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EL PODER DE LA PALABRA

Vocablos mágicos

César Rubio Aracil

España



Volemos con la palabra hacia la eternidad.

Si la herramienta del pintor/a es el pincel y la del grabador/a el buril, en literatura la palabra desbasta, retoca y pule. Primero asomarán las normales asperezas del lenguaje improvisado, tratando de alumbrar la idea bullente e imperiosa que mora en el cerebro. Luego, ya satisfecha la representación mental, ésta quedará dotada de poder en diverso grado, dependiendo de las palabras utilizadas. Así, por ejemplo (he sido marinero y sé algo sobre la mar), no recuerdo en qué novela, leí una frase sencilla que me hizo temblar de miedo. Poco más o menos, decía así: Reinaba la calma chicha. Eché un vistazo al barómetro y, sin atender a las protestas de los amigos pescadores que me acompañaban, encendí el motor de la embarcación y puse rumbo a tierra. Enfilando la bocana del puerto, un nortazo impresionante levantó olas que jamás había visto; pero estábamos a salvo. Calma chicha, barómetro y rumbo a tierra fueron las palabras que me impresionaron y que todavía hoy, cuando ya apenas navego, las recuerdo con un inevitable escalofrío. El autor del mencionado párrafo, cualificado marino, pudo haber dado suelta a su imaginación narrando un tremendo episodio. Sin embargo, la magia de su verbo me obligó a imaginar lo que él no quiso escribir. Más que explicativo, le considero sugerente. Insisto, cuatro palabras: “calma” “chicha”, “barómetro” y “tierra”, expresadas en el contexto que acabo de señalar, poseen más fuerza emotiva que la proyección cinematográfica de un ciclón tropical que incluya una nave al garete. Al menos, ésa fue la impresión que me causó lo dicho. Existen palabras, de por sí fascinantes, que el tiempo y los usos indebidos les han restado poder. Entre ellas puedo citar amor, beso, mirada, Dios, amigo, rosa, infierno, cielo y muchas más que harían larga la relación. No obstante, una sabia mezcla de las mismas con otras de quizá menos relieve, todavía pueden ser embrujadoras. No resulta fácil, desde luego, pero sí posible si se persevera; porque escribir (lo he dicho en otro de mis artículos) no es lo mismo que redactar. Incluso existen términos desagradables que pueden cobrar fuerza si los expresan ciertas personas. Pongamos un ejemplo en punto y aparte.

          La palabra "follar" (repelente y malsonante para bastantes sensibilidades), si la pronunciase un clérigo, ¿no es verdad que cobraría tintes sorpresivos? Mas si la pusiéramos en boca de una monja (consecuencia del machismo imperante), ¿no es menos cierto que adquiriría mucha más consistencia? En estos supuestos, dado que la comunidad religiosa cuida el lenguaje con esmero, y por su condición eclesiástica favorece los buenos modos, sólo cabría pensar de dichas personas lo que todos pensamos: locos de atar. La importancia de la semántica no radica, a mi entender, sólo en el significado del término, sino también en el conjunto de voces que lo acompañan. Eso debe tenerlo muy en cuenta el escritor o la escritora, como asimismo la conveniencia de elegir cuidadosamente los adjetivos, que pueden restar esplendor a la oración gramatical. ¿Qué por qué? Entre otras razones, por referirse a cualidades o acciones, desvelando aquello que debería advertir el lector/a. Escribir es fácil; escribir bien, no. Requiere oficio, y para aprender un oficio se debe pasar antes por el obligado aprendizaje. Para el pintor/a, el pincel; para el escritor/a, la palabra; es decir, el diccionario. Porque si la palabra es mágica, el buen escritor/a está obligado/a a ser brujo/a. (Perdón por el inciso. Estoy hasta la coronilla de escribir “pintor/a, escritor/a, etc. Aceptaría de buen grado utilizar únicamente el femenino para referirme a las personas de ambos sexos; pero, por favor, ¡esto es un suplicio! ¿Nos damos cuenta de que tales añadidos restan entidad y magia a la palabra? Señoras, denme ustedes una solución. Es una súplica.)

augustus

(Miembro del Grupo

Escritores Castellano/manchegos

y de La Mediterranía.)

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