Portada del sitio > LITERATURA > Cuentos > CUANDO LLEGUEN LOS DUENDES
{id_article} Imprimir este artculo Enviar este artculo a un amigo

CUANDO LLEGUEN LOS DUENDES

Adrián N. Escudero

ARGENTINA



CUANDO LLEGUEN LOS DUENDES

En el día de mi cumpleaños (55), hoy 12 de enero de 2006, a mis adorables y eternos abuelos, in memoriam...

Luigi abrió los ojos y un cielo negro y brillante le mostró el camino. Memo, parecía dormitar.

Los prados artificiales de las afueras de la colonia modular, le ofrecían el mejor de los escondrijos para soñar -como los otros niños- con la mañana, y con aquella estrella que no titilaba, allá, muy lejos de sus pupilas celestes...

La Colonia

La quietud de la noche mostró a las dos lunas reflejadas en el cristal que acampanaba el valle de los hombres, protegiéndolos del frío de ese silencio oscuro que comenzara a envolverlos...

Las lunas, oblongas y blancas, presidían el rutinario velar de la colonia, entibiando su hondonada con tímidos reflejos.

Era la noche sobre las colinas azules, y el pozo ébano de la llanura viviente, circuido por ellas, dormía sus sueños de conquista a la espera de imposibles regresos...

Dormían los hombres. Y las mujeres. Y las máquinas casi humanas que convivían con ellos.

Dormían los hombres y las mujeres y las máquinas, pero los niños no; excepto uno.

Los niños estaban despiertos; excepto uno, esperando el día...

No había ruidos en aquel lugar. Ningún ruido. Sólo la acompasada respiración de Memo enrollado en una gruesa manta, y el sonido acezante que las ideas de Luigi dejaban escapar en trémulos suspiros.

Los ojos del niño se entrecerraron al desviar la mirada. A un kilómetro estaba su hogar: en aquella caja blanca y plástica que lo viera nacer...

Supo que amaba a su ciudad, y a su gente joven, tan particular. Todo estaba claro para sus diez años. Sin embargo, aquella noticia lo había trastornado. A él y a los demás niños.

Un poco más a él, porque había sido el primero en enterarse. Su padre trabajaba en el Centro de Datos de la Colonia. Era el hombre mejor informado de la ciudad y formaba parte, además, del Consejo Gobernante.

Luigi confiaba y creía en su padre como cualquier niño puede y debe confiar en el suyo. Por eso se había mantenido sereno. Junto a ellos vendría un cúmulo de promesas novedosas, de ternuras insospechadas, de vivencias jamás soñadas...

Pero se trataba de algo extraño. Nunca visto.

Más allá estaba Memo, su amigo. Memo tenía su misma edad pero semejaba un adulto. Tenía una inteligencia especial para captar ciertas cosas.

Cuando le confiara el secreto, sólo había atinado a levantar sus cejas oscuras, a frotar sus enormes orejas, y a tomarlo del cuello invitándolo a partir, lejos de la ciudad, sobre el borde la muralla, después que el sol se hubiera consumido en púrpuras rodajas de luz.

Y allí estaban. Memo dormido. Y él, como los demás pero en sus cubículos familiares, con las mismas dudas acerca de ellos y su porqué...

Durante el camino habían dejado una esquela secreta elaborada por Memo que, sin duda, tenía por misión dar aviso a los demás niños sobre lo que al día siguiente sucedería cuando bajara el cohete. La habían dejado en casa de Marti, pues Marti era Jefe de Correos de Infantes; y, su aparato transmisor, pegaría la noticia en las orejas de todos los chicos que el Valle Azul ocultara.

Sin embargo, ni siquiera eso. Luigi ni siquiera había podido leerla. Memo se comportaba de modo singular con él, y parecía mezquinarle a sabiendas sus sabrosas conclusiones, o, tal vez, por considerarlo su mejor amigo, le había llevado a ese sitio para ser los primeros en presenciar su arribo. O para explicarle. Sí, para explicarle en forma serena y al detalle, algo que sólo él podía conocer. No en vano había nacido en aquella minúscula esfera sin brillo propio que, los grandes, llamaban La Tierra...

Memo, en verdad, un niño parco, de miradas profundas y hablar meditado, había sabido granjearse una inusual popularidad entre los chicos marcianos, a quienes respetaba con gran sentido de hermandad. El grupo que casi completara a los diez mil colonos que la Tierra planificara donar al Planeta Rojo para su desarrollo, lo había desembarcado hacía sólo cuatro meses. El último cargamento era el único que había contado con niños a bordo. Sólo ellos habían quedado atrás todavía. Y eran como mil...

Claro que, ahora, con los informes y pedidos, los estudios sico-sociológicos y todo eso, los colonos lo habían logrado. Habían logrado ser escuchados. Y comprendidos...

¡Ellos también podrían venir!

Pero Luigi nada imaginaba. O imaginaba todo. Por eso tendría que esperar. Armarse de paciencia y rogar que su amigo despertara de ese sueño absurdo en que se había sumido después de sollozar largamente...

Los ojos de Luigi volvieron a posarse en la inmensidad que los cobijaba. Y no era la primera vez que lo hacían con tanto interés.

En realidad, uno de los placeres que los niños humanos nacidos en Marte aprendían a gustar desde pequeños, era de esa mística contemplación, pretérita vivencia enraizada con frescos recuerdos por constituirse en reflejo de la sangre.

Es que los hombres y mujeres que poblaban la colonia, no podían negar fácilmente el ayer aunque se lo hubieran propuesto. Habían dejado tras de sí cosas importantes en el largo camino hacia su nuevo hogar.

Algunos habían venido porque así lo decidieran. Otros, en cambio, eran sólo fruto de la resignación, vuelta rutina por las reglas del Gran Sistema que dominaba la geopolítica terrestre y sus planes de expansión sideral.

El Gran Sistema atendía a todos, y, a cada uno, les había asignado un lugar donde ser útil a las políticas del Estado Confederal. Por ejemplo, los padres de Luigi, expertos en alta cibernética, fueron enviados con su barca de proyectos a las entrañas mismas del Gigante: es que el impulso de un viento extraño los había llevado a tratar de comprender y dirigir parte de los complicados mecanismos de sus calculadoras. ¡Eran verdaderos cerebros programadores! Y la aventura de Marte no podía dejarse librada al azar.

Los más hábiles e inteligentes, convencidos o no, prepararían el camino y montarían sus bases hasta que el tiempo terminara solidificándolas. Después, una legión anodina de congéneres sería lanzada a la abierta espesura para poseerla en su totalidad...

Y Luigi había nacido allí. En Marte. Como los demás niños, a excepción de Memo y algunos otros.

Y era indudable que, entre ellos, había diferencias. El cerebro, órgano productor y receptor de sensaciones, formador del buen sentido y de la lógica, estaba prisionero. Prisionero de su propia lógica. Y la atmósfera, enrarecida por esa falta de distinción entre las apetencias necesarias y perdurables y los reflejos anémicos del estado síquico de apatía general, era permanentemente jaqueada por las fuerzas de la Naturaleza.

Ésta, humanizándolos por momentos de su cuasi mecánica forma de comportamiento -a través de los combates entre el espíritu enfermo y las ondas evocativas de sus progenitores-, intentaba recuperar la plenitud de sus miembros volitivos en núcleos familiares de formación. Y sus estrellas, eran perspicaces ondinas del Ancestro, buscándolos...

Así, Luigi espiaba los secretos del cosmos cuando, de pronto, unas flechas de luz rasgaron su velo, perdiéndose como granos de maíz esparcidos en el firmamento por un ignoto campesino de las galaxias...

¡Estrellas fugaces!

Luigi formuló tres deseos. No sabía muy bien porqué lo hacía, pero era algo que también había aprendido de sus padres. Estos decían que, cuando sucediera, era la oportunidad de cargar los mejores anhelos en la cola del cometa, quien los llevaría hasta Dios sin interferencias...

Pidió entonces por mamá y papá, por los demás chicos y porque aquello que iba a pasar fuera algo hermoso, tal como lo presentía o deseaba al menos... Sin error ni daño alguno. Con las esperanzas del Pueblo Modular acrecentadas, pues, ¡al fin se vería a los grandes sonreír!

... Por eso los niños esperaban en esta noche. Sin embargo, los hombres y mujeres, que no habían podido dormir en otras veladas, también lo hacían. Sólo que, ahora, ya seguros, convencidos de que el cohete llegaría hasta el valle, se habían entregado al profundo reposo de una larga espera...

Añoranzas

Luigi sintió frío.

Poco a poco el sereno de las tinieblas fue empañando la cubierta de la traslúcida cúpula ambiental... Poco a poco las estrellas se fueron borrando del mapa estelar, mientras Fobos y Deimos se transfiguraban desteñidos por el rocío helado que plantaba cristales en el sombrero opaco de la ciudad...

Luigi meditaba sobre el cohete y lo veía abanicarse con seguro desdén. Veía su torva figura corporizarse y descender en el valle, como un poderoso alfil de colores grises. Veía desplegar sus alas de fuego, entreabrir sus compuertas y lanzar afuera una imprevisible marejada de seres bípedos distintos, en ritual columna de bagajes aún más desconcertantes...

Y se veía mirar a sus espaldas.

¡Todos estarían allí! Como él. Mirando y apuntando. Formando una espaciosa ronda de ojos y de dedos que descubrirían y señalarían nombres, gritarían reencuentros o se hundirían en la más penosa de las decepciones porque, muchos, no habrían podido venir...

Entonces, un sol débil y huraño, lejano amigo en la distancia, desayunaría su temprana avidez con los copos nativos y taciturnos que acudían, de noche en noche, a visitar la colonia, llegando desde su oculta morada en las colinas marcianas, sin que los hombres dieran cuenta de su real existencia...

Por lo demás, el cohete amartizaría cerca del muro; a unos cien metros del improvisado refugio que los niños habían construido para hacer contacto. Y las puertas del muro estarían al acecho, atentas al cohete y a sus asombrados tripulantes...

Luigi dejó de pensar.

El silencio marciano le pertenecía. No obstante, sintió algo especial. Un primitivo escalofrío le arredró el alma, y lo dejó solo.

--- ¡Memo! -gritó.

Pero Memo seguía tieso, obstinado, en el mismo sitio, como un monje tibetano oculto bajo las frazadas, metido quién sabe en qué mundo inexplorado de su ensoñación.

O no estaba.

Un parpadeo... y ¡clac!, se había prendido a la cola de la estrella que por allí pasara, y estaba ahora sumergido en la flamígera estela de ese carrusel universal. Palpando sus pies y viéndolos encendidos, rojos y veloces...

--- ¡Memo! ¡Despierta, por favor! -insistió asustado.

Unas brumas heladas se derramaban como espuma sobre el casco desnudo de la ciudad, y sus luces vivas eran como llamaradas de gas preparando café, huellas color de limón anaranjado, espasmos de brillos enturbiados por la mansa neblina exterior que no dejaba de fluir...

Luigi miró sus zapatos. Casi no los veía. “Por Dios, Memo; despierta, tengo miedo...”, pensó ahogando un nuevo grito. Las gotas de cristal que caían intermitentemente, disminuían el valor de Luigi, pero abrían para Memo el espejo de los sueños y recuerdos que la estrella llevaba en su ígnea cabellera, y que rondaban su mente como breves misceláneas fotográficas en las que uno no tenía tiempo de intervenir...

Una semana. Dos. Cuatro. Un mes. Seis meses... Estás cerca del año. La estrella apura el camino. La Tierra es cada vez más grande. Es enorme. Hermosa. Tiene unos mares imponentes. Y azules. ¡Hay nubes gigantescas! ¡Parecen copos de azúcar! ¡Vamos, hay que tomar un poco de eso...! Seis meses más...

Dos años.

El tiovivo se detuvo. Memo recordó a Jim. Oculto en la biblioteca, dentro de su libro preferido. Como un gato. Acechando su personalidad...

Memo era entonces un Jim Memo Nigtshade escapado de un Will Luigi Halloway. Pero sin Feria de las Tinieblas.

El carrusel siguió detenido. Los animales, quietos. La música del órgano, enmudecida. ¡Soy Jim!, pensó Memo. Soy Memo. Jim era un cuento. Yo soy yo. Y es cierto.

Un silencio negro como de muerte trajo olores suaves.

A su lado, el horrible Sr. Dark sonreía. ¡Vete! ¡No existes! ¡Vete, maldito engendro del Tribunal! ¡No! ¡No me iré! ¡Vengo a llevármelos!

Memo miró los ojos del Sr. Dark y fue como mirar el sol. Eran rojos y fulmíneos. Mas rojos que la cola del cometa. Quien ha leído “La Feria de las Tinieblas”, de R. D. Bradbury, sabe que el Sr. Dark tenía una espantosa coraza de zarzas en el pecho. Y la coraza de zarzas había empalidecido y la piel del Sr. Dark era como de color durazno...

--- No tengas miedo -dijo, y sus dedos flacos y largos fueron como agujas desgreñando el pelo rubio de Jim Memo. Pronto volverás a verlos...

Memo enjugó una lágrima, y supo que el Sr. Dark le estaba mintiendo.

--- Memo, ¿estás bien?

Luigi ya no gritaba. Su voz era un susurro con gusto a menta. La goma de mascar había calmado sus nervios. Sin embargo, seguía preocupado. Por ellos, que aún no llegaban, y por Memo, que estaba ahí, latiendo sin latir, como un suspiro prolongado que, en cualquier instante, se podía cortar.

Oh, Memo. Vuelve. ¿Dónde estás? Deja de soñar. Dijiste que no me preocupara, que tuviera paciencia. Y ahora tú...

--- ¡Vamos! -dijo abuelo Lucas. Tú también, Cristóbal. No es tan difícil volver a ser niños. Sólo hay que desearlo con fuerzas.

Abuelo Lucas, papá Cristóbal y Jim Memo Nigtshade eran tres sombras irreales jugando en el tiempo...

--- Aquí, en este sitio, donde está el edificio, supo estar el campito... Éramos dos bandas -comentó papá Cristóbal. Abuelo (papá) Lucas venía con la cometa entre sus manos y nos encontraba. ¡Pobre de nosotros! Nos dividíamos, entonces, en dos grupos. Al norte había ceñidos matorrales. Al sur, también. Sólo el medio ampliado por el este y el oeste estaba libre. Allí jugábamos fútbol en tiempos de paz. Te decía, éramos dos bandas. Teníamos gomeras. Abuelo (papá) Lucas se enojaba mucho. Éramos muy traviesos. Con cartones hacíamos escudos romanos. Los pintábamos. Y las espadas las hacíamos de madera de sauce. Era muy lindo. Y había menos casos de chicos enfermizos...

--- Abuelo, ¿hacemos una cometa? ¿Cómo es? Dale, ¿cómo se hace?

--- Es muy fácil, Memo. Iremos hacia las afueras de la ciudad. Y encontraremos cañaverales. Crecen a la orilla de un río que se llama Salado. La madera de caña es liviana y flexible. De poco peso y especial para acompañar la fuerza del viento. ¿Entiendes? Así la cometa puede volar alto, muy alto. Compraremos papeles de colores. Con esos papeles cubriremos la armazón de cañas que es como el esqueleto de una cometa. En una palabra: le pondremos un vestido brillante y sedoso. Así el viento tendrá a quien empujar, y la cometa volará... Pero, antes de que me olvide: ¿sabes otra cosa? Papá Cristóbal te decía dónde jugaba al fútbol; sí, porque antes los humanos practicábamos ese deporte reservado ahora a las máquinas. No me gusta eso de las máquinas... Había equipos, sí, pero era muy distinto. Y el que no jugaba, hacía barra por su equipo. Cinchaba. Y hasta podíamos imaginarnos profesionales como ellos disputando la pelota en un rectángulo verde enredados en piruetas bajo la habilidad de los botines... Sí, otro día hablaremos de fútbol. Ahora veamos el tema de la cometa. Voy a enseñarte todo: el armado, la pegatina, los tirantes, la cola, los mensajes, todo...

El espejo estaba límpido. Y Memo saltaba dentro y fuera de él. Entraba y salía. Entraba y salía. Una, dos y tres... El abuelo sabía muchas cosas. Muchas cosas lindas que en Marte no hay...

La Feria. La Feria del Barrio. Los tres. Memo se asustó. ¿Otra vez el Sr. Dark? Nooo. La feria era pequeña. Tenía tres o cuatro cabinas de juego. Unos muñecos para voltear con pelotas de trapo, un rifle de aire comprimido y con el caño doblado para no poder ganar nunca ese precioso juego de ajedrez... Tenía una calesita también. Una calesita vieja y desteñida. El ruido de su motor era el chasquido mecánico de unas manos oxidadas por el descuido. ¡Ja, ja, ja! Ni pensar en subir. Que el abuelo Lucas se hubiera vuelto niño o papá Cristóbal hubiera aceptado serlo también, era una cosa. Pero él no. Él ya lo era. Y no quería saber nada con esa historia de la marcha fúnebre tocada al revés que lo volvía a uno a pañales o tocada al derecho y cada vez más y más y más rápidamente hasta meterlo a uno dentro de una barba blanca manejando un par de muletas y cantando una vieja canción de Los Beatles que decía: “cuando tenga sesenta y cuatro años” o más... Pero en seguida se fueron. Eran otros tiempos aquellos. No había ni tan siquiera luces en todas las cuadras de la vecindad. Mamá Zule y abuela Matilde esperaban ansiosas con la comida a punto. Y un vaso fresco de naranja para él, y de vino con hielo para los mayores...

--- Memo. Eh, Memo...

Luigi sacudió a Memo y fue como si el espejo de los recuerdos se astillara un millón de veces, y un millón de diamantes chocaran entre sí despidiendo un millón de destellos tornasolados, hasta formar una estrella gigantesca con una cola larga y roja como el vientre de una sandía...

Dos años. Uno. Seis meses. Dos semanas. Una. Y allí estaba de nuevo Memo, abriendo los ojos celestes con la cara perlada de sudor y el pelo naranja ennegrecido por la realidad marciana.

Memo se movió. El Miedo, entonces, se alejó del lugar.

El manto blanco se apresuró a envolverlos...

--- Pensaba... -intentó aclarar Memo-. Sólo pensaba. No dormía.

Una oscuridad sin vida los agarrotó contra el suelo.

--- ¿En qué pensabas? -preguntó Luigi; luego, buscó sus mantas en la alforja.

Memo levantó la cabeza, se deshizo de abrigo, y, bruscamente, se puso de pie. Las frazadas tibias cayeron de sus espaldas como alas siniestras de murciélago terrestre...

--- ¿Estamos envueltos? -masculló.

--- Sí -dijo Luigi-. Recién acaba de cubrirse el área. Fue bastante rápido. Debe hacer mucho frío afuera.

Dos volutas escaparon de sus bocas como efímeros fantasmas de impaciencia.

Memo miró la ciudad. Ya casi no se veía. Sólo las luces amarillas de los veladores titilando en su seno tibio. Pero muy pocas.

Recordando una jornada memorable en casa de unos tíos suyos, en la otra luz, imaginó los campos sembrados de rocío, y dijo:

--- Mañana será un buen día.

Luigi insistió. Parecía su oportunidad...

--- ¿En qué pensabas?

Memo se mantuvo un largo rato como parte de aquel vacío secular.

--- En el viejo hogar, claro... -respondió lacónica, pausadamente...

Después, volvió a tenderse sobre la colcha y tornó a cubrirse con las tibias mantas. Luigi lo imitó.

--- Nunca nos hablaste de él. ¿Por qué? -los ojos de Luigi brillaron de un modo especial, pero su amigo, presintiendo aquel gesto, contestó:

--- Añoranzas. No hay problemas. Ahora sí, vamos a dormir. Mañana será un buen día...

Luigi volvió a sentir la aguda incisión en el pecho, pero no era miedo esta vez.

--- Entonces, ¿no vas a decirme cómo son? -la voz, trémula, tembló en la oscuridad como una muñeca fea y sin dueña...

Silencio.

--- Los demás chicos ya lo saben. Saben cómo son. Se los dijiste... -clamó.

El silencio se repitió.

--- Papá dijo... Dijo que traían todas sus cosas. Paraguas, barbas, habanos olorosos, diarios viejos, colecciones de estampillas, fotografías, cuadros y... ¡libros de cuentos! ¡Cantos y juegos en la mente! ¿Qué sabes de eso?

--- Si tienes frío encenderemos la portátil -rumió Memo.

--- ... Y sacos de lana, agujas de tejer, postres dulcísimos y miradas cálidas como sus brazos... Yo no entendí muy bien. No sé qué significan ni para qué sirven esas cosas. Pero lo dijo con entusiasmo. De los ojos le brotaban lágrimas... Y mamá también hacía lo mismo. Y se abrazaban... Papá la alzaba y modulaba un misterioso quejido. Dijo que cantaba, y, mientras lo hacía, hablaba de saltar cuerdas, regar jardines, remontar cometas, jugar ajedrez, escuchar música, y leer... ¡cuentos! Hubiera deseado entenderle. Memo, juro que lo hubiera deseado. Pero no pude. Creo que, por eso, fui a dormir aquella noche sin...

--- Buenas noches, Luigi -siseó Memo.

--- ¡No! -gritó éste. ¡Estaré despierto hasta que lleguen los duendes! -y abrió los ojos tan grandes como pudo...

Duendes

Alguien aspiró profundo como queriendo aprehender remotos aromas. Pero, en ese lugar, no había flores para el alba ni grillos para el anochecer...

De todos modos, Memo sonrió. Ocultamente sonrió. Miró hacia el cielo. Ya no se veían las estrellas. La escarcha acumulada borraba el camino, pero ya lo conocía. La bola fugaz se lo había enseñado y podía volver cuando quisiera.

Luigi estaría callado. Y muy enojado. Demasiado como para querer dirigirle la palabra. Y mientras preparaba la estufa y armaba la carpa, aprovecharía...

¡Ya!

Shhh... ¿Dónde estaba? Ah, sí. En la casa. En su casa. ¿Cómo era? Era una casa grande y augusta. Enriquecida por los años y las circunstancias. Un vistazo: el abuelo estaba vestido de Abuelo. ¿Y papá? Papá vestido de Papá. Ya no eran dos niños como él. Cada uno aceptaba su papel. ¿Dónde vas a meterte? ¡En la sala, por supuesto!

Era una casa grande y augusta, y, en lo alto, estaba la sala. Un espacio alfombrado de verde, con muretes divisorios que separaban la Lectura de la Conversación y de la Música. Cojines verdes acolchando las gradas escalonadas que el bisabuelo había levantado siguiendo los desniveles del cielorraso. Era ese su lugar preferido. Allí leía en silencio a la espera que, por las tardes, el abuelo Lucas subiera a conversar con él. Las famosas sobremesas del domingo que, según don Lucas, se hacían bajo el parral veraniego, y cuyos cuentos y anécdotas -fragantes vahos de parábolas y vino circundados de sol- eran sólo un recuerdo más, aún podían gustarse escuchándole hablar.

Había uno de ellos, en particular, que nunca olvidaría. Uno, en especial, que le permitiría recordar para siempre la sabiduría con que este abuelo sabía explicar lo inexplicable y hacerle comprender lo incomprensible. Como aquella vez que demandara, entre vergonzoso y atrevido, por el alma...

--- ¿Qué es eso? -había preguntado.

Entonces, el abuelo Lucas, arremangando la piel de sus brazos, torciendo como un payaso los labios e imitando la voz dulce de un hada, le había respondido:

--- Mi querido Memo: un alma es... Pues, un alma es un conjunto de colores.

--- ¿Un conjunto de colores? ¿Y cómo es eso?

--- Muy sencillo. Escucha: un día, mientras caminaba por el barrio, encontré a un viejo amigo al que hacía tiempo no veía. Nos saludamos con efusividad. Con un abrazo muy fuerte quiero decir. Pero había algo en el brillo de sus ojos que me preocupó. ¡A mi amigo le faltaba el color azul!

--- El color azul...

--- Sí. El color azul. El color azul es el color de los sueños. Le dije a mi amigo que más luego lo llamaría y me despedí de él. Esa misma mañana, ya casi al promediar la jornada, a la salida del trabajo, otro amigo enfrentó mi abrazo. A éste hacía poco tiempo que lo había visto, y conservaba aún esa rara expresión en la mirada que no admitía dudas. ¡A este otro amigo seguía faltándole el color verde!

--- ¿El color verde? ¡Oh...! -Memo recordó su segundo sobresalto.

--- Claro. Todo el mundo, el de los grandes, sabe que el color verde es el color de la esperanza. Entonces, al igual que al anterior, le dije que después lo llamaría y me despedí de él. Pero allí no acabó todo...

En este punto, Memo contuvo la respiración como en aquella tarde...

--- ... Había acabado yo de cenar con abuela Lucia cuando, a mi puerta, sonaron unos golpes secos y acuciantes que no dejaron de asustarme. Un tercer amigo, vecino de piso, borracho de ira, hablaba entre sollozos y amenazaba con matar un viejo engaño. ¿Me entiendes?

--- Creo que no -contestó rápidamente Memo.

--- Es que mi amigo, era un joven amigo. Y estaba enamorado. Y a veces ocurre que no siempre resulta. ¿Ahora sí?

--- ¡Sí! -Memo se conmovió.

--- Bien. Adelante pues. Mi amigo tenía el corazón rojo. Su cara también estaba roja y el brillo de sus ojos era una llamarada púrpura. Así que traté de calmarlo. Le dije que fuera a su departamento -en lo posible sin molestar a sus padres porque eran ancianos y estarían durmiendo-, tomara un calmante y pensara con fe en que, mañana, sería otro día. Dios había puesto muchos peces en el mar. Yo lo llamaría tan pronto pudiera.

Días más tarde reuní a mis tres amigos en nuestro café predilecto y les expliqué el problema de los colores. Les dije que sería bueno que los tres hablaran y trataran de compartirlos como lo habían hecho conmigo. Así, los sueños, las esperanzas y las pasiones que faltaban o estaban desordenadas, encontrarían su lugar. Mis amigos entendieron y creo que sus almas funcionan mucho mejor ahora. Comprendieron necesitarse y optaron por darse ayuda mutua. No por eso dejaron de tener penas o preocupaciones que desdibujaban a veces el color de sus ojos, pero ya tenían un método para pintarlos adecuadamente cuando ello sucediera...

¡Cosas del abuelo Lucas!

Memo volvió a regocijarse. Sus párpados pesaban cada vez más, pero abajo, en la cocina, abuela Matilde se empeñaba en reemplazar los modernos lavaplatos instalados, mientras mamá, divertida, terminaba enseñándole a apretar sus botones...

Pero... ¡Silencio! Pasa el abuelo Rómulo. El abuelo Rómulo era un abuelo distinto. Casi sin tiempo para ser abuelo. Lo cual era, asimismo, una verdadera lástima. Pero había que comprenderlo, pobre. Los Amos gustaban del buen comer. Y nadie mejor para satisfacerlos que ese hombrecito grueso de voz y de cintura, parecido a un gnomo ora cascarrabias, ora bonachón, que preparaba los manjares de la casa, cuando sus descansos en el Hotel América lo permitían... Y que hace tiempo andaba un poco gris.

Abuela María había muerto, dejándolo solo con sus llameantes omelettes y su pato a la naranja. Tanto que hasta se había vuelto taciturno y algo sabio tras su muda melancolía. Había logrado, en fin, separar de sus diálogos los conocimientos del oficio, liberando a un alma simple y sensible que por nada vislumbraban sus hedónicos y comprometedores vermicelli... Y tanto era cierto esto, que hasta había alcanzado a reducir a noventa, sus ciento... veinte... redondos y opíparos kilos de “bon gourmet”.

Todo un caso de severa conversión.

Aunque había otras cosas con las que terminaría por soñar. Y en ella siempre presente los abuelos...

Detrás de la vocinglería de sus evocaciones, del ácido olor de sus perfumes de mediados de siglo veinte, de sus recuerdos de porches y hamacas caseras, planteras con flores “de verdad”, y limoneros, naranjos y ciruelos, estaba la risa que sus propios padres les habían contagiado, y la especial ternura que demostraban al ser agradecidos devolviéndola y en abundancia...

Quizás por eso dejó de sonreír. Porque también estaban los otros recuerdos. Los del Decreto separándolo de ellos. Los de la ridícula elección a la que fueran obligados al concluir su “vida útil” para la sociedad...

--- ¡Señor Lucas! ¡Señor Rómulo! ¡Señora...! -la voz del Tribunal para los Viejos resonó en sus oídos como si la hubiera escuchado.

¡Con que ahí estabas, horrible Sr. Dark!

--- ¡Presente! -el eco se multiplicó en un millar de ciudades.

¡Voy a llevarlos! ¡Oh, Dios...! ¡No voy a dejar que los encierren! ¡Vuélvanse niños de nuevo! ¡Ustedes pueden hacerlo...! Y no habrá problemas... ¿Saben?, ¡pronto pasará otra estrella! No se demoren, por favor...

Pero...

“Visto y revisto su currículo personal; y, merced a los antecedentes en él implícitos, este H. Tribunal le confiere, al término de su vida útil, la posibilidad de reencontrarse con los suyos. Esta regla de excepción que lo libera de confinarse en los campos de ancianidad, se dicta en amnistía al cumplirse -en la fecha- el tercer lustro de imposición del Gran Sistema. En especial, se ha querido observar la misma para aquellos padres de colonos que residen en Marte, y gracias a la encomiable labor que éstos desarrollan para extender su dominio hasta los confines del Universo. Regístrese, dése a conocer al interesado, y archívese. Firmado: Consejo General de Autómatas. Washingtonmarx D.C. - Otoño del 0015”.

Ahora Memo volvía al silencio rojo. Y a su realidad. Sin otoños ni primaveras. Sin marzos ni octubres en los que conjurar brujas con escobas voladoras, búhos en las hombreras y calderos desbordantes de potteriana imaginación.

Tampoco habría un buen disfraz con el que vestir a papá Cristóbal de Robin Word, al abuelo Lucas de Gepetto -redentor de Pinochos-, o al abuelo Rómulo como rechoncho escudero de un Quijote cazador de molinos de viento...

Porque ya no estarían el crujiente entarimado, ni las viejas y deshuesadas calabazas con velas del viejo y terrible Teatro de las Luces donde desgastaran su incruenta niñez... Los toldos de arpillera robada a los vecinos, colgaban plácidos como deshilachados tapices de barro sobre el fondo de sus años perdidos. Los bolsillos rotos habían dejado caer las monedas de piedra y los pedazos de metal recortado que midieran el espectáculo de sus fascinantes poses filodramáticas...

Pero estarían la ilusión y el sonido.

La ilusión de poseer, como segunda oportunidad, a los dueños de las fantasías forradas, impresas e ilustradas en antiguas narraciones terrestres... Y el sonido de sus aventuras de pluma y papel que, algún día, en algún mágico amanecer, podrían volver a reeditarse con la imaginación de estos nuevos niños...

Porque los niños marcianos estaban por despertar... Querían hacerlo. ¿Quién podría impedirlo?

Ni el Sr. Dark. Ni los Amos del mundo.

Por eso mañana sería un buen día. El Mejor.

Memo imaginó a los abuelos que allá no necesitaban, cargados en el cohete; y, rogando para que todos pudieran entrar en él, respondió finalmente en voz baja:

--- Seguro, Luigi: hasta que lleguen los duendes...

Pero Luigi, se había dormido.-

Texto ajustado al 28-07-04. Su versión original (31-12-76) integró la primera edición de “Los Últimos Días” (Ediciones Colmegna S.A., Santa Fe-Argentina, mayo de 1977), págs. 85/101.

P.-S.

Breviario curricular del autor: ADRIAN N. ESCUDERO. Nacido en SANTA FE (ARGENTINA) (1951) - Autor de los libros de cuentos éditos “LOS ULTIMOS DIAS” (Edito, 1977); “BREVE SINFONIA Y OTROS CUENTOS” (Edito, 1990) y “Doctor de Mundos I - EL SILLON DE LOS SUEÑOS” (2000), continuado en saga con “Doctor de Mundos II - VISIONES EXTRAÑAS” (Inédito, 2005) y “Doctor de Mundos III” - LOS ESPACIALES (en desarrollo); así como, entre otros, de los libros de cuentos inéditos “NOSTALGIAS DEL FUTURO” - Colección Fantástica (Inédito, 2004); “MUNDOS PARALELOS y Otros Cuentos para un Semáforo” - Colección de Realismo Mágico (Inédito, 2005 - En desarrollo); “EL EMPERADOR HA MUERTO y Otros relatos” (Colección La Abadía) (Inédito, 2005); “LA TORRE DE LOS SUEÑOS (O los Sueños de la Torre) - Colección Onírica (Inédito, 2005 - En desarrollo) y “DESDE EL UMBRAL - Terrores Cotidianos y de los otros” - Colección de Horror (Inédito, 2005 - En desarrollo); todo sobre relatos inscriptos bajo registro en la Dirección Nacional del Derecho de Autor (Ministerio de Justicia y Culto de la Nación). Domicilio particular: Obispo Gelabert 3073 - (3000) Santa Fe (Argentina) - Te.: (0342) 455-4811 - E.mails: anescudero@gigared.com y adrianesc@hotmail.com.-

Este artculo tiene del autor.

801

   © 2003- 2023 Mundo Cultural Hispano

 


Mundo Cultural Hispano es un medio plural, democrtico y abierto. No comparte, forzosamente, las opiniones vertidas en los artculos publicados y/o reproducidos en este portal y no se hace responsable de las mismas ni de sus consecuencias.


SPIP | esqueleto | | Mapa del sitio | Seguir la vida del sitio RSS 2.0