El frÃo era muy intenso aquella gélida y desapacible mañana del mes de Noviembre de 1480 en Medina del Campo, los alrededores de la ciudad por donde discurrÃa el rÃo Zapardiel, se encontraban jalonados de frondosos pinares, espesos sabinares, adustos y alabeados encinares, y densos quejigares, cubiertos todos ellos por un denso manto de claror, producido como consecuencia de las intensas precipitaciones de nieve caÃdas en la noche anterior, igualmente se hallaban recubiertas por una espesa capa del blanco meteoro, todas las techumbres a cuatro aguas de las casas de piedra, y tapiales, que junto a calles, pasajes, y plazas formaban el entramado urbano de esta ilustre y noble villa Medinense, conformando todo ello una escena verdaderamente bucólica.
En la Plaza Mayor, y en sus inmediaciones donde tenÃan lugar importantes transacciones comerciales, fruto de un próspero y desarrollado comercio, cuyo origen estaba especialmente en la producción de la apreciada lana castellana, se ubicaba en su ángulo Oeste, en la denominada acera del Potrillo, el Palacio - Fortaleza de los Reyes Católicos, se trataba de un singular edificio, construido en ladrillo rojo macizo, tapial y madera, que combinaba la arquitectura renacentista y la mudéjar, su fachada principal constaba de planta baja y tres alturas, dando la misma además de a la Plaza Mayor, a las calles Cerradilla y del Almirante, por donde se alzaba uno de los lienzos laterales que protegÃa los aposentos reales. a
El acceso a la fortaleza se realizaba atravesando desde la plaza Mayor una gran arcada de medio punto, coronada por un blasón y sobre éste una balconada corrida con dos ventanales en los flancos, que servÃa como elemento defensivo, una vez dentro del recinto palaciego se accedÃa a un primer patio porticado decorado con magnÃficas yeserÃas y alicatados, superada esta antesala, se accedÃa a las distintas estancias del edificio todas ellas suntuosamente decoradas.
En el interior de aquel recinto habÃan tenido lugar acontecimientos de gran transcendencia para la vida y memoria de España, como fueron varias convocatorias de Cortes, y el nacimiento de reyes como Fernando de Antequera I de Aragón, Alfonso V, y Juan II, ambos también de Aragón.
AsÃ, un nuevo hecho de gran calado histórico se estaba desarrollando en aquellos momentos en la Sala del Trono de aquel complejo palaciego, la cámara elegida era una estancia reservada únicamente para solemnes ceremonias, se trataba de una pieza con planta rectangular de grandes proporciones, con paramentos engalanados de hermosos brocados, ricas pinturas, y sedosos cortinajes, el salón disponÃa de una amplia techumbre sustentada por recias jácenas de madera, adornada con artesones rectangulares, en cuyo interior se dibujaban un sinfÃn de elementos geométricos y vegetales muy sintetizados, bajo los cuales discurrÃa un pórtico de arcos de medio punto con antepechos calados, que proporcionaban a la cámara un ambiente realmente sublime, rodeando el perÃmetro superior del salón se extendÃa una greca compuesta por numerosas losetas a modo de mosaico, que recogÃa entre otros motivos decorativos el emblema de los Reyes Católicos - el yugo y las flechas -.
En la zona central del salón sobre una tarima de escasa altura recubierta de terciopelo rojo, se hallaban los tronos reales ocupados por Doña Isabel de Castilla y D. Fernando de Aragón.
La Reina devota, piadosa, inteligente, y delicada, vestÃa una saya de brocado de seda entretejida con incrustaciones de oro y plata, un brial de terciopelo carmesÃ, un largo manto oscuro y briscado, con ornatos dispuestos caprichosamente sobre la ondulada superficie, y un sombrero azulado con aderezos.
El Rey Fernando, hombre de mediana estatura, de piel morena, y barba espesa iba ataviado con un jubón bermellón forrado de pelo, un quisote de seda rasa en color leonado, sobrepuesto llevaba un holgado ropaje en el que destacaba un gran bordado central con la inicial de su nombre, y ceñida a la cintura llevaba una espléndida espada toledana.
Este regio espacio estaba coronado por un baldaquino de jamete, donde figuraba una célebre inscripción latina escrita en caracteres góticos, que fue paradigma de su reinado: "TANTO MONTA, MONTA TANTO".
Asà en esta suntuosa estancia, se escuchaba aquel 1 de Noviembre de 1480 la enérgica voz de Fray Tomás de Torquemada, que dirigiéndose a los soberanos, y a las autoridades civiles, militares, y eclesiásticas allà reunidas exclamaba:
- En este dÃa memorable para nuestro reino, nace la Inquisición Española, desligándose de su tradicional carácter Pontificio y Episcopal, asà lo establece la bula "Exigit Sincerae Devotionis " promulgada y rubricada por su Santidad el Papa Sixto IV el dÃa 1 de Noviembre de 1478, y cuya entrada en vigor se produce en el dÃa de hoy, después de haber sido ratificada ayer por las Cortes Toledanas, por tanto, este hecho significa que los defensores de la fe cristiana en España sois vos Majestades.
Estas palabras fueron interrumpidas por una cerrada ovación por parte de los allà presentes.
- Si bien, es necesaria la inmediata promulgación de una nueva compilación legislativa, que establezca los principios y fundamentos de la aplicación de la doctrina cristiana bajo el imperio de la ley real, y de este modo, hacer realidad la tan ansiada Unidad de Fe, continuó diciendo Fray Tomás de Torquemada, confesor de los Reyes Católicos.
Al terminar su alocución, el dominico que iba ataviado con una vestidura talar oscura, y un solideo del mismo tono, fue designado Inquisidor General del Reino, por el Rey Fernando el Católico en un solemne acto dentro de aquella protocolaria ceremonia.
AsÃ, la transición de la Inquisición Pontificia y Episcopal a la Inquisición Española, se produjo como consecuencia, entre otras causas, de unas graves revueltas y motines ocurridos en la ciudad de Sevilla en el año 1477, con motivo del descubrimiento fortuito y muerte de unos criptojudÃos seguidores de la Ley mosaica.
A raÃz de aquellas algaradas los Reyes Católicos, ante el temor de la extensión de estos episodios sangrientos a otras ciudades de la PenÃnsula Ibérica, decidieron que la Justicia Divina, hasta entonces administrada desde Roma debÃa ser impartida desde territorio español, contando con la aquiescencia del Santo Padre, para ello solicitaron a los embajadores de la doble monarquÃa acreditados ante la Santa Sede, que intercedieran ante el Papa Sixto IV, sucesor de Paulo II, para que éste promulgara una bula autorizando la implantación de la Inquisición Española. Muchos vieron en este gesto Papal, una manifestación más del nepotismo caracterÃstico de su pontificado.
(...)