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LA TAPIA

Ángeles Charlyne

Argentina



La tapia


Mi madre corrió las cortinas del cuarto. El despertador estalló estrepitoso, con su sonido de pocos amigos;  se deslizó y sacudió quejoso, justo a punto de detener pesadillas; “suerte para mí” -pensé- , luego de repasar con mis manos, buscando secar la última gota de sudor.
El pasaje esperaba, sin urgencias, sobre la mesa de luz, decidido como yo a hacer ciertos, mejores sueños, la secreta ambición de cada partida.
Mendoza no quedaba lejos, para mí en ese momento, de Buenos Aires, tal vez por la ansiedad potenciada,  pero no me lo pareció. El frío del invierno pegaba duro como una bofetada que atravesaba la nostalgia y encogía otras esperanzas. Los andenes de la estación, eran recorridos con cierta urgencia, por pasajeros desbordados de otras urgencias. De vez cuando la vida toma conmigo un café, anunció Serrat, por los altavoces. Una suave caricia para viajar  ligero de equipaje.
El micro, tras resistir otros paisajes nocturnales y la hostilidad de pisos desparejos, como la rutina que propone la vida luego de ciertas certezas, próximas en kilómetros, respecto del destino, nos dejó de a pie; por lo menos así lo creí, quedábamos tres o cuatro gatos locos, pasajeros de oscuros desencuentros, una posible conclusión puesto que mi entresueño, áspero, me mantenía entre dos tiempos posibles, sólo supuse que se trataba de una rueda atascada, que sujetaba al micro sobre un barranco. La guía solicitó auxilio desde su celular, pero el silencio de las voces y el estrépito de un eco, no completaron la soledad.  Desesperado, porque el tiempo transcurría y nadie acudía, me fui.
Gloria y yo habíamos acordado encontrarnos a las once, si todo salía bien y ya habían pasado quince minutos, pensé que estaría preocupada, por eso tomé la mochila y caminé en su busca. Las citas tienen códigos misteriosos, que no conviene alterar.
Las luces de la terminal, titilaban radiantes, aunque algo confusas. La semana santa albergaría caras extrañas, no menos que otras veces, pero más numerosas.
El transporte Cordobés había llegado, ella vendría en uno de ellos, exploradores de sierras y montañas, arrieros de nubes; la imaginé ansiosa, una cabellera negra asomada bebía el aire, supuse que sería Gloria.  Un anciano desconocido, vestido de oscuro, algo que descubrí cuando me tocó el hombro para preguntarme si me llamaba Enzo. Me sorprendió, aunque igualmente asentí con un gesto. El hombre se rascó la frente apergaminada, curtida y morena, con todo el sol detrás; me extendió una esquela. El hombre, balbuceando, mientras yo seguía absorto con el papel, decía que ella se había ido, que no la buscara más. Maquinalmente, la guardé en el bolsillo.
Cuando levanté la vista para indagar ya no estaba. La sorpresa fue mayor, cuando comprobé que mi equipaje había desaparecido. No tuve más que ir a la oficina y dejar mis datos por si lo devolvían, una peregrina posibilidad, en tiempos de distracciones no deseadas.
Mi tío Pedro, enterado de los contratiempos me ofreció su casa, para hospedarme Una buena taza de té con leche caliente, sirvió para distenderme y dejar la cuota necesaria que permitiera conciliar el sueño.
A los pocos días apareció su amigo Basilio, el sepulturero,  quien se llegó intrigado por conocerme. Whisky y truco por medio nos dispusimos  a charlar; me habló de su mundo y las extrañas criaturas que abordaban  las noches, deslizándose en pastizales crujientes, rasgando el mudo resplandor del cielo: “Ellas -decía- se alimentan de luz y respiran vida por los huecos existentes en la tapia del cementerio”. “Lo saben todo”-agregó- queriendo demoler con su palabra cualquier deseo.
-La tapia es la escucha de los hombres -anunció- mientras cantaba la jugada, sacudiendo triunfal, el naipe. La carta cayó, lineal y plana sobre las demás.
“Sé que no soy buen perdedor” -pensé- jugando el ancho de espadas, minutos antes
que el sabor del trago, corriera por su garganta.
Mi tío se rindió, encendiendo un puro y  apartando su sillón, para saborear el placer que dan la soledad y el tabaco. Basilio, mientras tanto, introdujo la mano en el bolsillo, sacó un billete sucio y estrujado, dispuesto a pagar en algo, el juego que las vueltas de la vida le daban de vuelto; la rugosidad golpeó ruidosa y de mala forma sobre el mantel de plástico.
“El tronador”  relinchó dos veces, reclamando a Basilio, estar listo para la partida.
Basilio levantó la pierna izquierda y enganchó el pie al estribo, dejando paso a la otra, para finalizar aplastando su cuerpo sobre la silla de montar y, paisano gentil, retiró el sombrero como forma de saludo.
Las crines del caballo rozadas por el viento se elevaron multiplicando distancias y dejando sobre la tierra polvorienta, huellas firmes de un galope rítmico y regular.  En la dirección que llevaba el jinete, un agudo y lejano grito caló la noche, como una estampida feroz,
moviendo espantos presuntos. Las nubes poblaron el cielo en señal de duelo y una lluvia opaca borró todo rastro. La tierra se humedeció y el barro comenzó a salpicar por la intensidad y fuerza que el viento movía en un concierto mudo; hasta nuestras ropas que aún permanecían colgadas a la intemperie, fueron víctimas inesperadas.
Corrí tratando de dar con la cuerda, pero fue tarde para salvarlas.  Descolgué las prendas empapadas y me paralicé ante la luz que flameaba a lo lejos. Embelesado por el resplandor dejé deslizarlas, para verlas caer, ahogándose en el río.
 Lindera,  la tapia bordeaba el cementerio, una vieja construcción de ladrillo y cal. A punto de desplomarse, resistía alta, batallando sobre la arboleda, clausurando esplendor y belleza. El murmullo que llegaba de su interior,  me provocó curiosidad, como si el viento batiera alas y acobardara el vuelo de las aves y los sueños de la gente.
Aflojé el paso y me detuve frente a ella,  para verla de cerca. Fue difícil mantener la calma. La pared ruinosa y rojiza parecía incitar, una puerta  que provocaba franquicias. Levanté la cabeza para observar un poco más y ver como la sombra del muro, se desplomaba en la oscuridad alucinada que se estrechaba rutinaria contra el suelo, bañado por la intermitencia del farol esquinero.
Maravillado y sumergido en los recuerdos, afloraron persecuciones del alma; cuando la embestida muerde las entrañas y el dolor es causa, un efecto sucumbe entre la piel y los huesos. Hay mucho ardor disimulado y quedo, que no huye por ser señal.
Gloria, se hallaba sentada sobre mi maleta perdida.  Me guiñó antes de hablar
-Ven, entremos,  escucha como los portones gimen cadenciosos, no te resistas, el viaje es este. Los micros quedaron deshechos en sus accidentes. Entrégate, son las once y cuarto y te estaba esperando, ya es el tiempo.
 


Angeles Charlyne

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