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PAYASITO

Alex Espinal

HONDURAS



Hace tiempo que desapareciste, sabrá Dios qué rumbo tomaste. Diría que trotaste rápido hacia donde jamás debiste dirigirte, pero no te culpo, eras digno de las mejores atenciones.
¿Qué pasó? ¿Qué motivos hirieron tu dulce actitud como para perderte en la inmensa bruma de tu sentimiento? Sabes, creo que te marchaste resentido; pero fuiste prudente, jamás te mostraste inconforme, partiste sin dejar una sola huella de tus coqueterías, locuras y escasos momentos de tristeza.          
Ah, pero de todo eso ¡quién podría negar tus constantes fugas con una que otra hembra a lo largo del extenso corrienton!, bien hacia arriba del río grande, o te internabas en las espesas breñas de los encuentros. Supongo que aquella agitación de orejas, mientras contemplabas la soga que te haría regresar al pie del jícaro, era un ¡no quiero! Resoplabas y recargabas tu mediano cuerpo hacia atrás mientras sentías los incesantes pinchazos y rayones de las zarzas, chichicastes y michiguistes.
Otras veces, payasito, desaparecías; pero a la hora menos pensada, regresabas a casa, experto para hacer sentir tu presencia. Con un intenso rebuzno bastaba, pero eso sucedía cuando andabas de buenas, o había guate u otra cosa que comer en el solar de la casa. Te sabías las tuyas y las ajenas... ¿Recuerdas cuando, a tu regreso, los perros te perseguían por todas partes? Ah, pero también eras agudo con tus patas: no había can que te mordiera, tenías mucha picardía para esquivar sus filosos dientes
Las noches se tornaban interminables cuando decidías aguardar el amanecer en el solar. Al irse todos a la cama, empezabas a retozar, provocabas a los demás animales del corral y comenzaba aquel alboroto que espantaba también el sueño de los vecinos. Así, se revolvían las gallinas sobre el nacascolo, los cerdos en el chiquero, los perros ladraban incesantemente. Pero tú, sin detenimiento, pateabas latas viejas; con tus fuertes mandíbulas, quebrabas la gruesa corteza de los jícaros que caían del árbol y así, una serie de travesuras que es difícil de olvidar porque hoy esos recuerdos resuenan en mi mente como una cinta que se repite una y otra vez.
Samuel te recuerda siempre, se pregunta asimismo ¿qué le habrá pasado a payasito? Un día de tantos, te largaste sin despedirte, ni siquiera un último rebuzno o un correteo en el patio del viejo caserón. Dicen por ahí que te llevaron hurtado para Nicaragua; otros suponen que caminaste, trotaste y corriste río abajo sin detén. Yo pienso que todavía andas confundido entre esa manada de amigos y amigas que hiciste en tus constantes ausencias. Te dejaste crecer el pelaje de la cola y la crin, así difícilmente te reconocería, pero lo extraño es que no se te ve ni por el lucerito que llevas en la frente.
Pícaro, sí que eras pícaro. ¿Recuerdas también cuando, a las nueve de la noche, nos dirigíamos a la vela de Leonso en Sabanalarga? Al ir cuesta abajo en el barreteado, medio me descuidé, inclinaste el cuello, me tiraste de bruces y solamente logré asirme de tus orejas. Ah, ¿y la vez que arrancaste en veloz carrera y me dejaste colgado de unas ramas?
Hablando de pelaje, mi viejo aun te espera para hacerte las escaleritas en la crin y en la cola para que no te pierdas; pero, por lo que veo, se quedó en un sueño profundo porque ya hacen más de 8 años que te extraviaste y no apareces por ninguna parte... Donde quiera que estés, solo quiero decirte que eres el PAYASITO de mi viejo; te portaste colaborador cuando tenías que llevar leña a la casa.

PAYASITO se ganó el cariño de sus amos y el mote por la intensidad con que pasó sus días en nuestra casa, a la vera del río Grande o Choluteca; era un ejemplar de estatura media, el último hijo de una burra que procreó nueve asnos galanes y fortachones. 

Este artículo tiene © del autor.

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