Escribir es fácil; basta con saber leer y, aunque sea con faltas de ortografía, de sintaxis y de prosodia -pongo como ejemplo-, con tal de que el propio escritor sepa qué ha dicho, es más que suficiente para descargar los sentimientos que a todos nos invaden. Otra cosa distinta es pretender publicar o, si se quiere, dar a leer a los amigos nuestras creaciones con el vano deseo de recibir un aplauso. Con la escritura se hace catarsis y se vacía el alma, que necesita renovarse. De vez en cuando, para mi propio sonrojo, releo lo que escribí hace tan sólo seis o siete años: ¡fatal! Sin embargo, sonrío y me sirve para conocer mi progreso. Estoy seguro de que dentro de seis o siete años más, si no antes, cuando relea lo que hoy escribo, volveré a sonrojarme; pero ya no me importará, porque únicamente deseo gozar, cosa que consigo cuando me planto ante el ordenador con un nuevo reto. Luego comparo mis escritos con los de escritores de prestigio y, la verdad sea dicha, me doy cuenta de cuán lejos estoy de ellos. No obstante, como no me mueve el ánimo de competir, me siento dichoso. Lo fundamental, creo, es llegar al límite de nuestra propia capacidad; porque no todos estamos dotados de la misma inteligencia. Me conformaría con alcanzar esa meta: la frontera de mis posibilidades. ¿Qué más puedo desear? ¿Equipararme a Cervantes? Lo malo es desperdiciar los valores que realmente poseo. Supongo que a todos los escritores les sucederá algo parecido. Pienso, por tanto, que si cualquier premio Nobel toma como referencia de las Letras al Manco de Lepanto, se sentirá frustrado. ¿Por qué, entonces, he de sentirme desilusionado de mi labor cuando leo a Cela?
Lo he dicho bastantes veces y vuelvo a repetirlo: no sé apenas gramática. Con los tiempos y modos verbales, me lío; con las preposiciones, echo mano constantemente del diccionario para tal fin; respecto a la semántica, recurro al DRAE o al María Moliner, que tengo instalados en el ordenador; en cuanto a los determinantes, ¡Señor, qué cruz! Sin embargo, acabo de terminar la primera revisión de una novela que he escrito -la tercera-, de casi 300 páginas. ¿Qué cómo me las he apañado? Os lo cuento. Pedro Fuentes-Guío, amigo periodista, poeta y escritor de prestigio, me ha corregido la estructura; Raimundo Escribano -otro excelente amigo escritor y poeta renombrado- me ha revisado la gramática; Diana Gioia me ha dado acertados consejos; nuestro común amigo Denis, me ha sugerido el final y me ha dado alguna que otra pista; Ricard Monforte -de Metáfora al igual que Diana Gioia- me ha orientado en más de una ocasión. Entonces, ¿la novela es mía? Irá firmada por mí, pero no me pertenece por entero, ni me importa que así pudiera suceder. Simplemente, me siento satisfecho. Lo que no puedo perdonarme son las faltas de ortografía ni los errores sintácticos. Cuando esto sucede, sufro. Digo todo esto para que sirva de referencia a quien tiene vocación de escritor y no sabe cómo redactar. Que pregunte, que consulte el diccionario 200 veces al día; que lea mucho y que recurra a los amigos que sepan más que él y, sobre todo, que tenga paciencia y no se precipite, porque ser escritor implica el aprendizaje de un noble oficio.
A mis 71 años, cansado de tanto despropósito y harto de contemplar el mundo social, político y religioso, encuentro en la escritura el modo de sentirme persona. No me mueve otra ambición que la de humanizarme cada vez más, pese a que en muchas ocasiones saque el espadón para herir a mis semejantes. Sin embargo, cuando me siento atacado con razón, me inclino ante la evidencia y asumo mis propios errores, de los que suelo aprender.
Os lo aseguro: la escritura terapéutica -la que yo he adoptado- es maravillosa; hasta huelen más y mejor las flores cuando, después de escribir, aspiro la fragancia de cualquier clavel de mi balcón.
Augustus.