Tengo un harén: mi mujer, la pesca marítima, la música, la lectura y el vicio de escribir. A todos ellos los amo;pero si el diccionario tuviese lo que les sobra a las frígidas, me casaba con el DRAE.
He perdido la cuenta de las personas que me han dicho: “Si yo supiera escribir, podría hacer una gran novela de mi vida”. Al margen de interpretaciones psicológicas sobre este asunto (cada cual considera su propia vida un prodigio), lo cierto es -pienso- que la escritura seduce a un considerable número de personas, aunque se crea lo contrario. Pero el folio en blanco asusta. ¿Cómo comenzar a llenar el vacío de una simple cuartilla o de un pequeño papel de bloc de notas? Sin embargo, no son pocos los atrevidos (hermosa aventura) dispuestos a ceder ante el reto. El inconveniente no radica -sigo pensando- en marginar temores secundarios (deficiencias gramaticales, comparación personal con escritores de prestigio, etc.), sino en la irresistible necesidad de compartir las propias creaciones con amigos -por lo general dispuestos al elogio- y posteriormente, estimulados por este tipo de comportamiento amistoso, la casi inevitable atracción de publicar. Ahí es donde creo enraizado el principal temor. A mi entender, “publicar” es la palabra clave del largo proceso al que nos referimos. Proceso éste, en la mayoría de ocasiones, acortado por exigencias egoicas, sin tener en cuenta la nefasta incidencia ejercida sobre algunos lectores ávidos de conocimiento. ¿Quién, de cuantos escribimos, no ha pasado por esta experiencia? ¿Cuántos, de los que hemos atravesado el campo de la vanidad, hemos alcanzado la meta de nuestras ilusiones? No importa. Lo interesante es la llamada de las Letras, abarcadora de infinidad de conciencias inquietas. La escritura, en principio, no supondría un reto si se proyectase de puertas para adentro, con la única intención de disfrutar. Digo “en principio” porque luego, embarrancados en el arrecife del deseo perfeccionista, el desafío al buen hacer literario se convertirá en perenne exigencia. En mi caso, borrachera diaria. Soy consciente de mis grandes limitaciones al respecto. Incapaz de avanzar un milímetro diario (la relación entre esfuerzo y progreso es notoriamente frustrante para mis aspiraciones), la falta de profundos conocimientos gramaticales y literarios no me impiden proseguir, y, contra viento y marea (“Deja de escribir tanto. ¿No te das cuenta de que nunca llegarás a ser escritor?”), haciendo caso omiso a las frecuentes recomendaciones de quien no está dentro de mi pellejo, camino con el auxilio de varias muletas. Apoyando mis cortos pasos en el diccionario, ora en una gramática de fácil asimilación, ora en un sinfín de textos, consulta tras consulta y suspiro tras suspiro, en ocasiones hasta alcanzo a comprender por qué debe escribirse con en vez de en. ¡Y me siento tan feliz! Al día siguiente, pongo por caso, sentado en el inodoro, reflexiono sobre el porqué de atún en aceite y no con aceite. Pero... ¿no estaba seguro de haber comprendido? ¡Ay, la memoria! La memoria, y también el aprendizaje a saltos. Mas yo, contento. Incluso hay momentos (parecerá raro, pero así es) en que, la libido en marcha y los deseos concupiscentes en acción -por no decir en ejecución-, me viene a la cabeza la duda de un modo verbal escrito momentos antes de la ducha lujuriosa.
- ¿Qué te pasa?
- Nada. Estaba pensando en nuestra noche de bodas.
Ya digo, el reto de la escritura puede llegar a eclipsar momentos angulares de la relación de pareja. Lo único malo del diccionario no radica en su densidad, sino en su carencia de señorescontigo; porque si lo tuviese, me divorciaba ahora mismo para casarme con el DRAE.
augustus.
Miembro del grupo
"Escritores Castellano/manchegos
y de La Mediterranía".
Alumno de "Metáfora".