Dos formas de entender el imperialismo napoleónico
Napoleón Bonaparte (1769-1821) reinó durante poco más de una década, pero ha dejado una huella indeleble en la historia de Europa. La exposición Napoleón y Europa, hasta el 14 de julio de 2013 en el Museo del Ejército (Musée de l’Armée), en París, revisa su ambiciosa política expansionista entre 1793 y 1815 y las reacciones que provocó en diferentes países europeos. El sur de Alemania, el norte de Italia y Polonia, entre otros, secundaron la dominación francesa, mientras que España, el Tirol, Calabria, Prusia y Rusia se opusieron ferozmente a sus ambiciones autocráticas. El imperialismo napoleónico, basado en los ideales de la Revolución francesa, se extendió a raíz de las primeras victorias en la campaña italiana, que se desarrolló entre 1796 y 1799. Se autoproclamó cónsul vitalicio y en 1804 se convirtió en el emperador de los franceses, con la aspiración de ensanchar las fronteras de su imperio. La campaña rusa, cuya retirada fue catastrófica, y el dramático final de la Grande Armée precipitaron la caída del Imperio napoleónico. Los aliados sitiaron París en 1814 y Napoleón fue obligado a abdicar. El Congreso de Viena transformó el mapa de Europa mediante la implantación del Antiguo Régimen.
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