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NIÑA-MUJER

Harmonie Botella

España



Especialmente para mi amigo César Rubio

Irrumpió al igual que una tormenta de verano en mi clase silenciosa y aplicada. Su cabello castaño caía como una cascada loca sobre su nuca, sus hombros. Sus ojos negros, descarados, barrieron con desdén el aula en busca de un sitio para sentarse. Sus labios carnosos, demasiado pintados, descubrían unos dientes acostumbrados a morder la vida, los corazones inseguros.
Tardé unos minutos en situar en mi pasado ese rostro lleno de ira, de rabia. Sabía que esta joven pertenecía a una parcela de mi vida.
Cuando echó con desdén sobre el asiento sus pinturas, sus folios, recordé la niña mal educada que dejó abandonada en un sillón la muñeca que le regalé. Era la misma niña-mujer que aplastaba con unos ojos sin piedad al mundo que la rodeaba.
La conocía desde hacía muchos años. La vi crecer. El día de su quince cumpleaños, al abrir el regalo que tanto me costó conseguir, me arrojó una mirada asesina que me produjo escalofríos por todo el cuerpo. Entendí, cuando quitó el papel de los demás paquetes, que una muñeca de porcelana italiana no era lo más adecuado para una quinceañera.
Tiró la muñeca sobre un sofá y corrió hacia el jardín de la casa donde le estaban esperando sus amigos. Por la noche, advertí que la muñeca seguía en ese rincón del salón. Las puntillas y bordados del vestido me hicieron entrever que yo no pertenecía a este mundo, ni al de los que me rodeaban. Mi mundo dependía de mi trabajo, de mi arte, de mis manos. Me quedé pensativo y extrañado al descubrir que la quinceañera y sus amigos, escondidos detrás de unos árboles, entre besos y caricias, bebían y fumaban. En mi mente no cuadraba ya el recuerdo de las rodillas heridas por una caída, y los muslos desnudos acariciados por un muchacho con la cara llena de granos.
Mis treinta años, mi condición de adulto, mi falta de relación con el mundo externo me impedían discernir la infancia de la adolescencia.
Desapareció la joven caprichosa y mimada. Su carácter arisco e insumiso la alejó de los adultos. Desapareció y llegué a olvidarme de esa niña que imaginaba que el mundo era suyo, de esa niña demasiado crecida, demasiado creída.
No volví a verle..., no existía. Durante casi cinco años no supe nada de ella. Mis clases, mis exposiciones, me alejaban de la realidad, de la vida cotidiana. Sólo me importaba el arte. Con mis manos moldeaba cuerpos que eran sombras, vidas que no eran vidas. Creí que la sombra era vida, que la sombra era arte, que el arte era un pálido reflejo, hasta que sus escandalosas primaveras cayesen con estruendo sobre mi apacible comodidad.
Sus vaqueros rotos, sus blusas desteñidas recordaban a viajes lejanos, viajes a otros mundos alejados del conformismo, del formulismo. Sus gestos expresaban la fortaleza y al mismo tiempo la debilidad de estos seres que lo han visto todo y ya no esperan nada más de la vida.
Me fijé en sus manos, cargadas las primeras semanas de sortijas y pulseras. No parecían ser manos de mujer, sino de niña que había crecido demasiado rápido. Mirando sus manos, descubrí su facilidad para manejar la arcilla y los colores.
Una mañana de abril, llegó enfadada, con la misma expresión en su mirada que aquel día de su quince cumpleaños. Sus ojos vagaban de unos a otros intentando descargar la ira acumulada en toda la hermosura de su cuerpo. Me acerqué y como si no hubiera notado su rabia, su descontrol, le di el material para que empezara a trabajar.
De sus manos nerviosas y descontroladas nacieron unas formas airadas, puse mis manos sobre las suyas. Su helor me dolió. Las fui dirigiendo sobre la arcilla y gradualmente se fueron calentando, agilizando. Sus manos y las mías estaban creando la vida en toda la plenitud de su palabra. De ellas, fluía una creatividad que no podíamos dominar.
Entendí entonces que sus manos y las mías estaban hechas para unirse; para crear; para dar vida al arte; para dar vida a la vida. Desaparecieron las sombras y los pálidos reflejos. Estallaron las curvas, los colores. Lo estático adquirió movimiento, lo inestable se inmovilizó. A nuestro alrededor cambiaron las luces, las voces, los colores. El invierno frío olía a miel caliente, el verano sofocante a hierbabuena. Un torbellino de sensaciones, emociones y sentimientos nuevos emanó de nuestras manos, de nuestros corazones
Pasaron los meses, y el mismo torbellino que envolvió nuestras almas, cambió su forma de ser, su forma de ver. Abandonó su frivolidad, la felicidad fugaz y artificial que la condujeron hacia esas tierras lejanas y desconocidas. Su metamorfosis me liberó.
La tranquilidad y la simplicidad de mi vida se desvanecieron. Volví a nacer. Aprendí a borrar los matices grises de mi vida anterior. Una nueva puerta se abría hacia unos horizontes de paz, amor y creatividad.
La felicidad nos inundó. La mariposa, la niña-mujer, revoloteaba por mis cuadros, mis esculturas, mi mente.
Sus manos y las mías reinventaron el amor, el color, hasta que un día frío de otoño el verde se hizo amarillo, y el rojo perdió su luminosidad. Sus manos temblaban, su mirada perdió la intensidad, la luminosidad del fuego.
El gris reapareció en mi vida, en mi obra, a medida que la enfermedad comía su cuerpo. Mi niña-mujer estaba pagando sus errores.
En sus ojos tristes vi pasar los recuerdos de la niñez, las sonrisas y los llantos de la juventud. La mariposa del amor vestía de luto y sus alas negras tapaban la luz pálida del invierno asesino. La mariposa negra que se había posado en su pecho blanco, marcaba al rojo vivo el principio, el final de la vida, de la muerte, de la nada.

Mi niña-mujer era una muñeca de porcelana rota y envejecida. Sus labios querían seguir mordiendo la vida, pero su mente, abrumada por las drogas y el dolor, buscaba el cobijo de mis brazos.
Una mañana oscura se marchó definitivamente, murió abandonándome al sufrimiento, a la locura de las mentes desesperadas que ya no esperan nada .

Harmonie

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