Mientras espero la llegada del tren, parado sobre el andén de la estación del subte, leo un cartel que dice: "Sin clientes, no hay prostitución infantil".
Pide que llamemos a un número telefónico gratuito para denunciar el delito.
Recuerdo una noticia sobre abuso de menores en Bélgica (Marc Dutroux) que comenté en otro escrito (Expuestos y esperando).
En aquel caso se sospechó la existencia de una red de abuso sexual de menores dentro de las más altas esferas sociales.
Pensando en esto revivo las imágenes terribles del film "8 MilÃmetros", con Nicolas Cage.
También allà se alude a las clases altas como principales consumidores de ese mercado macabro.
No es extraño sospechar que ante una situación tan delicada y popularmente condenada como es la utilización de menores para fines pornográficos o comercio sexual, las cosas se facilitan si uno posee el dinero suficiente que le asegure un silencio cómplice a ultranza.
Indudablemente, el llamado "cliente de la prostitución infantil", en tanto ésta sea en él una actividad frecuente, tiene que ser una persona de clase adinerada de tal manera que su identidad quede preservada del desprecio social gracias al anonimato que le brinda su aporte monetario.
Esto no es factible, salvo eventualmente, en las clases bajas dado que no pueden pagar el precio que les asegure las reservas del caso.
AsÃ, tenemos entonces que el abuso sexual de menores mediante la contratación de sus servicios podrÃa ser privativo de las clases altas; en tanto que, efectuado por las clases bajas, serÃa más frecuente en su modalidad de violación.
Como fuera, parece que las niñas y los niños de este mundo son vÃctimas que no tienen quién pueda defenderlos efectivamente de los pervertidos gustos de algunos de sus mayores.
Sin duda, será cierto también que, y me duele pensar la terrible impunidad que implica y lo irresoluble del problema, verán con mayor frecuencia encarcelado a un pobre abusador que a un rico que paga a una organización cuya misión fundamental es, siempre, protegerlo con el anonimato.