1º Certamen Internacional de cuento corto Sandival
Cuentos Ganadores
LA GRIPE
por VERONICA MARIA CARUSO
Se presentó a la audición con la nariz roja y los ojos brillosos. El pañuelo de papel con el que se secaba las gotitas que le caÃan de la nariz, se habÃa convertido en un bollito diminuto.
La sala de espera estaba llena y no encontró lugar para sentarse. Con las piernas que le dolÃan como se hubiese acabado de correr una maratón, se dirigió hacia el rincón menos concurrido y se sentó en el piso con sumo cuidado. Un murmullo intermitente invadÃa el ambiente y todos tenÃan un libreto sobre la falda o en las manos. Cada tanto se cruzaba con alguna que otra mirada, no de curiosidad sino más bien de recelo. Todos contra todos, pensó, como pasaba siempre en estas ocasiones.
De repente, logró sacar a esa marea de gente de sus lucubraciones con un golpe de tos que parecÃa escapar de una caja de resonancia. Sintió los ojos de toda la sala que la miraban mitad con desprecio y mitad con algo parecido a la compasión. Se odió a ella misma y pensó cuántas veces se habÃa sentido de esa manera en situaciones semejantes.
La cabeza le estallaba de dolor y estaba abombada y al lÃmite de sus fuerzas. Si no hubiese sido porque necesitaba trabajar desesperadamente, no se hubiese presentado a esa audición por nada en el mundo.
Cuando sintió su nombre, se desesperó sobresaltada de una improvisada siesta, con las sienes que le latÃan como música de fondo y un dolor de garganta tan agudo que le impedÃa tragar la saliva.
Se encaminó hacia la puerta entreabierta en la que una mujer muy delgada y alta la esperaba fumando un cigarrillo. Entró a una sala en penumbras con una mesa rectangular en el medio iluminada por tres lámparas metálicas de las que se desprendÃa una luz enceguecedora que le hizo pensar más bien a una sala de interrogatorios. El humo era insoportable y a pesar de querer evitarlo con todas sus fuerzas, se le escapó otro ataque de tos.
Un hombre de barba le pidió que se sentara frente a ellos. De la penumbra salió un muchacho de pelo largo que se acomodó a su lado con el libreto apretado debajo del brazo. Le preguntó donde tenÃa el suyo y ella balbuceó que lo habÃa olvidado en casa. Una mano por sobre su hombro le alcanzó una copia y el tipo con la barba le pidió que lo abriera en la página 47. DebÃa leer la parte de Silvia, mientras el muchacho de aspecto rebelde serÃa evidentemente Rodrigo. Comenzó él leyendo unas pocas lÃneas y el silencio se apoderó de la sala. Le tocaba a ella. la voz que salió de la boca no le pareció la suya, sonaba nasal y grave como si alguien se hubiese apoderado de sus cuerdas vocales. Dijo unas pocas frases de corrido, él la interrumpió con un timing perfecto, atacándola como preveÃa la escena y ella le contestó defendiéndose como pudo, sus brazos crispados en un auto-abrazo para calmar el temblor febril que la agitó inesperadamente. Recitaba sin leer el guión, con seguridad. Sus inflexiones, su hastÃo, su evidente agotamiento eran perfectos, casi sublimes. Antes de pronunciar la última palabra se largó a llorar con total espontaneidad, sin dramatismos. La mujer delgada y el hombre de barba se miraron con evidente satisfacción y fue el tipo quien le dijo: -La parte es suya, señorita! Incrédula les agradeció como pudo. Se paró con dificultad y mientras buscaba a tientas la salida pensó que la parte era de la gripe, no suya. La certeza de no poder repetir la escena sin la gripe la angustió tanto que se sorprendió a sà misma rogando que no se le pasara nunca.
LA INFLUENZA REVOLUCIONARIA
por MARIO MORALES MORA
Al ver por primera vez al hombre, sintió que aquel ya no saldrÃa con vida del hospital. Cuarenta y cinco años de enfermera en el Hospital General de México no sucedÃan desapercibidos. Su ojo tenÃa una precisión sobrenatural. A esas alturas de su vida pensaba que ya le habÃa tocado bautizar con sangre a casi el cien por ciento de los mediquitos egresados de allÃ.
Nunca olvidó el rostro flaco y estragado por el dolor del hombre, aunque tampoco le escuchó quejido alguno. Sus cabellos eran largos y sedosos y aún mostraban un cierto tono rubio como bañado por ceniza. El plexo hundido bombeaba oxÃgeno con dificultad, mientras un árido silbido escapaba desde la boca desdentada.
Se instaló en una cama dispuesto a morir? solo un bolsón de mezclilla acompañaba a sus ochenta años vividos. Evidentemente no le quedaba pendiente alguna despedida. Beatriz, la vieja enfermera, se burló cÃnica de las recomendaciones terapéuticas de los médicos y pasantes del turno, y se dedicó a platicar con el anciano.
Siete dÃas después, a la inevitable hora del adiós, el hombre cumplió su palabra callando para siempre. Y Beatriz conoció verdaderamente el significado de cambiar la existencia.
Nunca pensó que aquel anciano extraño tuviera el enorme poder de transformarla. Particularmente a ella, tan poco impresionable, que todavÃa recordaba al muchachón. Ernesto Guevara, practicando la medicina, sin imaginar que después este harÃa la revolución.
El hombre fue incinerado tal como fuera su deseo, y Beatriz cumplió paso a paso, la promesa que le hiciera de trasladar sus cenizas y regarlas en el prado que hay ante la Catedral de Notre Dame en ParÃs.
Este raro deseo dejó de serlo, cuando Beatriz acudió hasta el antiguo departamento del anciano. Allà cuatro enormes habitaciones rebozaban miles de libros. En un rincón, el mandil masónico y otros accesorios rituales pendÃan del perchero. Con la llavecita de plata y siguiendo las instrucciones recibidas, abrió el gran baúl de caoba, dentro de éste, una arqueta de plata guardaba centenares de monedas de oro, y finalmente, una bolsita de piel negra derramó decenas de brillantes como lágrimas de una tierna historia de amor. Un huevo de fino cristal apareció envuelto en terciopelo guinda. la piadosa enfermera abandonó asÃ, su dura vida de sufrimientos y partió a Paris.
La helada mañana parisina propinó a Beatriz una afiebrada gripe y ella recordó que su raro patrocinador le habÃa dicho: ??lo que en Paris es gripe, en Roma es influenza??. Miró las poderosas torres de Notre Dame y comprobó que, efectivamente, abajo permanecÃan todas las estatuas de los reyes judÃos. Luego recordó que el anciano le narró que el Papa Benedicto XIV decretó una ley contra los frailes que ejercÃan la medicina y les prohibió curar a los enfermos de influenza pues los astrólogos y magos decÃan que, ésta, resultaba de la posición de planetas y constelaciones astronómicas.
??Nos persiguió a masones, astrólogos y magos, pero fue porque les tenÃa pánico a los extraños hombres llamados revolucionarios?? le musitó el moribundo y le dijo emocionado que Benedicto era amigo Ãntimo del genial Voltaire? después le confió que él guardaba las cartas que el Papa le habÃa enviado a Voltaire ??no imaginas el gigantesco plan de esos conspiradores: toda la influenza revolucionaria para crear un nuevo mundo??.
Beatriz esparció lentamente las cenizas de su anciano benefactor sintiendo gran satisfacción al hacerlo. Caminó unos metros y llegó hasta el rÃo Sena que corrÃa acelerado? el frÃo huevo de cristal se cobijó un rato en su mano, luego lo arrojó al fondo del rÃo. Quedó cumplida su misión y se percató que ya no tenÃa necesidad de regresar al Hospital ni aguardar a que le pagaran la próxima quincena.
No supo qué hacer. Extrañó al personaje y aumentó su incomprensión sobre las enigmáticas razones de un hombre, rico e inteligente, que fuera a morir al Hospital General.
Desde la lejana barcaza el rumor musical trajo el espÃritu de Edith Piaf, y Beatriz sufrió intensamente por no entender el francés.
LA GRIPE
por GRACIELA SILVIA POVEDA
La sala de espera estaba atestada de pacientes. Miró a su alrededor, buscando un lugar donde ubicarse, descubrió un asiento al lado de una mujer que parecÃa un poco abstraÃda, y se sentó a su lado. La observó de reojo, ella contemplaba, casi como mera alternativa, una lámina colgada en la pared, exhibiendo un colorido y raro dibujo, con un epÃgrafe que indicaba: “Virus de la influenza”. Aunque la garganta le dolÃa terriblemente, de todos modos, procuró entablar un diálogo. Al principio ella se mostró algo displicente, pero sucumbió, cuando refiriéndose a la ilustración, bromeó, buscando interesarla: - Será un Pettoruti?
-No- le respondió ocurrente- más bien parece una acuarela de Xul Solar.
Le gusta el arte, algo a mi favor, dedujo él. Acaso agosto estaba abandonando su gélida presencia para proponerle una cálida compañia. Sus pensamientos lo hicieron suspirar profundamente. A la sazón, comenzó a estornudar sin conseguir detenerse. Revisó infructuosamente todos los bolsillos? ella adivinando su intención, le ofreció un pañuelo desechable.
Se dejaron seducir por aquella figura que exaltaba su imaginación. De pronto se encontraron ascendiendo por lÃneas que partÃan de una suerte de óvalo y se entrecruzaban con otras. Transformaron a su antojo la morfologÃa, las texturas y los matices. Después, él, cansado de trajinar, comenzó a sentir dolores musculares, y aunque la explosión de colores aumentaba su cefalea, hacia tiempo que no se sentÃa tan a gusto hablando con alguien. Conversaron aproximadamente durante una hora, y cuando habÃan acordado que el dibujo era vanguardista, le correspondió el turno a ella. Entonces él se animó a sugerirle si era posible que intercambiaran números telefónicos, sin ningún compromiso. tal vez algún dÃa podrÃan visitar juntos alguna galerÃa de arte. la mujer dudó un poco, sonrió serenamente y sin responder entró al consultorio.
Se concentró en la lámina, ni óleo ni acuarela, reconsideró desilusionado.
Veinte minutos más tarde, antes de marcharse, ella se despidió: - fue un placer conocerte, te regalo la caja de pañuelos desechables, ya no los necesito - y partió, dejándolo a la deriva con su salud naufragando amarrada a un madero y su alma anciada a una isla desierta.
Nuevamente se concentró en la lámina, Evidentemente esa ilustración sólo podÃa corresponder a un implacable virus y la única mutación posible era a otra forma viral. Él, evidentemente, carecÃa de inmunidad para el virus y para la ilusión repentina.
Luego de una interminable espera ingresó finalmente al consultorio. Diagnóstico: gripe. El médico le indicó: reposo absoluto, al menos durante cinco dÃas; antitérmicos, beber abundante agua, y paciencia.
De regreso, en su departamento, se hundió en la cama. la soledad se acrecienta cuando estamos enfermos o ... la enfermedad se acrecienta cuando estamos solos?.
EstarÃa delirando? SentÃa escalofrÃos. Miró el termómetro: 39,5ºC.
“Quebrantamiento del estado general”, nunca más claro habÃa sido el médico. Al segundo dÃa, ya habÃa visto una docena de pelÃculas por televisión, y el estado gripal se confundÃa con la angustia que sentÃa al pensar que no verÃa más a aquella mujer con la que parecÃan tener en común algo más que una afección pasajera. Maldita gripe, murmuró,
Se incorporó decidido a ordenar la habitación. Luego irÃa a la cocina, prepararÃa un jugo de frutas y tomarÃa el analgésico. Colocó en la bandeja de cama los vasos acumulados, un plato sopero vacÃo, los pañuelos todavÃa húmedos y arrastró el desamparo de su corazón maltrecho.
Tomó la caja de pañuelos, ya vacÃa, y la tiró en el cesto. La caja cayó del reverso. A travéz del lagrimeo de sus ojos, provocado por la congestión conjuntival, un número de teléfono le arrancó una sonrisa, en medio de la bendita gripe.
puede consultarse la pagina http://www.bouzensa.com.ar/cuentosganadores.htm