Ayer, por la tarde, me fui de pesca. En el rompiente, junto al roquedal, varios ramos de flores. Una pareja de chicas, sentadas en un banco del paseo, abrazadas, se besaban; y un anciano, haciendo aspavientos, recriminaba el beso homosexual, o no sé si, en el fondo de su marchita alma, simplemente el beso juvenil. Las muchachas, avergonzadas, deshacen su abrazo.
- Señor -me dirijo al viejo (llamemos a las cosas por su nombre)-, están en su derecho.
-Es una indecencia -exclama el matusalén, y me vienen a la memoria los miembros del Sanedrín.
Trato de evitar la discusión y, dirigiendo una sonrisa a las dos adolescentes, me apresuro a montar las cañas de pescar. “Besaos”, pienso mientras lanzo el sedal al agua, dando a mi imagen mental la configuración del olvidado beso en mis labios, intensificando el sentimiento para que mi imperativo -“besaos”- no quede en un ruego a San Valentín.
- ¿Tiene usted hijas? -insiste el anciano.
No le respondo. Ni siquiera le miro a la cara. “Besaos”.
Las dos jóvenes me dirigen una mirada agradecida, y me sonríen. Yo, a ellas, también les sonrío, y se alejan; el viejo igualmente, murmurando. Los ramos de flores, en el agua, licuan mis emociones.
“Amaos los unos a los otros como yo os amo”. “Pobre Cristo”, me atrevo a pensar, y medito: “Un beso es un beso. Es decir, un beso, principio de la creación”.
Augustus.