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COCHERO
Por Luís Adrián Betancourt.


MACHO
A mi madre le encantaba el café. Vivía pendiente de que no le faltara, primero
dejaba de comer. Cuando le quedaba poco me llamaba para el encargo:
-Oye Macho, vete pronto a la casa de Manuel y cómprale dos libras de
Caracolillo.
Ese Manuel vivía en Valle 21, casi esquina a San Francisco. Vendía un café
aromático, acabado de tostar. Todavía hoy tengo el espíritu de esos granos
metidos en la nariz. Todavía oigo los ruidos de mi madre al molerlos.
Ella sujetaba la cajita entre sus piernas y daba vueltas y vueltas al molinito; y
el polvo a caer y caer, y ella a cantar y cantar, con una voz tan suave. Cantaba
para entretenerse. La música era otro vicio suyo, por eso llegamos a tener una
vitrola en la finca. Se sabía la mar de canciones:
Dicen que Murga se ha muerto,
yo digo que no, que no...
La letra contaba que el tal Murga merodeaba por las ciudades, y asi fue
juntando la fama que dio pie al canto con el que mi madre alegraba la faena.
Cuando venía a ver, el polvo llegaba al tope de la cajita, y si la agarraba
entretenida se le derramaba encima. Mi padre se reía de que ella le echara la
culpa al molino. Con el tiempo le compró uno nuevo. Mi padre lo colgó en la
pared y dijo:
-Este sí es un molino.
-Que ojalá y nunca le falte el grano-respondió mi madre.
Y no estaba de más su deseo, porque rachas tuvimos buenas y malas; y a falta
de café tomábamos cocimiento de naranja agria. Con eso se conformaba mi
madre, pero no le daba por cantar.
Era bonito ese molino, galvanizado, pintadito de verde. Colgado en la pared
parecía un adorno.
Mi madre se llamaba Juana Hernández, era natural de Las Palmas, Islas
Canarias, y llegó a Cuba cuando tenía doce años. Aquí tuvo la suerte de
enamorarse de un hombre tan bueno como mi padre, compatriota suyo que
había venido por el 1800, con catorce años pero ya preparado para la vida.
Mi padre se llamaba Ramón Fernández, era de San Román de la Llanilla,
Santander. Todo el mundo le llamaba el Montañés, así firmaba sus papeles y
así le gustaba que le nombraran.
Es caprichoso el destino, porque siendo los dos españoles de cuna, vinieron a
encontrarse a este lado del mar, en el barrio habanero El Vedado, que él
conocía cuadra por cuadra. Primero por haber manejado los tranvías de a
caballo, y luego como chofer de las guaguas La Unión, propiedad de don Pedro
Antonio Estanillo, en la ruta Vedado-Habana. Mi madre montaba esa misma
ruta para ir a su trabajo, que era la casa de una señora francesa muy
adinerada.
Por esos días de lo que más se hablaba era de la guerra. Se decía que por su
culpa la miseria y el hambre acababa con la gente. Lo peor era que nadie sabía
ni cómo iba a terminar aquella tragedia. Los españoles que por sus cojones, los
cubanos que por los suyos, y todos a padecer.
Ya mi padre sabía lo que era pasar trabajo y no se asustó. Lo sabía de cuando
llegó a La Habana sin dinero, sin una buena recomendación, lo que se dice con
una mano atrás y otra alante.
Pasó cincuenta dias enfermo, sin medicina, y luego quince dias más buscando
colocación, sufriendo calamidades y desprecios, hasta que se encontró con uno
de Barcenilla que se lo llevó a trabajar a su fábrica de gaseosa cuando no había
cumplido los quince. El estaba curado de espanto, pero la guerra metía miedo.
La familia francesa a la que servía mi madre se asustó al saber que los
mambises cogían fuerza, que los españoles ya no podían con aquello y que los
americanos querían pescar en río revuelto.
?La guerra? Decir Martí, Maceo, era mala palabra en aquella casa. Le tenían
terror sobre todo a los negros, que si eran medio salvajes, que si venían en
cueros montando las bestias al pelo, que si eran vengativos, que no dejarían
“títeres con cabeza”.
Ni los españoles se amedrentaron tanto como aquellos franceses que de solo
mencionarles la guerra caían en una tremenda pasión de ánimo.
Como mi madre los había servido bien, quisieron hacer algo por ella antes de
regresar a su país. No es por desdorar el gesto, pero a la francesa le sobraba
dinero para hacer caridad. Tenía de todo.Su marido era dueño de varias
joyerías, una de ellas muy nombrada, en la calle de Obispo. Así que un dia la
llamó y le dijo:
-Mira, Juana, nosotros regresamos a Francia, que con un Haití ya tuvimos
bastante; pero le hemos tomado aprecio y no queremos dejarla desprovista.
Dígale a Ramón que le vendo una media manzana de terreno en doscientos
pesos. Ahora apenas vale para nada, pero mañana le van a ofrecer muchísimo
dinero por ese lugar. Es una inversión segura, porque La Habana viene
creciendo en esa dirección, y cuando pase la guerra, el que sea dueño de esa
esquina se hace rico.
Pero mi madre desconfió. Si los franceses vendían ese pedazo del Vedado, era
porque no podían llevárselo a París, porque todo lo demás lo estaban metiendo
en baúles.
Si no llega a ser por la guerra, ellos se mueren aquí de viejos, porque sol como
el de La Habana no iban a encontrarlo en ninguna parte.
Mi padre perdió esa buena ocasión de levantar cabeza. Le dio de lado a aquella
esquina baracutey y lo que hizo fue meterse en el negocio de los coches, que de
riendas sí sabía, por haber manejado tranvías y guaguas haladas por mulas.
No le critico la decisión que tomó.?Quién iba a adivinar que el Vedado llegaría
hasta donde llegó? El solar que los franceses le metieron por los ojos a mis
padres estaba en Línea y 12, cuando aquello era pura manígua. Y no es
exagerar que en la esquina de 11 y C había cuando aquello un ingenio
!moliendo cañas en el medio del Vedado!
El mejor reglo que esos franceses le hicieron a mis padres fue el de ponerse a
vivir en la ruta del tranvía y propiciar que se encontraran, se enamoraran y
llegaran a casarse en 1894.
En el año de Baire tuvieron el primer hijo, Pascasio; en el 97, el segundo,
Gerónimo, que nació en San Román de la Llanilla cuando mi padre viajó a
España a capear la tempestad. Y yo fui el tercero.
A las nueve de la noche del 19 de septiembre de 1899 nací, habanero de sangre
canaria y montañesa; todo eso a mucha honra.
Nací en la calle Buenos aires número 6, esquina a San Francisco de Paula. Me
recibió en este mundo María Regla Moliné, partera de buena mano, graduada
con alta calificación y amiga de la familia. Otra mulata vecina me puso el
sobrenombre de Macho. Me bautizó un matrimonio de Santander, Modesto y
Donata, que no tenían hijos y les sobraba el tiempo para los ajenos.
El primer establo de coches lo tuvo mi padre en el 1905. Por ahí andaba
todavía un cuño gomígrafo de Carrillo número 3, que era su dirección cuando
el barrio estaba lleno de marabuzales y potreros.
Carrillo es la calle Omoa, en la quinta Dependiente. Esa finca era tan grande,
que abarcaba desde Agua Dulce hasta Alejandro Ramos. Como la quinta se
estaba ensanchando, compraron la finca El Conde y fabricaron en sus terrenos
el pabellón Gómez y otro para los locos.
Cuando echaron las cercas para lindar sus nuevas propiedades, la calle
Carrillo quedó dentro del hospital. La dejaron conforme estaba, no fuera a ser
que el gobierno les reclamara .
Si sucedía eso, no había más que derrumbar los muros nuevos. A calle volvía a
ser calle y a salir a Agua Dulce como si nada. Pero nadie protestó, o sería que
los dueños de la quinta soltaron dinero para que no pasara nada. El caso fue
que la Dependiente se tragó esa calle.
El dueño anterior de esos terrenos fue un señor de sangre azul, un conde que
murió loco. El recuerdo que guardo de él es un susto. En su propiedad había
matas de pitaya, esa fruta rosada muy dulce, de muchas semillas. Los niños
siempre sabíamos dónde estaban las pitayas más dulces y maduras; y no
importaba si había lomas o cercas o ríos de por medio, siempre sabíamos llegar
(...)

Si les ha gustado este fragmento, pueden solicitar el texto completo
escribiendo al autor:Luís Adrián Betancourt

Este artículo tiene © del autor.

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