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LA CHORRERA

Capítulo 15 de la novela "Crónica de los Infiernos", en busca de editor.

Bernardo Jiménez de Aristizábal

Colombia - España



      Un viaje a través del río Igaraparaná llevó a los Larrañaga a tomar posesión del Putumayo en la Amazonía colombiana. Al día siguiente de pisar tierra firme la expedición, unos madrugaron para escoger el sitio donde levantar la casa, otros para tumbar árboles y otros para pescar. Provistos de provisiones para mucho tiempo, no les faltaban vitaminas, sales para la deshidratación, lisocaína para el dolor de muelas, antiespasmódicos para el cólico y anzuelos. Aprendieron a alumbrarse con estacas de sembe y a distinguir el ruido de los animales. Ayudados por los primeros indios Andoques, conquistados por el sonido de las dulzainas, con espejos y linternas los Larrañaga limpiaron de maleza el terreno, prepararon los postes, los bejucos para amarrar las vigas, la hoja de palma para los techos y, a metro y medio del suelo, levantaron el primer campamento. Se acostumbraron a la angustia verde de la selva tupida, al aguacero de las cinco en punto, a los mosquitos de la seis, al rumor del río que se agiganta con el silencio de la noche y a dejar que los ojos se hundieran en el recuerdo de la civilización. Los Andoques conquistados enseñaron a los Larrañaga que para no dar vueltas en el mismo sitio hay que seguir el árbol que al norte y al sur no tiene musgo, a manejar la yerba contra la mordedura de culebra, a distinguir el bejuco amargo del dulce, a cazar durante las horas de luz, a manejar los perros durante la cacería y a localizar el árbol del caucho. A eso venían. Con indios amaestrados para mandar como blancos, un año después la tribu de la nación de los Andoques trabajaba para los Larrañaga en La Chorrera, la primera factoría cauchera a orillas del Igaraparaná.
    Ese fue el principio. A partir de entonces no se preguntó si huía de la justicia peruana o de la colombiana al navegante que desembarcaba y se presentaba sin anunciarse ante el gerente de La Chorrera dispuesto a someterse a sus designios. Benjamín Larrañaga no desconfía de nadie, aunque el  tipo fuera de los que parecían capaces de comerse crudo un caimán de los asoleaderos en el playón del río. Al contrario. Para ocupar el cargo de jefe de una de las secciones caucheras que se fueron abriendo en todo el Putumayo, el desconocido sólo necesitaba demostrar que sabía manejar un arma de fuego.
     Hasta aquí todo fue bien. Pero el episodio de los indios Ocaina parecía impropio de don Benjamín Larrañaga y de su hijo Rafael. La zona en la que se hallaba la nación de los Ocaina era de difícil acceso, y la movilidad de la tribu había frustrado el intento de los misioneros de la conquista que quisieron entrar en contacto con ellos. Los hombres de Larrañaga que se prestaron a salir en su busca con un mapa en la mano, treinta días después de andar siguiendo a un guía nativo a pie por la selva y con la vegetación hasta el cuello y las torturas de los mosquitos por la noche, un mediodía de principios de julio consiguieron tener a los Ocaina a una distancia de doscientos metros.  Por entre el vaho denso de la selva divisaron los techos de paja y a los indios desnudos trabajando la tierra sembrada de plátano, maíz y yuca. Al sentirse descubiertos por los blancos, los indios corrieron a esconderse. Hombres y mujeres con los niños detrás desaparecieron en el bosque profundo. Los expedicionarios, apertrechados con ollas de cocina y baratijas para regalar, abordaron el poblado donde no quedaban más que los animales domesticados, los fogones encendidos y bajo los techos el silencio de las hamacas que se movían, recién abandonadas. Contaron las pieles de tigrillo, las trampas para cazarlos, cerbatanas de bodoquera para soplar dardos envenenados, las flechas, el curare, las hachas fabricadas con mandíbula de piraña, y hoja de coca a cata de cuchillo empacada en calaveras de puma.
      Siguiendo al perro, amaestrado para ventear un tigre o un indio, el guía nativo encontró la senda por donde los Ocaina habían huido. El rastro terminaba en la orilla de una quebrada grande y sólo se vieron las canoas en la otra orilla y unos niños saliendo del agua. El perro empezó a ladrar  enloquecido por el olor de un indio metido en el hueco de un árbol. El guía se acercó y en lengua nativa le ordenó al indio escondido: maña-cueto, invitándolo a salir del hueco. Pero el indio se resistió. Entonces el guía metió la mano, lo agarró por el pelo y lo sacó evitando la dentellada en el dedo que trozaría como a plátano maduro. Era un indiecito muy joven y sólo le ataron las manos a la cintura. Una cortina de lluvia se reflejó lejos con la luz de un relámpago anunciando el aguacero del día y que en el mes de julio levanta las tiendas de campaña y se las lleva como hojas de papel. Acosados por la fuerza del agua, se refugiaron bajo un techo de paja, hasta que el viento empezó a apaciguarse y pudieron salir a estudiar el terreno. Por el tamaño de las chacras cultivadas, los hombres de Larrañaga calcularon la población activa. Después de hacer mapas de la zona, iniciaron el camino de regreso a La Chorrera, sabiendo ya por dónde había que tenderles la emboscada a los Ocaina en el próximo viaje. 
    La primera semana de agosto regresó la expedición completa. Enlodado y llovido, cada hombre se presentó con su informe por separado ante Don Benjamín Larrañaga. De muestra le traían al indiecito tierno que sacaron del hueco del árbol. Le informaron de lo que habían descubierto, le enseñaron en el mapa dónde se encontraba la nación de los Ocaina y un estudio coincidente de cómo había que entrarles por la quebrada en el  próximo viaje.
    - ¡Un potencial de mano de obra que hay que reclutar como sea! -sentenció Máximo Barbolino.
    - ¡Aunque sea con un desembarco de bucanero en la quebrada esa! -afirmó Jacobo Barchilón.
    Don Benjamín Larrañaga examinó la juventud del indiecito que traían y ordenó que lo bañaran, le cortaran el pelo, lo vistieran, le pusieran un nombre, lo metieran a la cocina y lo enseñaran a pelar papas. Y remató con un presagio siniestro:
      - La independencia de los Ocaina se está terminando.
      A falta de tijeras en la casa de La Chorrera para cortarle el pelo al indiecito le hicieron el corte con un machete de buen filo y sobre un tronco. Entonces su cabellera negra ya no le estorbó en la cara para pelar papas sentado en un banco de la cocina. Aunque el pelo cortado era la marca del indio que había perdido la libertad. A la desgracia de estar entre el bullicio de una casa con paredes y sin saber descifrar tanto sonido extraño, el indiecito sumó la desgracia de los pantalones. Despojado de su taparrabos, le vistieron unos pantalones, que le obligaron a caminar despatarrado. El día en que lo bautizaron: Itoto, le colgaron del cuello una placa metálica que lo salvaría más adelante de morir en la hoguera. A la semana de haber llegado, Itoto Ocaina todavía seguía pegado a los talones del guía que lo sacó del hueco del árbol agarrado del pelo. El único a quien le habló de toda la casa, sin saber que, por hablar su lengua, éste lo utilizaría un mes después para llegar hasta su madre, esclavizada en el asalto definitivo a los Ocaina.
      Fue de un modo inocente como el guía inició con Itoto Ocaina el camino de regreso a la nación de éste. Navegando por la quebrada grande, el indiecito volvía a su tierra de origen con pantalones, cargado de regalos para sus padres y acompañado por un amigo, que lo era sólo en apariencia y cuya preocupación era dar la señal de asaltar el poblado con nocturnidad. Los hombres de Larrañaga, después de esconder la canoa tenían que avanzar con cautela y abrirse para meter el poblado en una "U" de silencio, y con armas cargadas, revisadas y listas para disparar al aire y meter miedo si fuera necesario. Desde la orilla de la quebrada, el guía había seguido a Itoto Ocaina por su camino de siempre y, pasando frente al árbol de donde lo había sacado en el viaje anterior, se encontraron dentro del poblado, desde donde el guía envió la señal convenida por entre un reflejo amarillo del amanecer.
    - ¡Vamos allá, sin hacer ruido! -dijeron los hombres de Larrañaga.
    En el asalto pacífico no se disparó un solo tiro ni se derramó una olla del fogón. La población indígena había despertado con la voz de Itoto Ocaina llamando a su mamá. El que parecía ser el jefe de la tribu saltó a tierra. Detrás descendieron de las hamacas los demás, y se encontraron con el patio tomado por blancos ansiosos por entregar los regalos que traían. Entonces empezó a quitárseles el susto y se aplacó la tensión al ver que el jefe de la tribu parlamentaba con el que había traído al muchachito perdido, al que durante una semana no habían podido encontrar en ningún paso malo de la selva ni flotando sobre las aguas de la quebrada. Al final de un saludo gesticulado, el guía e intérprete le explicó al jefe de los Ocaina las razones de la visita de esos hombres. Así que fueron recibidos con una tímida bienvenida, al no ofrecer la tribu ninguna resistencia, mientras eran obsequiados como guerreros y dioses de la antigüedad, con herramientas de trabajo y telas coloreadas, aunque la sombra de la duda arrugara su rostro en algunos. Ellos eran una tribu antigua pero pobre, y tan mansos que no se servían de la guerra ni servían para la guerra. Habían existido en paz desde que la selva era selva. Los más jóvenes miraban a Itoto Ocaina con la misma curiosidad que mostraban por los blancos. Había cambiado tanto, que a los primos les costó reconocerlo como pariente. Mientras unos le tocaban el pelo trasquilado y otros los pantalones, las muchachas le tocaban la placa metálica colgada del cuello.
    A mediodía descargaron de la canoa la comida que traían enlatada, y el aire distanciado y la actitud ensimismada de los Ocaina bajó cuando fueron invitados y ellos invitaron a la chicha del almuerzo. Juntos y en paz se pusieron a comer, y los blancos ya no se fueron nunca más.
      No se obligó a los Ocaina conquistados a moverse de la región. Obligados a abandonar sus chacras, fueron equipados con herramientas y organizados para trabajar en pareja bajo la vigilancia de los hombres de Larrañaga, bien armados. Unos con el machete abrían trocha a través de la selva virgen, detrás otros localizaban el árbol del caucho y lo marcaban, y los demás picaban la corteza y ponían a gotear el látex en tarros enganchados al tronco.
    Así podían haber estado cien años, si además de las herramientas les hubieran dado un buen trato.  Pero la cosa llegó hasta  tal extremo, que los blancos no querían que las indias tuvieran hijos para que no perdieran el tiempo dándoles de mamar.                                                                                                                                 
    Un año después, Hortensia Noriega  presenciaba desde la cocina de La Chorrera, la matanza de los primeros treinta Ocaina. Siendo una muchacha ella había llegado a La Chorrera para la entrevista que les hizo Rafael Larrañaga a las indias cocineras que necesitaba contratar para la cocina. Ella había visto a indias de Tarapacá en cocinas de otras secciones, y muchas como queridas de los jefes de sección. En la entrevista demostró que sabía cocinar y, en presencia de su mujer, el hijo de don Benjamín la contrató. Las otras fueron a parar a las hamacas de los empleados.
    -La verdad es que le caí bien y me echó el ojo desde el principio. Desde que me dio las llaves de un cuarto para mí sola, me atormentaba un temor desconocido. Como si el instinto me indicara que con sólo desearme podría conseguir lo que no tenía con su mujer. Al principio yo era sólo susto. Él me entraba por detrás de la cocina con una gallina cogida en el patio, legumbres de la huerta, su damajuana de aguardiente y pidiéndome que le hiciera un sancocho especial. Acostumbrada a acomodarme en el oprobio, me chocaba su baba en el cuello mientras yo me quemaba en el fogón. Un día resolvió contratar a otra cocinera para el sancocho y los frijoles de todos los días, y a mí me dejó para las comidas especiales y para las visitas a otras secciones con él y su mujer. La explicación para los malpensados debió de ser que para eso era el hijo de don Benjamín, para ayudar a los que habían alcanzado la civilización y ya no iban descalzos. Para él yo sólo era un antojo. Un apetito de todos los días. Como comerse un buen sancocho de gallina sazonada, asentar luego con una cerveza helada y relamerse la jactancia contándole a Barbolino: "Me tiré a la india". Con esas manos de hierro y esa cara peluda y ese aliento amargo como la desgracia, me embestía como el toro que vi soltar en las fiestas de Tarapacá, y él, porfía que porfía, queriendo meter el cuerno, y yo como que no era conmigo la faena.  “Pero tonta, no te hagas la estrecha, que  es el hijo de don Benjamín". “¡Y a mí qué!  ¿Qué se ha creído? Que porque soy india... No, conmigo no, Rafael”. Creo que mi rechazo lo encaprichaba más. No resultaba difícil comprender las miradas de lujuria que me echaban los jefes  de secciones y subalternos que llegaban a La Chorrera, arreando indios desde sus naciones, cargados de caucho los pobrecitos. Aunque se maliciaban que tenía algo con Rafael, yo seguía en ese tira y afloja, porque me daba miedo perder el empleo por no consentir o por consentir. ¿Y si llegaba a darse cuenta su mujer? Ella veía que yo era la más deseada de todos los hombres. Pero también que era arisca, estirada y creída. Aunque india, tan por lo mismo que india. Vuelta las indiecitas que los empleados traían de las correrías y regalaban, caían a las hamacas de los tigrillos amaestrados de la casa, y se levantaban, y ellos a obligarlas, y ellas ataja y ataja las manos tocando a sabrosearlas. Algo me ha quedado del odio contra aquellos tigrillos que rodeaban a Rafael, amaestrados para herir a los indios, valientes para invadir sus naciones como pudieran a hacerlo con un país enemigo, para quemar sus chozas y destrozar sus chacras a fin de que no perdieran el tiempo sembrando comida. El día que encerraron a treinta indios Puineses bajo el purón del campamento, donde no podían estar de pie, el sirviente indio Tiriqui Huitoto contó en la cocina que los indios habían sido traídos con engaño desde la nación de los Huitoto, que los pusieron presos después de matar y arrojar al río a su capitán Yudipuqui por negarse a trabajar para La Chorrera. Una noche consiguieron escapar. Cuervo dio la voz de alarma y los persiguieron y cazaron a doce. Casi estoy arrepentida de no haber envenenado a Rafael que comió en la cocina la noche en que ordenó que los mataran alegando sublevación para atacar La Chorrera. Desde aquel día no pude ver sin espanto a los empleados Trujillo, Mosquera y Torres, que se vanagloriaban ante Rafael  de haber liquidado a los Puineses a machete y cuchillo, sin gastar una bala. Rafael hizo un gesto sospechoso y ellos adoptaron un aire más sospechoso todavía y le cedieron el paso, y él salió de la cocina a atender asuntos muy urgentes.
    Cuando Rafael regresó ya era de noche y en la otra orilla del Igaraparaná se alzaban las llamas. Entró por detrás de la casa para que su mujer no lo viera meterse a la cocina, y me dio vértigo de estómago el olor que traía: como a pellejo chamuscado. Oyéndoles hablar lo supe todo. Fue un golpe que me reveló lo demonio que era ese demonio. Esa noche se me cortó el cuerpo oyendo lo que me decía:
    -Pero no es para que te pongas así, Hortensita, eso es para celebrarlo, no faltaba más. Si el capitán de la tribu subleva a su gente, el capitán es el primero que debe morir. - Y llama a Jacobo Barchilón, que recibe una orden, y sale y regresa con una damajuana de aguardiente. Como esa cocina es grande, invita a López, a Escobar, a Da Silva y a Lezcano, que tomaron parte en la formación de la hoguera en la que fueron arrojados los cadáveres de los Puineses. Me lo contó Tiriqui Huitoto que les sirvió de balsero. Y yo consintiendo que la hebilla del cinturón con revólver de Rafael me hiciera daño en el estómago y su barba  me raspara la mejilla, y mientras más bebía aguardiente, más sus ojos se iban poniendo vidriosos y sus cachetes más cachondos, y cogiéndome del delantal me quería sentar sobre sus piernas. En estos trances yo pensé: Seguro que a mi Yudipuqui ya se lo habrán comido las pirañas.
    Porque el corazón me lo estuvo diciendo desde que conocí a Yudipuqui, al que había visto en sueños y después entre las yerbas detrás de la casa las veces que venía a entregar caucho con los indios de su tribu. Yo miraba desde la cocina y él desde el rajadero de la leña, desde donde me suplicaba sin voz que lo amara, sin atreverse a recibir mis deseos de abrazarlo porque no era un pelapapas con permiso para entrar en la cocina. Yo vuelvo a llorar y Tiriqui Huitoto pregunta qué me pasa. Yo sigo moqueando sin poder hablar hasta que por fin, agravando el lloro, desembucho lo que así me tiene: el haber perdido la esperanza de volver a ver a Yudipuqui. Pues el que Yudipuqui fuera capitán de la nación de los Puineses no evitó que el jefe de porteadores Urcenio Bucelli acabara con su vida y arrojara su cadáver al río. ¿Qué me queda? El consuelo triste del pelapapas Cutiriño Huitoto contando en la cocina que el jefe de sección Carlos Miranda había matado a su hermano Corregido y que así como él olvidó a su hermano, olvidara yo a Yudipuqui.
    Al año siguiente aparecieron los hermanos Rodríguez estremeciendo la punta de sus bigotes al comunicar a don Benjamín Larrañaga que en la nación de los Ocaina habían encontrado la muerte Trujillo y Mosquera. A don Benjamín no lo escandalizó la noticia. No movió una arruga de su cara. Tenía que leer una carta que le llegó de Pasto en un barco que estaban descargando en el playón, y siguió leyendo. Creía en la capacidad de los hombres que acababa de perder, y no se explica que uno no hubiera defendido la vida del otro. Sería negativo para la empresa no investigar lo ocurrido.
      Benjamín Larrañaga actuó como lo había hecho toda su vida. Sin esperar a consultarlo con su hijo Rafael, ocupado en ese momento en el desembarco de canecas de keroseno que llegaban desde la civilización, encargó a Macedo y a Loayza para que investigarar las muertes de Trujillo y Mosquera. Miguel Loayza era el contable de la empresa y Víctor Macedo, un duro que conocía bien aquel mundo. A las cinco de la tarde  adentro de la selva era noche, pero no valió que Jacobo Barchilón les alertara del peligro de las víboras de nido. Los hermanos Rodríguez conocían el camino y por él se fueron hasta el amanecer en que llegaron a la quebrada donde tenían escondida la canoa.
      Tres semanas después, Macedo y Loayza regresaban de la nación de los Ocaina confirmando el hecho. Trujillo y Mosquera habían sido víctimas de los indios. Hacía mucho tiempo, los Ocaina habían perdido sus derechos dentro de la nación heredada de los dioses de la libertad. Donde ahora tenían que pedir permiso para vivir, era imposible que hubiera un combate contra los intereses de Larrañaga. De modo que cuando la noticia se regó por toda la casa, los  consejeros Máximo Barbolino y Jacobo Barchilón estuvieron de acuerdo en que esa tribu tenía que ser escarmentada.  Benjamín Larrañaga no tuvo un instante de duda y ordenó al jefe de porteadores Urcenio Bucelli que condujera a los Ocaina a La Chorrera.
    La llegada del parte a la cocina significó mucho para Itoto Ocaina. En el banco de siempre donde pelaba papas, sintió que se le salían las lágrimas. Ya en el barracón donde dormía junto con los indios Pablo Andoques, Pinedo Rezígaro y los Huitoto: Tiriqui, Cutiriño y Usiconorey, Itoto Ocaina lloró de verdad. Con un morderse de labios como queriendo aguantar el llanto, en días sucesivos estuvo  preguntando si los Ocaina que venían se iban a quedar en la casa para siempre. En la cocina lo escuchaban sin prestar atención a su  insignificancia olvidada en su banco de pelar papas.
    Ocho días después, Urcenio Bucelli se presentaba en la nación de los Ocaina con la promesa de que a todos les iban a dar mercadería en La Chorrera. Al contrario de la forma en que los indios estaban siendo tratados, el ofrecimiento de Urcenio Bucelli era un trato de paz. De modo que se las arregló para convencerlos y estar presente en el examen de salida, cuidándose de que no les faltara de nada por el camino. Aunque para entonces existía una trocha trajinada por los porteadores de oficio, y la distancia parecía más corta, era más de una semana de viaje y algunos cargado de caucho. Fue así como los empleados de Urcenio Bucelli condujeron a la tribu entera a La Chorrera.
    Mandados a llamar por don Benjamín Larrañaga, fueron llegando a La Chorrera los empleados de otras secciones caucheras: mojados los que venían por el río, y con barro en las botas los que entraron con el caballo echando espuma por la boca, mientras sacaban la canoa al playón o amarraban los caballos en el horcón del patio, habían sido anunciados por la alarma de los perros. Ya con don Benjamín sentado en aquella silla hecha a soportar sus kilos, fumando un puro en el corredor de la casa, completaban el saludo.
   - ¿Está usted bien, don Benjamín?
    - Bien estoy -decía Larrañaga tocándose la barriga-. Aquí con ganas de tener hambre, con deseos de volver a comer. -Y remataba-. ¡Qué más me queda sino seguir comiéndome este mundo!
    Una vez al año, los jefes de las secciones caucheras eran convocados por don Benjamín a su aislamiento de la civilización, donde él era el amo, el juez y el legislador. Lo que significaba el más secreto triunfo de sus ambiciones, al planificar los métodos a seguir en cada zona cauchera donde imponía sus leyes y las condiciones en que sus hombres debían entenderse.
    Sin que nadie imaginara que era la víspera del horror, se fueron juntando, cada cual con sus armas, los que venían desde sus respectivos santuarios de sombras a la celebración de una fiesta que se vería iluminada con el esplendor de las teas humanas. Por los preparativos, en la cocina se vivía la víspera de un día grande. Era el cumpleaños de una cuñada de Rafael, que salió  gritando cuando ya estaban todos:
    - ¡Que la fiesta de mañana empiece hoy!
    Así fue. Comenzó a correr la cachaza con limón, y la algarabía  de los loros y el escándalo de los monos invisibles parecían aumentar el bochorno de aquel día. Hasta el anochecer, en que encendieron las estacas de sembe alumbrando los patios, en donde se colgaron hamacas a distintos niveles para el descanso de los visitantes y el reposo de los embriagados.
    Eran las doce de la noche del veinticuatro de septiembre de 1903, cuando el empleado Carrasco se presentó ante son Benjamín anunciando la llegada de los Ocaina. “!Ha llegado la hora de vengar la sangre de Trujillo y Mosquera¡” gritaron los que lo acompañaban.
    Cargados desde su nación, los indios fueron entrando al patio con el itinerario trastornado por el mal tiempo en la alta montaña y el cansancio brutal de una mula de carga. Rafael Larrañaga se presentó ensopado en alcohol y reprendió al jefe de porteadores, Urcenio Bucelli, por no haber presentado a los indios de día, y a los porteadores por los que éstos hubieran dejado escapar por el camino. El reflejo de la luna en los cuerpos desnudos de los Ocaina  enseñaba los rigores del viaje. Pero eso no importó, ni importó que los indios hubieran llenado el patio con tulas de caucho de 50 libras, para que las pupilas dilatadas del tigrillo hambriento de sangre Rafael los hicieran rodear con malas intenciones. A pesar del desaliento en los cuerpos cansados, los indios se alarmaron ante la manera arrogante con que se les embestía engatillando el arma y no tardaron en darse cuenta de que los tenían rodeados y de la trampa en la que habían caído y, volviéndose rápidos a un lado y a otro, saltaron por encima del caucho amontonado en el suelo. Unos corrieron a arrojarse al río, otros se metieron selva adentro, y todos dejaron oír sus gritos de rabia contra el mono de los bosques que los había engañado trayéndolos a aquel lugar. Se confundieron los aullidos de los despavoridos con el gruñir de los borrachos deseosos de disparar. Los que lograron escapar río abajo, arrastrados por la corriente del Igaraparaná fueron obligados por las pirañas a volver a la orilla.
    - ¡La sangre tiñe el agua! -ladró Jacobo Barchilón.
    Los que no consiguieron huir fueron cogidos y su rabia se vio reemplazada por un temor creciente. Ignoraban por qué los mantenían rodeados, por qué los miraban con odio y desprecio, y como acusados de una culpa que no conocían, amanecieron en el patio con la única credencial que podían exhibir: las tulas de caucho que se amontonaban en el suelo.
    Desde la puerta del barracón donde dormía, Itoto Ocaina vio al grupo de sus hermanos, cenicientos con la luz del alba, y amaneció mezclado con ellos.
      Don Benjamín Larrañaga desayunó chocolate con huevos pericos y aperas de maíz, acompañado de los que no habían dormido y querían disparar contra unos indios que habían resistido el paso de la historia. Desde la mesa donde desayunaba, don Benjamín creyó ver a los indios agarrados al hilo de esperanza que recibían de ese muchacho de la placa al cuello. Itoto Ocaina, mezclado con sus hermanos, les señalaba a don Benjamín, diciéndoles en lengua propia que era un hombre bueno. Sentado en su silla privada con un puro en la boca, el benefactor se opuso a lo que significa un indio menos para la empresa y, con el fulgor de dominio que ejercía sobre sus empleados, preguntó:
      - ¿Están ustedes de acuerdo en que se apliquen cincuenta latigazos a cada uno de los retenidos, como escarmiento por las muertes de  Trujillo y Mosquera?
    La proporción entre el delito y la pena no gustó a los amigos de los asesinados. Pero había que empezar a aplicar el castigo y de inmediato brotó el compañerismo de quienes se hallaban al servicio de Rafael Larrañaga. Haciendo cumplir el fallo de la sentencia dictada por su padre, ordenó que los indios fueran despojados de sus taparrabos, tendidos boca abajo y sujetos de las manos y los pies con sogas amarradas a estacas en el suelo. Otros fueron colgados. Sin que don Benjamín se opusiese a que la fiesta de cumpleaños de la cuñada de su hijo continuara, la embriaguez volvió a la superficie con sólo despertarla. Fue entonces cuando con la mayor alegría se formaron las parejas de flageladores. Queriendo demostrar lo que podían hacer con un látigo en la mano, se turnaron los empleados Máximo Barbolino y Jacobo Barchilón, José Inocente Fonseca y Elías Martinengui, Alfredo Montt y Andrés O'Donnel, Rafael Calderón y Miguel Flores. El silbido del látigo en el aire hizo que los monos se taparan los oídos y los loros saltaran de espanto a cada trallazo. Los sirvientes indios, al oír los gritos de dolor de los Ocaina, decidieron abandonar la cocina y se fueron detrás de la casa. Itoto Ocaina, que se había salvado de ser atado al suelo por la placa que colgaba de su cuello, era el único que espiaba desde la cocina, arrugándose como si cada trallazo cruzara su rostro. Los demás se ocuparon en lo suyo. Mientras unos bebían cerveza amarga y fumaban, los del miedo husmeaban por entre las puertas entreabiertas. Entonces el olor de la sangre llegaba a la mesa del comedor mezclado con el aroma de la cocina.
      A las doce y media, y cuando ya habían servido la comida y las bebidas, don Benjamín Larrañaga ordenó a sus hombres que fuera suspendida la flagelación y pasaran a sentarse con él a su mesa. Comiendo con los flageladores empapados en sudor, Rafael Larrañaga, sentado entre su mujer y su cuñada, no dejaba de mirar para la cocina donde Hortensia Noruega hacía su trabajo llorando. Ella no entendía cómo el aparentemente pacífico don Benjamín podía permitir tanta violencia.
    Convencido de su  victoria futura sobre esos hombres que ahora atendían dóciles a sus deseos criminales, don Benjamín había repartido promesas hablándoles de las grandes cantidades de caucho que él transformaría en dinero para ellos. Dirigió su intuición, sabia en descifrar en el silencio de sus empleados sus intenciones, hacia José Inocente Fonseca. Lo había estado observando con el látigo y era duro como el sufrimiento.                  
      - He pensado en usted, Fonseca -le dijo-, para que maneje la sección Último Retiro. ¿En quién, si no, iba a confiar un trabajo tan difícil como el de hacer trabajar a los indios de aquella nación? No estará solo. Irán con usted los encargados de actuar en su nombre.
      Algo que muchos de los presentes esperaban con docilidad para cumplir lo ordenado por él, fuera bueno o malo, legal o ilegal.
      Elías Martinengui fue nombrado jefe de la sección Atenas y Alfredo Montt, jefe de la sección Entre Ríos. A Miguel Flores lo mandó a la sección China.
      Don Benjamín Larrañaga era para la mayoría de esos hombres un soberano que flotaba en los altos dominios del dinero. Una fuerza que los impulsaba al bienestar. A no detenerse. Por lo que, una vez aplicados a los treinta Ocaina mil quinientos latigazos, tomó parte Resurrección Navarro tirando de los pelos a los amarrados en el suelo para ver cual había muerto, mientras Miguel Flores apuñaló por la barriga a los colgados porque aún estaban vivos.
      Para entonces, Victor  Macedo y Miguel Loayza, los investigadores de las muertes por las que estaban siendo torturados los Ocaina, llegaron a la conclusión de que esa carnicería no iba a servir de escarmiento a quienes cometieron el delito de matar a Trujillo y Mosquera, por encontrarse éstos sepultados en la incapacidad de imaginar un mundo más allá de su propia tribu. Estaban cometiendo con los indios el mismo delito por el que éstos eran castigados. Entonces dejaron a don Benjamín con el puro en la boca, se levantaron de la mesa y se retiraron a donde pudieran ver los acontecimientos sin participar en ellos. Para ventilar el olor de la sangre y el espanto, don Benjamín se echó un eructo como el rugido de un jaguar y caminó hasta donde se encontraba su contable Loayza en compañía de Macedo, quien en ese momento veía, sin mostrar compasión alguna, desangrarse a un Ocaina colgado de las manos. El viejo chupó el  puro apagado y le dio la náusea. Loayza no era fumador y la arcada sonora la interpretó así:                                                                                                     
     - La sangre de los hombres y de los animales huele igual, don Benjamín.                                                          
     Pero la sangre y el alcohol siguió mezclándose. Creció la desconfianza y el miedo en unos, en otros las ganas de demostrar lo que sabían hacer. Para éstos la ocasión la brindó Rafael, que levantándose de la mesa con la voz intacta, indicó el sitio donde los indios vivos debían ser fusilados y después quemados. Entonces aumentó la tensión en las mujeres, que gritaron de horror, y se extendió el espanto en el silencio de la resignación de los encerrados en aquel círculo sin salida. El único que protestó fue el jefe de porteadores, Urcenio Bucelli:
   - ¿Con tanto caucho como han traído y los van a matar?
    Pero la realidad había sufrido una distorsión irremediable. Mandados por Barbolino, Sutuy, Suegro Huitoto y Pinedo Rezígaro desataron a los azotados. Tiriqui y Cutiriño Huitoto y Pablo Andoques, descolgaron a los apuñalados. A uno de los colgados, muy pálido, se le había escapado el color por una herida en la barriga, de la que soltaba sangre.                                           
    - Está muerto -dijo Pablo Andoques.
    - ¡Déjelo colgado! -gritó Barchilón-. ¡Esto enseñará a los demás a no tocar a un blanco!
    Los muchachos de confianza tuvieron que trasladar a los Ocaina casi a rastras hasta el lugar elegido por Rafael Larrañaga para rematarlos. Un lugar al sur de la casa, no lejos de  donde se encontraban los barriles de kerosene que habían llegado en el barco del día anterior. Para entonces, la nube de mosquitos de las seis se había anticipado a las cinco.
     Máximo Barbolino y Jacobo Barchilón estuvieron de acuerdo en que las llamas para ahuyentar los mosquitos y alegrar la fiesta fueran los Ocaina que todavía se mantenían de pie. Entonces seleccionaron a dos sirvientes Huitoto para que fueran ellos los encargados de poner a los indios en fila india, mientras otro, a guisa de túnica, le colocaba a cada uno un saco empapado en keroseno y a continuación otro les prendía fuego. Al calor de las bolas de candela y los gritos de algazara, la carne viva bramó corriendo hacia el río en busca del agua.
     Larrañaga no movió un labio. No parecían perturbarle los hechos siniestros de los hombres que mañana ensancharían sus dominios. Eran justamente los hombres que iban a cambiar la manera de vivir de las siete tribus que poblaban la región del Putumayo. Hombres que a causa del prolongado cautiverio habían aprendido a obedecer ciegamente. Quería las tribus convertidas en bestias a su servicio. Aunque privados de libertad, los indios no recompensarían con su fatiga aquella Sociedad Comercial a la que habían ofendido matando a sus dos tigrillos. Sin moverse del sitio, don Benjamín escuchó impertérrito la mezcla de lamentos y risas y los disparos de los borrachos que no daban en el blanco. No se permitió el mal gusto del remordimiento. Al contrario. Desde la algarabía de los loros y el espanto de los monos, vivió el espectáculo fascinante de las teas humanas con pavor dichoso, y con sus acogidos a la mesa del comilón. Los gritos desentonados de los cuerpos vivos comido por las llamas le hacían reír. Para los que le conocían bien, don Benjamín había cambiado de alma. O había encontrado la suya verdadera.                                                         
      Compartiendo el espectáculo del suplicio de los indios, los muchachos de confianza amontonaron la leña, derramaron el keroseno y encendieron la hoguera donde fueron arrojados, vivos todavía, los Ocaina que habían recibido los balazos de los borrachos. Sobre ellos dispararon sus armas de fuego, cortando el zureo de las palomas de monte en la caldeada atmósfera de aquel atardecer infernal.

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