a la publicación. Y cuando decimos premios literarios estamos haciendo referencia a los que han sido creados por motivos de política cultural y sin espíritu de lucro, porque es, generalmente, en ellos, donde se logran incorporar mecanismos de deliberación nada tendenciosos y el jurado puede actuar con plena libertad e independencia, haciéndose cargo, en cierta forma, de un patrocinio que desvanece parcialmente la orfandad, todo lo que de oculto y de secreto rodea a las obras iniciáticas, ayudando a dar a luz ediciones modestas y semi - clandestinas en el cumplimiento de una función tutelar que haga posible, siquiera a unos pocos, el acceso a su lectura.
Rosa Montero cree que: Escribir es un trabajo muy neurótico, estás siempre rodeando una especie de agujero, que es la nada, el sin sentido absoluto de lo que haces, y nunca llegas a tener la confirmación plena de que lo que haces sirve para algo. Por ello, es indudable que los premios literarios sirven, en los comienzos, como aliciente, como amable lisonja, como afectuosa palmadita en la espalda, como impulso a perseverar en la búsqueda de ese lenguaje común capaz de hermanarnos y, más adelante, como recompensa, como reconocimiento a toda una vida dedicada a la escritura. Momento clave en que el descubrimiento debiera darnos alcance para comprender que escribir nunca fue una manera de ganarnos la vida sino la única forma válida para no morir.
Si así lo aceptara, el escritor no caería en la trampa de andar peregrinando por los caminos de la incertidumbre sometiendo cada creación literaria a periódicas evaluaciones. Y solamente participaría en certámenes cuando estuviera convencido de la transparencia de la organización y confiado en la ecuanimidad de los jurados.
Por ello, la mayoría de los que eligen exiliarse de la prepotencia, el cinismo y la megalomanía de aquellos que reparten los dudosos galardones con que suelen premiarse mediocridades y modas, los marginados de los círculos literarios oficiales, reniegan de los premios comerciales, de los premios editoriales y prefieren aquellos otros que, desde una atmósfera más proba y más discreta promueven algunas instituciones cuya integridad no presenta fisuras.
De todos modos, es probable que los premios literarios sean sólo un invento de algún irónico demiurgo capaz de regodearse en la paciencia con que el tiempo derrota todo resto de arrogancia o, mejor todavía, no sean nada más que una colina desde donde avizorar, avergonzados, nuestros desnudos y mezquinos horizontes preguntándonos acerca de esta absurda necesidad de ser reconocidos.

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