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RAÚL GOMEZ JATTIN

Milcíades Arévalo

Colombia



Alguien/
hermano de tu muerte/
te arrebata  te apresa   te desquicia/
y tú indefenso/
estás cartas le escribes./
Raúl Gómez Jattin.

 

    ¿Quién fue Raúl Gómez Jattin y cómo la soledad en que vivió la mayor parte de su vida lo llevó a expresar por medio de su poesía su frustración, dolor y angustia existencial?

    A Raúl Gómez Jattin lo vi por primera vez un domingo de septiembre de 1968 en el Teatro Colón,  haciendo el papel de verdugo en una obra basada en Los funerales de la Mama grande de Gabriel García Márquez.

    Ese día  yo no lo vi como poeta, sino  como actor y dramaturgo, porque eso era en ese momento,  un gran actor,  un gran dramaturgo y un visionario del teatro colombiano, que en ese momento estaba en pleno furor con figuras tan importantes como Carlos José Reyes, Enrique Buenaventura, Santiago García.  Había llegado a Bogotá a estudiar Derecho en la universidad Externado de Colombia en la década de los  años sesenta, “en pleno furor la bareta, los hongos, el pensamiento de izquierda, el teatro político y experimental, largas rumbas en La Candelaria, muchas lecturas y de alguna manera desubique existencial” (1).

    “Ese encuentro con la gente de teatro -dirá años más tarde-, coincidió con mi afecto por la poesía. Soy un poeta dramático a manera de Machado: palabra en el tiempo y antes que Eurípides, mi gran maestro dramático”(2). Como hombre de teatro, hizo, además, varias adaptaciones de las obras de Álvaro Cepeda Samudio (Las muñecas de Juana no tienen ojos), Las nupcias de su Excelencia y el Gran Teatro de Oklahoma, basada en América de Kafka, Aristófanes, Tancred Dorst, Swif,  Beckett...  Y en el Festival de Teatro de Manizales, muchos críticos lo catalogaron como uno de los grandes dramaturgos del momento, pero a pesar de que le gustaba tanto el teatro prefirió el camino de la poesía.

    Cuando desapareció de  los escenarios del teatro colombiano, presumí que se había ido para Cereté a ejercer la abogacía. Sin embargo no fue así. Estaba en una clínica de reposo en Medellín donde finalmente un psiquiatra descubrió que no era un loquito común y silvestre sino  “era un poeta con una sensibilidad aterradora” y Raúl pudo regresar a Cereté. Tal vez por yo venía publicando desde 1973 una revista de literatura donde daba  conocer a muchos escritores y poetas desconocidos, tanto de la ciudad como de la provincia, Raúl me envió  su primer libro (Poemas, 1980), irisado de imágenes transparentes, con un toque de identidad propio, sin ninguna transgresión, salvo el zoofílico y casi tierno "Te quiero burrita". Muchos de sus coetáneos ya habían publicado por ese entonces por lo menos un libro de versos. El único que dijo algo premonitorio fue el dramaturgo Juan Carlos Moyano: “En un futuro, críticos, poetas, estudiosos y lectores se detendrán en su nombre”(3).

    Como a mí siempre me han gustado los poetas que se parecen a sus poemas y que escriban con la sabiduría del que es poeta por vocación y no por equivocación, inmediatamente le publiqué dos poemas en la  entrega No. 23 de Puesto de Combate, donde lo presenté como “un poeta con cualidades propias, capaz de trascender como oficiante de la palabra”(4) y aproveché para contarle a los que andaban conmigo por esa época, que en Cereté había un poeta fenomenal, cuya única desgracia era la de ser silvestre como la coraguala.  Raúl podía ser un excelente poeta: montaraz, altivo, visceral, descarnado y realista, con una sensibilidad aterradora  y toda la cosa, pero nadie le prestó atención. ¡Vaya desgracia! Sin desfallecer, pero con los ánimos en llamas le envié una resma de papel y una carta. Inmediatamente me respondió:

    “Leer tu carta  me proporcionó una placer inesperado: la emoción que mis pobres poemas causaron en una alma sensible como la tuya, expuesta a los vendavales de la existencia, porosa como para permitir que mis vientos la penetraran, impresionable como para sentir los golpes de mis piedras sobre tu casco. Somos felices cuando nos leen, verdad Milcíades. Nacimos para ser leídos, esa manera de tratar íntimamente con uno sin desgastarlo. Y me siento contento con que me haya leído alguien como tú, águila solar. El poeta sabe tratarse con sus semejantes, y con una de mis alas te digo: gracias por reconocer que mi vuelo es gracioso, que mis plumas son fuertes y brillantes, que mi pico infunde temor”(5).

 

    En  un viaje que hice  por el Valle del Sinú, entré a Cereté. El pueblo era un abrazo del infierno. El sol se derramaba con ardiente vehemencia  sobre  el pueblo,  pero aún así era  un pueblo lindo con una cabellera de nubes blancas”, delicioso, mágico y sorprendente. Esperé que abrieran las ventanas para que entrara el fresco de la tarde y las mujeres comenzaran a mover la lengua para que no se les oxidara para preguntarles por el poeta que vivía en la Calle Cartagenita. Nadie  sabía que allí vivía un poeta, o si  lo sabían querían ignorarlo, tal vez porque allí lo tenían todo, es decir la belleza. Y cuando la belleza está en todas partes no necesita ningún poeta para que la defienda.

    Yo había leído  tanto sus poemas que  cuando por fin encontré su casa en  la única Calle Cartagenita que hay en el mundo, no golpeé en la puerta  sino en la ventana,  exactamente como decía en uno de sus versos: Golpea en la ventana de la izquierda/ que te estaré esperando.  Cuando la puerta se abrió y lo vi,  tuve  la  impresión de que no era Raúl sino un fantasma que se había quedado cuidando una casa vacía. Sin embargo me dio una trompada  de ternura y me hizo entrar como si me estuviera esperando, y de qué modo.

    No había ni un asiento, ni una flor, ni una jarra de agua,  nada que me indicara que allí  vivía una persona. Lo único que había eran  cientos de  poemas tirados en el piso, un butaco a ras del suelo en el que me senté a escucharlo y una hamaca. Al piso  le habían arrancado las tablas y en todas las paredes estaba escrito el nombre de Lola Jattin. Por el enrejado de la ventana se asomaban los gajos de unas matas de la vecindad y la luz del día impregnaba de verde la habitación donde estábamos. Un silencio de muerte, un silencio como no se ve en las tierras del trópico se extendía por todos los rincones de la casa empolvándolo todo con una costra de ausencia. ¿Dónde estaba su mamá, sus hermanos? ¿Dónde estaban todos los suyos, sus amigos, por qué lo habían dejado tan solo en una casa tan grande? ¿Dónde estaba la legión de ángeles clandestinos? Raúl  no era amigo de nadie en Cereté, porque de verdad vivía  muy solo.

    Después que pasaron unos muchachos vendiendo bollos de maíz nos pusimos a hablar, qué se yo,  del calor, de mis viajes por la costa y hasta del cielo celeste y sereno del  Sinú hambriento, pero sobre todo de poesía, de cantidad de autores de Borges, de Álvaro Mutis, de Orietta Lozano, de Jaime Jaramillo Escobar, de los poetas andaluces y árabes... ¡Era tanta su sabiduría! Yo no era más que  un ser salvaje que por primera vez  estaba conociendo a un poeta de verdad, a un poeta auténtico en su estado natural. 

 

Madre dulce/  mi tela tejer no puedo. Afrodita suave me vence/ y de mi amada siento el deseo.

 

    Cuando terminó de cantar el anterior verso de Safo, me dijo:

    --Yo quisiera ser tan popular como Celia Cruz.  

    Cierto o no, a Celia Cruz la aclamaban como la mejor guarachera del mundo, pero un poeta era otra cosa. Los verdaderos poetas ni siquiera se atrevían a decir que lo eran. Alarmado le pregunté qué estaba tramando.

    --Tengo un desajuste con el afecto de la  gente, un problema muy grande de soledad. Quiero rehacer mi vida, irme a España, hacerme ver de un siquiatra  europeo Raúl -me confesó con amargura y continuó escribiendo  canciones procaces alusivas a sus amigos y a un tal  Pocho Saker, que a veces era el mismo Raúl y otras veces su hermano Rubén.

    Al llegar a Cereté  me habían dicho que “tuviera cuidado porque me podía matar”, que era “homosexual y loco”, pero para mí, un ateo de siete suelas, eso no podía ser cierto. ¡Cómo iba a ser cierto si se “pasaba los días comiendo mango y tirándole piedrecitas al río...”! Su lucidez rayaba con la locura, pero no estaba loco, los locos eran los demás. En Cereté nadie lo quería por ser como era, un poeta excepcional, más cuerdo que cualquier loco, empapado de poesía. A Raúl lo vinieron a querer después de muerto, tanto que hoy en día no hay antología, ensayo o panfleto  o Casa de Cultura que no lleve su nombre.

    --Ahora si hablemos de poesía-le dije y preparé la grabadora.

    --La poesía es eso que nos asombra y nos nombra, que nos taladra las sienes como un balazo -dijo solemne. Esperé que continuara hablando, pero el hombre no habló. 

    Encendí un cigarrillo y fumé mirando  alrededor de la habitación vacía, embelesado en el fragor de la tarde que se negaba a morir. Un gato se asomó por la ventana jugando con una mariposa amarilla y por un momento tuve la sensación de estar en medio de la selva, dispuesto a enfrentar  a la muerte con mi cuchillo asesino.

    --¿Qué hace ese gato tan grande en la ventana? -le pregunté.

    --¿Gato? ¿Cuál gato? Ese es el tigre de Borges. Ahora si me doy cuenta de que la poesía pasa por tu lado sin hacerte daño.

    Tigre o gato, ¿qué importaba? Yo  lo único que  quería era  hacerle la entrevista y salir a la calle a tomar aire,  beberme una botella de ron, desear a las muchachas de Cereté y largarme por donde había venido y todo eso, pero Raúl continuó cantando sus poemas y me tuve que quedar oyéndolo como si yo fuera su alumno más aventajado:

 

Milcíades, mil noches, mil amaneceres,

no sé que indiferencia me alejó del mar.

El miedo, Milcíades,  el miedo, el dolor del cielo.

Gracias por tu canto estremecido de lunas,

por tu tierna sonrisa de mujer,

temblona y avisada.

Te lo dice Raúl,

el hijo de Lola Jattin y de Joaquín Pablo Gómez Reynero,

futuro presidente de la ausencia y de la muerte.

 

    Tratando de alardear sabiduría  frente a la poesía le puse toda clase de reparos al poema. Y para desencantarlo más, le dije que no me hiciera caso, que él iba  a ser inmortal sin mover un dedo. Se rió de buena gana, pateó  como una cabra, pero Raúl Gómez Jattin no era así. Alto, como de 2 metros  corpulento y tierno a la vez. Tenía la fuerza de un rinoceronte y sin embargo lloraba en la soledad de su vida. Sabiendo que Raúl vivía en una casa sola, en medio de la soledad más espantosa, perdido como un niño en un bosque de girasoles y tormentas, le dije con mucho respeto:

    --Eres un poeta genial y corajudo, mucho mejor que esos poetas que a diario me encuentro por la 7ª, pero para que me crean que realmente existes, necesito que le escribas una carta a tus amigos y echamos para adelante la publicación de tus poemas.

    Le escribió una nota a sus amigos Santiago Mutis y Roberto Burgos Cantor, en la que les pedía colaboración para mis asuntos por haber sido el primero en ponerle “bolas a Pocho Saker y Raúl Gómez”. De pronto comenzó a oírse tremendo estruendo en la calle. Eran los gaiteros de san Jacinto que iban  para un cumbión. Cuando la bullaranga se  hizo más insoportable, salimos a la calle,  Raúl descalzo, tomando vino a pico de botella y yo prometiéndole que lo iba a hacer tan famoso como Celia Cruz, así la brújula de la errancia me equivocara el rumbo.

    Al llegar a Bogotá hice un atado con sus  poemas y se lo envié a Jaime Jaramillo Escobar a Cali, quien de inmediato le escribió una hermosa carta,  que se hizo famosa porque se publicó en el Tríptico Cereteano y en la que, entre otras cosas,  dice: “eres el viento, eres un potrillo, eres el río que arrasa, no limitas con nada, no tienes cuñados en el cielo, no tienes participación en la bolsa de valores, eres un bruto, eres Atila, eres el mismísimo Adán, Dios en persona completamente loco deshojando los bosques y tirando las hojas al aire, eres el ciclón, la barriga pelada, el escándalo furioso, todo lo que yo no soy ni hay aquí poeta que lo sea, eres el fauno, el unicornio, el centauro, el volcán, eres ¡EL PUTAS. (6).

    Santiago Mutis lo incluyó en el Panorama inédito de la nueva poesía colombiana, 1970-1986, donde Raúl aparece por primera vez en una antología y  yo hice un artículo que apareció en el Magazín Dominical de El Espectador dirigido por Guillermo González Uribe titulado “Un potro desbocado en las praderas del cielo”, porque eso era Raúl para mí, un potro salvaje con todos sus defectos y virtudes, nadie más dijo nada y Raúl volvió a escribirme de manera trágica:

Milcíades:

Que poca mi carta. Hasta engreída me parece esa abominable serena e indiferente carta. Pero es que en esos días atravesaba por un descreimiento total de los poemas y tus entusiasmadas palabras me calmaron demasiado, tanto que me volví inexpresivo. Perdona buen Milcíades a este pobre poeta montaraz y mal educado que no sabe mirar con detenimiento el gesto generoso del amigo. Aunque -me parece- casi la mitad de los poemas han perdido validez. Se salvan los que me indicaste y cuatro más.

    Pero tengo otro libro -un libro que da miedo- De verdad. Da miedo. He sido malvado, profundamente malvado. Mis pobres compañeros de vida, los que me dieron la vida incluso, aparecen de gesto entero. Ay de ellos. Ay de sus intimidades más sagradas. Ay, pero un ay poderoso. Porque cuando canto pujo y cuando pujo lloro. Lloro y canto, pésele a quien le pesare; yo canto y hiero. Comenzando por el indefenso Raúl. Mi navaja de asesino -de hachis-chino- corta filosa la carne ajena. Treintaidos poemas de sangre vertida. No te los pierdas. Concursa en Cúcuta el próximo mes. Lujuria, indiferencia, ambición, dinero torpe, amor, muerte, falsos poetas, traiciones, fracasos. Todo eso está en Retratos, del nunca bien nombrado R.G.J. Me van a odiar, amigo mío que tienes la dicha de conocerme, me van a odiar con razones. Qué bien me siento. Sé de antemano que es una obra muy importante para veinte personas. Suficientes motivos para publicarla. Me divertí escribiéndola. Con cada uno de los personajes jugué a las escondidas y a cada uno sorprendí en uno, dos, tres gestos significativos. No te mando el libro porque no tengo plata para fotocopiarlo. Si no pasa nada en Cúcuta, ya veré la forma de enviarlo.

 

                                      Te quiere

                                     Raúl del Cristo (7)

 

Antes de que dieran el fallo del Concurso de Poesía Eduardo Cote Lamus, me enteré  que Raúl no había ganado y que además se habían perdido los originales de Retratos. Sabiendo del desamparo en que vivía, le escribí una carta llena de promesas, augurándole éxitos futuros y animándolo a seguir escribiendo, a no quedarse en silencio: “Ser anónimo es tan perverso como no serlo. A los poetas los vienen matando desde hace muchos años y por eso les inventan concursos donde siempre ganan los que nunca pierden, pero cada uno tiene méritos suficientes para vivir en el cielo o en el infierno. Sin darme cuenta toda mi vida he caminado sobre las brasas del infierno, pero aún así tengo esperanzas de conquistar el cielo. Voy a recoger tus poemas y editarte el libro para que cuando la carcamala asome por tu casa  no te encuentre inédito”(8).

    Como por esa época yo usaba corbata como cualquier representante   ilegal de la Sociedad de la Imaginación, rescaté  su libro del olvido en que había caído  y decidí  publicarlo. En ese libro  estaban gran parte de sus personajes, sus amigos, sus enemigos, sus fantasmas, todo lo que amor: los pájaros, y el paisaje, el río Sinú Cereté, el teatro, lo erótico en todas sus formas

    La expectativa por la aparición del libro comenzó a difundirse. Roberto Burgos Cantor escribió para El Mundo de Medellín que Retratos  iba a ser publicado por Ediciones Sociedad de la Imaginación, “recopilados y comentados por el cuentista Milcíades Arévalo, quien ha tenido la generosidad de hacerlos publicar para el bien de la poesía del país”. Heriberto Fiorillo en el Suplemento  del Caribe publicó ocho páginas con los poemas de Raúl, ilustrados con fotografías que yo le había tomado en mi viaje a Cereté. A finales del 85 volvió a escribirme:

 

    --“Estoy expectante por la aparición de Retratos -el cual te pido encarecidamente se llame así, simplemente: Retratos; sin ninguna dedicatoria pues cualquier mención a alguna persona podría traerme hasta complicaciones graves como ver amenazada mi vida. Así, que por favor, para mi bien, asegúrate que el título diga así. Para mi mayor tranquilidad, escríbeme pronto diciéndome si eso está asegurado de que será publicado así. Por favor, evítame cualquier problema.

    Soad me informó que el libro aparecerá a finales de enero, ¿es cierto? De ser así, constituiría una gran felicidad para mí, pues de los ejemplares que me mandes podría derivar algún dinero para malcomer y comprar la droga siquiátrica que me hace tanta falta. Viejo Milcíades, estoy en la absoluta indigencia, así que procura mandarme el mayor número de ejemplares que puedas.

    No sé si te enteraste de los comentarios que hizo Alfonso López Michelsen por la televisión y por la prensa en los que aseguraba que este humilde servidor no sólo era el mejor poeta de Colombia sino uno de los más importantes de la lengua castellana- Esa magnánima actitud de López me ha permitido sobrevivir en Cereté donde los potentados se sienten humillados por mi presencia de poeta y por mi vida excéntrica que no les rinde los homenajes que en su ignorancia y vanidad se creen merecedores.

    Por favor, escríbeme, asegurándome lo del título, pues tengo mucho miedo, y contándome cuándo aparecerá el libro y de cuantos ejemplares consta la publicación, y cuándo me piensas enviar los ejemplares que tengas a bien; ojalá antes de que los envíes a las librerías para poder venderlos con mayor seguridad.

    Salúdame a Juan Carlos Moyano y especialmente a Juan Manuel Roca, quien tuvo la delicadeza de ir a visitarme al hotel en Bogotá y escuchar mi largo poema “Rimbaud en Cereté” que escribí en la Clínica en el papel que tú generosamente me obsequiaste.

    En espera de tu carta tranquilizadora, se despide quien te debe tanto como tú no te imaginas y quien guarda de ti bellos recuerdos de artista grande y amigo sincero.

 

                            Ciao querido. Tuyo Raúl Gómez Jattin(9).

 

Cuando Retratos estaba a punto de salir, le comenté cómo iba a salir el libro y comenzó a ponerme condiciones y finalmente no lo publiqué,  entre otras razones, porque Raúl quería un libro de lujoso, en papel cebolla,  pasta dura y  lomo en letras de oro y no un simple libro como el que yo le ofrecía; también porque había poemas que les faltaba la gracia necesaria. Ante tantas exigencias de su parte le respondí:

    “Lástima que te hayas vuelto fanfarrón, maquiavélico y vanidoso, sobre  todo con tus amigos, los que ahora te cantan. Los últimos poemas que me enviaste, no me  convencen tanto que digamos. Tal vez sea culpa de tu vanidad o que yo espero demasiado de ti. Soy honesto. Se yerra mucho al hablar, mucho más cuando se escribe. Qué problema. Desgraciadamente como tú dices, soy demasiado pobre para publicar tu obra. Ese es mi problema más grave: ser pobre. Decide pronto lo que debo hacer, y por favor no te mates" (10).

    Al año siguiente   volvimos a encontrarnos en Bogotá, y de qué modo y en qué lugar. Internado en la Concepción, una clínica psiquiatrita que quedaba yendo para Suba en la calle 100.  No era una cárcel, pero se le parecía; no era un hospital, pero se le parecía también. A Raúl le gustaba que lo visitaran y le llevaran hojas de papel, golosinas,  libros, ni siquiera para su uso personal sino para cambalacharlos con los demás internos. A mí me cambió un libro de poemas de Fernando Linero por una antología de Hafiz. Él siempre era así, fresco, despreocupado, no le ponía valor a las cosas, porque las cosas estaban ahí para el disfrute, para el goce.

    --Milcíades, cada vez que  vienes a visitarme,  parece que me dieras alas y yo fuera un ser libre. Yo,  que no soy libre,  siento una envidia profunda  de tu libertad. Tienes la suavidad del amigo que siempre piensa en uno, que sueña lo mejor para uno, ¿por qué Milcíades el bueno, parece una estatua de arena en pleno pleamar y no se derrumba? ¿Será porque es de llanto leve o porque es de palabras de certeza, o porque desde niño oyó cantar a las sirenas? -dijo al verme. Raúl había aprendido a inventar su libertad a partir de su invisible celda de todos los días, a sostener sus ilusiones en la desesperanza, y en la sospecha de los espectros del tiempo, que eran  la única esperanza que consolaba su atónita existencia.

    --¿Qué cosas dices, Raúl? Allá afuera de estas paredes, están los locos, los asesinos, los hambrientos, el dolor, la soledad y la muerte. No deberías envidiar mi libertad sino mi destreza para lidiar con la vida en la manigua del mundo.

    --Como hombre que ha enloquecido varias veces, es decir, que se me ha corrido la realidad poética hacia la realidad cotidiana, el yo y el mismo ser se han fundido en un solo ser, individual: el otro, la vanguardia, el mismo, el clásico. Borges me ha enseñado que un poeta tiene que ser claro para sus contemporáneos. También me ha enseñado que cada obra tiene su propia estética. El Tríptico es en el fondo una novela escrita en poesía. El primer protagonista soy yo y lo que he visto en mis contemporáneos.

    Cuando dieron las cinco y tuve que despedirme,  se armó un alboroto porque el celador no me quería dejar salir porque Raúl me abrazaba como si no nos fuéramos a ver nunca más. Los internos, las monjas, los médicos,   se habían quedado como  estatuas de sal oyéndolo cantar un salmo de despedida que tanto me maravillaba, porque era un suicidio de libertad, sin dolor, un paso a otra vida feliz:

 

Quién sabe si el alma tendrá un entresuelo

para las cavernas de Raúl,  el loco del cielo.

Con Julio la muerte, con Lola la coja,

la muerte me llama a  su lecho.

Amigos serenos, vengan a verme,

aquí a la Martina de mi desconcierto.

 

    Después de un  largo reposo en la clínica, vino a vivir cerca de mi casa y tuve la oportunidad de acompañarlo al primer recital que hizo  en el apartamento  de una amiga suya. Sentó a la belleza en sus rodillas, pero no  la encontró amarga ni la injurió; más bien se la gozó, porque esa noche, a pesar de las incomodidades del lugar asistió mucha gente, Beatriz Castaño, Antonio Caro, Armando Carrillo,  Nirko, Catalina, Juan Monsalve,  Antonio Correa, en fin... Esa noche Raúl estuvo feliz, corrió mucho vino, Beatriz cantó varias veces y muchos de los asistentes se hicieron a un autógrafo, una foto o algún poema de los que repartía a manos llenas.

    Al poco tiempo cambió de residencia y se fue a vivir un hotel cerca del parque Santander,  en la 16 con 5ª. -Ya tumbaron esa casa para hacer un edificio-. Vivía muy mal, en una habitación incómoda y maloliente. A menudo yo iba a visitarlo, a invitarlo a comer o sencillamente a hablar de Lorca y de Cavafis, del teatro contemporáneo y del circo de Oklahoma. Nuestras  conversaciones podían durar una eternidad; el tiempo no contaba... En sus momentos de lucidez se desdoblaba, pero con drogas era otra persona. Se volvía caótico, complicado, presumido y pendenciero. Se le subía el ego una barbaridad. Incluso llegaba a odiar los que lo querían de verdad, gente bella y cercana a sus afectos. No era fácil ser su amigo. Conmigo nunca se portó así, tal vez porque yo no presumía de poeta, y también porque los contrastes entre los dos eran muy marcados, en nada nos parecíamos: yo, sencillo, imperceptible, nada gracioso, casi invisible; él, un gigante con voz de trueno y poses teatrales.

    Una vez nos cogió un aguacero tan espantoso que nos tocó arrimarnos a un alero. Estábamos ahí,  hablando los dos de la cantidad de libros de autores antioqueños que publicaban en Medellín, contrario a lo que ocurría en Bogotá y en otras regiones del país, cuando vi venir al gerente de Planeta Colombiana y asesor de una colección literaria muy bonita llamada Simón y Lola Guberek. Le presenté a Raúl y fue gracias a Juan Luís Mejía que publicaron  Tríptico cereteano, que contiene Retratos, Amanecer en el valle del Sinú y Del amor. Me imagino que cuando Raúl vio su libro rústica,  parecido al que yo le había prometido publicar, no debió sentirse muy contento. El libro quedó bien editado, creó expectativas y en poco tiempo se agotó la primera edición. Siempre me había dicho que su libro era único, pero para mi gusto era una mezcla del Tuerto López  -a quien leyó mucho desde su infancia-, Porfirio Barba Jacob, Jaime Jaramillo Escobar, Rimbaud, los poetas andaluces y los clásicos.

    La publicación  de su libro le permitió, entre otras cosas, reafirmarse como poeta, participar en festivales y encuentros de poesía, viajar  a diferentes ciudades a dar recitales,  publicar en la prensa y aparecer en la televisión. No había ciudad o pueblo (bueno, no tantos) donde no lo invitaran. Críticos, editores, poetas, y ensayistas que antes no daban un centavo por él, queriendo resarcirse de tantas ingratitudes, de tanta mezquindad, entre buenos y malos elogios, entre buenas y malas dedicatorias, audiciones y visiones hicieron de él un mito. “--Yo me propuse con mi poesía hacerme querer. Ando como un muchacho por la vida, buscando amigos con quien ponerme de acuerdo para hacerle una maldad a la maldad” -diría después en una entrevista. A mediados de l989 y financiado por Editora Bolívar y la pintora Bibiana Vélez, apareció Hijos del Tiempo. Como era la “estrella” del momento, asumía su papel con vanidad y orgullo: Se ganó una beca del Ministerio, comenzó a dictar talleres de poesía en la Casa Silva y vino a vivir en la calle 13 con 5ª, en el Hotel Dorantes.

    Como hacía tiempos que no nos veíamos debido a mis ocupaciones, una mañana fui a visitarlo y me regaló el libro que le habían publicado en Cartagena. Lo leí emocionado, de un jalón y sentí mucha alegría al leerlo. Era otra tonalidad, otro estilo en su poesía, mucho más elaborada, había más fascinación por el hecho poético. Su interés se había volcado en la mitología, sobre todo en la griega. Ya no eran las cosas triviales y prosaicas  que sucedían en su pueblo o entre su gente, sino que se sumergía en la tragedia y buceaba hondo, el mismo lo diría en una entrevista posterior:  “-A lo seis años mi padre me  dijo: Tú vas a ser escritor, pero solo pasados los 35, cuando escribí mis primeros poemas, me di cuenta que era escritor.  Mi poesía corresponde en líneas generales, a una poesía clásica. Personalmente, creo que he inventado una escuela poética que se llama Sentidismo, cuya cláusula más importante es el sentido, lo que se quiere decir. El que quiera ser poeta tiene que estar dispuesto a sacrificar su vida. La poesía le exigirá todo a cambio de un grano de placer. Hijos del tiempo es un libro dedicado  a la muerte”(ll).

    Durante varios días lo busqué para decirle lo mucho que me había gustado su libro. Una tarde a la salida de la Casa   Silva me lo encontré frente a frente. Si yo hubiera sabido que en ese momento estaba alterado, no me le acerco.  Me levantó de la chaqueta y ¡tras!, contra el andén. -“¿Tú, Raúl? ¿Cómo pudiste hacerme esto?” -le pregunté. Raúl se  queda  lelo, ido, como tratando de buscarme en lo profundo de su memoria y se va dejándome a solas con mi dolor y mi queja. “Es que los poetas somos  muy malas personas. Yo se muy bien que no soy un caballero como Borges” -dirá después en una entrevista(12). 

    Por esos días Raúl padecía una de sus peores crisis emocionales debido al consumo indiscriminado de estupefacientes y yo no lo sabía. Había empezado a deteriorarse física y psicológicamente debido al uso indiscriminado de drogas y estupefacientes. A cada paso desvirtuaba que estuviera loco: “Soy un hombre tan lúcido que hasta loco soy. Ser loco es vivir en un deslizamiento de la realidad que habito en mis poemas”, pero ya nadie le creía ni tampoco yo le creía a nadie. Cuando me contaron lo del incendio en el hotel tampoco les creí. Seguramente Raúl estaba quemando algunos poemas sin importancia y el humo que salió de su habitación fue suficiente para que llamaran a los bomberos a apagar un incendio fenomenal que no había. En todo caso fue un escándalo tenaz y Raúl, héroe derrotado, se fue a vivir por los lados de la Universidad Javeriana. Todas las mañanas bajaba a deambular por la 7ª, con los pies descalzos, sangrando, hambriento. Yo nunca pensé ver así a Raúl, al ser grande que vivió y padeció la poesía en toda su extensión, pero esa era la triste realidad en el país de los poetas, una realidad que daba lástima, la de un ser destrozado y vuelto añicos, barrigón, sin dientes, casi calvo. Estaba pagando el costo de su vocación. Ya lo había dicho: “La poesía me ha deparado (no precisamente costado) locura, pobreza y soledad. Y trabajo, muchísimo trabajo. Pero también me ha traído a mi vida ocio, gran alegría y amistad. No soy, pues, un hombre amargado, sino simplemente un estoico. Me limito a decirle a otros de mi dolor de estar vivo y del placer de estarlo, mirando el río Sinú, el mar y las murallas de Cartagena, o el rostro de alguien, que de alguna manera, trascendente y oculta, me dice que el mundo está vivo”(12).

    Por fortuna, los poetas que lo querían mucho, lo convencieron que se fuera para Cartagena,  la ciudad que tanto amaba.  Raúl sabe que no hay otra vuelta de tuerca y acepta encantado. Allá se va a vivir un tiempo, luego va a La Habana donde le han prometido curarlo y regresa de nuevo a Cartagena, como el mejor hijo del tiempo, alucinado por la belleza del mar y la poesía. En l995 aparece El Esplendor de la Mariposa, publicado por Cooperativa Editorial Magisterio y  una selección de sus poemas escritos entre l980 y l989, publicados por  Norma. Como se nota, abundaban los editores, los reseñadores y críticos elogiando a Raúl, pero otra era su vida, que ni siquiera tenía vida ni dónde vivirla en este mundo, modelado para la vanidad y el éxito.

    Mayo con todo su esplendor, no deja de ser un mes trágico. El  día que salió en la prensa  la noticia de que Raúl Gómez había muerto. Según el corresponsal de un periódico de Cartagena, la mañana del 22 de mayo Raúl se le arrojó a un bus. Para mí tengo que Raúl estaba buscando un lugar donde posar sin mucha fatiga el pie y el chofer no lo vio. Después de todo,  sus enemigos no eran una legión de ángeles clandestinos. En uno de sus primeros poemas, ya había previsto el desenlace fatal, y de qué modo:

 

                             Airoso en su galope

                             levantó la mano armada

                             hasta su sien

                             y disparó:

                             suave derrumbe

                             del caballo al suelo

                             Doblado sobre un muslo

                             cayó

                             y sin un solo gemido

                            se fue a galopar

                             a las praderas del cielo

                                                            (El suicida)

 

    Jotamario Arbeláez escribió en su columna de El Tiempo que yo había descubierto a Raúl. Aclaro que yo no fui el descubridor pero sí el que creyó  en él como en tantos otros que prefiero callar. El descubridor de Raúl fue Juan Manuel Ponce. En todo caso, cuando Raúl muere se leen sus libros, aparece en  varias antologías, se reproducen sus poemas, se le hacen homenajes, en Cereté después de no sé cuántos años llueve y la casa de la cultura hoy en día lleva su nombre, se agotan sus libros, pero nadie sabe esencialmente quién fue Raúl Gómez Jattin. ¡Oh, poesía. Tan bella como un monstruo! Para mí que tuve la dicha de conocerlo y de divulgarlo cuando era silvestre, digo que tan sólo fue un hombre visceral, vital y auténtico como ninguno. Ahora me lo imagino  en las praderas del cielo en compañía de José Manuel Arango, de los poetas muertos y de  “ese blanco dios de alas doradas que le dio toda la soledad de este mundo pero que no lo dará jamás el olvido”.

 

P.-S.

Notas:

l) Triana, Mónica. Raúl Gómez Jattin (Reseña Libros) Revista Pie de Página. No. 4 de 2005. Bogotá, Col.

2) Arévalo, Antonio: Raúl Gómez Jattin, Hijo del tiempo. Entrevista. Revista Puesto de Combate No. 57, 1999. Bogotá, Col.

3) Moyano, Juan Carlos. Nueva poesía colombiana. Reseña. El Excelsior. México, 1982.

4) Revista Puesto de Combate No. 23, 19XXXX

5) Archivo Particular de Milcíades Arévalo.

6) Archivo Particular de Milcíades Arévalo.

7) Archivo Particular de Milcíades Arévalo.

8) Archivo Particular de Milcíades Arévalo.

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