Jacinta Oscar Roque
Se oyen tres disparos, o cinco, o varios. Ya es costumbre
oÃr los tiros. Se ha hecho cotidiano acá en el barrio y cuando no son los muchachos con sus fuegos artificiales; que en estos tiempos están de moda con eso de los bin laden, que explotan haciendo un ruido extra fuerte, son los policÃas que junto a los malandros, tienden en hacer batallas campales, en las cuales siempre mueren personas que quedan tendidas en el piso, mirando hacia el cielo con un orificio de bala.
Otras son los mismos malandros, que entre ellos, practican el deporte de dispararse mutuamente por motivos diversos; por el control de alguna banda, por el tráfico de drogas, por los ajustes de cuentas, por delación, por borrachos y locos. Siempre hay muertos y casi siempre son los
inocentes los que fallecen, que mueren recibiendo las cuotas de plomo que caen como lluvias todos los dÃas, en estos barrios de muerte.
Las vÃctimas; los niños que en sus juegos se ven de pronto en medio de las batallas... Los jóvenes que dejando la pubertad, con sus anhelos y esperanzas de cambio, y ganas de surgir, sus vidas son cegadas por las balas que pululan por las calles, estas personas inocentes son las predilectas de los plomos que parecen atraerlas como un imán.
El barrio arde por las noches, los habitantes después
de la seis de la tarde, trancan sus puertas y se esconden detrás de ellas, esperando que las balas no traspasen las paredes y logren enviar a otro mundo a alguno de sus moradores, a veces tienen que dormir en el piso, para evitar ser tocado por alguna bala loca....
De dÃa algo de paz, los malandros descansan, duermen sus
borracheras, descansan sus conciencias, descansan sus fechorÃas. Los habitantes respiran tranquilos en esas horas de quietud.
Los azotes descansan...............
Los hombres bajan y suben las escalas. Las largas escalas
de éstos cerros que parecen venir del cielo por lo altas y bajar hasta el infierno, en donde esta la ciudad.
AllÃ, en esas escalas acechan los fines de semana, a los
trabajadores que vienen con sus mercados, con el dinero de la semana productos de sus trabajos. Un peaje que cobran a los habitantes del sector, y si se niegan pueden ser apuñalados y saqueadas sus pertenencias. O más drástico lo dejan tendido en las escalas con un agujero en la frente, o una raja en el
costado.
Las jóvenes tienen que ser escoltadas, y si se les hace
tarde, tiene que quedarse en la ciudad o en sus trabajos o en casa del algún familiar o amigos, ya que si se aventuran en regresar a sus casas pueden ser violadas en esas escalas. Las escalas del cielo y del infierno.
Las pequeñas casas sufren el castigo del tiempo, las
lluvias socavan sus cimientos, la tierra tiende a desbarrancarse, y en invierno muchas veces se producen aludes llevándose a su paso casas y veredas enteras.
Algunas casas se agrietan y tienen que ser desalojadas, so pena de morir las personas tapiadas.
Las enfermedades pululan como abejas. Las moscas, los
mosquitos, el dengue, la sÃfilis, las drogas, la tuberculosis, el paludismo, el alcohol, y ahora la fiebre amarilla, que vuelve por la mala administración de gobiernos demagógicos.
Hay niños panzones jugando en las calles, cerca de las
escalas, con sus piececitos descalzos, los padres trabajan, y a veces los cuidan sus hermanos un año mayor, o alguna anciana que no puede cuidarse ella misma, o alguna amiga, que no se da abasto en cuidar a los suyos,o, alguna comadre, que los deja hacer mientras ella habla y
habla, cotorrea y cotorrea entre las casas del barrio. Estos niños se crÃan en la calle, llena de miseria y enfermedades.
Hay pocas escuelas o ninguna, carecen de canchas deportivas, y a veces no existen ni las maestras que puedan dirigir alguna. Y las que hay, son mal pagas, con un salario paupérrimo, y viven alarmadas y con miedo. Miedo de ser atracadas, de ser violadas, miedo a la guerra entre las bandas, al asalto, a la muerte. A veces
las pocas escuelas que hay son saqueadas, destrozados los pizarrones y pupitres y se llevan las pocas cosas que puedan vender o canjear por droga.
La incertidumbre de vivir una vida miserable, llena de
desesperanza a las personas que carecen de una manera digna de vivir.
Oscar vive en el barrio, después de sudarse unas doscientas
escalas, va a su casa, un rancho de cinc. Viene de su escuela, todos los dÃas sube y baja, sin cesar tratando de mejorar con su estudio su vida. Vive cerca de las escalas, allà se forma una pequeña vereda, con calles de tierra y un cableado enmarañado entre los postes de bambú.
Hoy viene de su trabajo, ya trabaja en un banco, atiende a
las personas y cuenta dinero. Dinero que pasa por sus manos todos los dÃas y que todos los dÃas quedan vacÃas. Ha logrado llegar a los veinte años, su madre lo crió alejándolo de vicios y de malas compañÃas. Lo crió a fuerza de trabajo; a fuerza de planchar y lavar
en casas ajenas, lo crió con el empeño de querer alejarlo de la pobreza de su diario vivir. Lo escondió de los malandros, lo llevo consigo a sus trabajos, y lo dejaba esperando en la salida. LeÃan juntos, estudiaban juntos, ella aprendió a sumar para enseñarle, aprendió a leer, aprendió que debÃa tenerle cerca y vigilarlo y apretarle las tuercas, cada vez que él trataba de escarrilarse y luchar para que el no se fuera a diluir en ese mundo donde es fácil de perderse y asà lo cuid’s hasta que creció, simpre pendiente.
Su padre los abandonó, después de verse sumergido en
deudas, de vivir sin trabajo y con un niño llorón, que pedÃa a cada instante, leche, comida, que comenzaba a crecer y necesitaba de ropa, alimentos, medicinas. Se fue, huyó. Un dÃa se lleno de alcohol y de cobardÃa. Golpeó a Jacinta que asà se llamaba la madre y desapareció, se fue del barrio. Las malas lenguas cuentan que se fue con una mujer más joven, que vivÃa cerca, y que andaba
pelándole los dientes. El muy "hembrero" le daba vuelas de vez en cuando hasta que se la llevó.
Asà que Jacinta, dedicó su amor y el trabajo a su hijo lográndolo sacar.
Las mujeres en estos lares son hombres, padres y madres,
son responsables, aman mucho a sus hijos y cuando quieren pueden.
Roque GarcÃa, le decÃan el yoni. Se crió en la calle, desde
casi un bebe estuvo gateando entre las escalas, en la tierra y entre su casa de tablas y techo de cinc. Su madre vivÃa ocupada en mantener a su marido y en criar a sus cuatro hermanos. Trabajaba de noche en un bar y llegaba muy temprano por las mañanas y casi siempre con algunas copas de más.
Roque parecÃa vivir del aire, solo y sin cariño, a los siete años empezó a fumar, a los once, se metÃa sus pericos y empezaba a cantarle la zona a los malandros que cometÃan sus fechorÃas entre las escalas, que robaban a los vecinos y de la policÃa, cuando se dignaban en subir alguna vez. A los doce se emancipo, tenÃa su propio
juguete, un revolver treinta y ocho que consiguió en las escalas, era de un fulano que trató de defenderse una vez de un asalto y quedó muerto, tirado en esas escalas frÃas.
A los trece años ya tenÃa su primer muerto, A los catorce
ya era todo un señor, tenÃa su propia banda; asaltaba a las busetas, cerca del terminal, asaltaban y robaban las bodegas del barrio, a las bombas de gasolina se convirtió en todo un azote.
Ya tenÃa varios muertos era respetado por sus compañeros y
solicitado en la policÃa. Un dÃa en una repartición de botÃn resultado de un gran robo que hicieron en la ciudad, quedó mal herido y tuvieron que amputarle una pierna que casi se le gangrenaba. Ahora le decÃan, Yoni el mocho azote del barrio.
Ahora tenÃa sus batallas propias, en las veredas, en las
escalas. Las batallas eran por el derecho a ser el mejor, el más malo, peleaba con otras bandas, y por las noches,la diversión, las rumbas, los tragos, y las mujeres.
Un dÃa fue acorralado por la policÃa. Un pitazo dicen. Se
batió con ellos y resultó muerto de varios disparos, un par de balas se le alojaron en su cuerpo, segando asà su afán de aventuras.
Dejó a una niña de meses, niña que nació de la unión de sus
amores, una jovencita de unos catorce años que vivÃa en la parte dearriba donde terminaban las escalas