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El día que el sol se marchó

Ángeles Charlyne

Argentina



 Ahora si que el sol se va marchar- , dijo el viejo sentado en la cumbre del médano lunático.
Estábamos en la última reserva verde que guardaba la costa, resistiendo inútilmente el avance de la civilización. Se veían venir las canchas de tenis, cabinas telefónicas para contactarse con el mundo, sea cual fuere el número que cada uno elija, para llegar con la fe de la religión marquetinera.
Un petirrojo sin miedo aparente, caminaba sobre la alfombra verde que amortiguaba hasta el sueño. Yo me quedé en silencio, porque con el viejo no me atrevía a preguntar. Elegí seguir la marcha del petirrojo, el vuelo circular de las mariposas amarillas que volaban rasantes, llegando desde el mar y pasando raudas sobre las ondulaciones doradas. Estaba confortable contra el tronco del árbol que setenta metros arriba y setenta años atrás, junto a otros tantos setenta compañeros, se erguían al costado de la ruta, que se extraviaba en el Alfar.
Los balnearios todavía eran libres para gente libre, para sueños libres. Nadie debía pedir permiso para llegar a la orilla del mar privado de toda privacidad, siempre parecía acogedora sobre todo a la hora en que las dos luces confundían. Es que las formas tribulan, mutan, se rozan, bailan danzas desesperadas, se acomodan a la percepción esquiva y se burlan, definitivamente, de nuestras obsesiones por precisarlas.
El viejo seguía con la mirada clavada en un horizonte invisible para todos menos para él. No era bueno buscar la dirección, puesto que el riesgo consistía en que nada podría coincidir, sobre todo si se admitía que el viejo había nacido en el mar.
El solía ver, mucho antes, todos los fenómenos probables y los otros, lo supe desde la primera vez porque su adopción para conmigo, siguió siendo siempre misteriosa. Llegaba inesperadamente, como las noticias, para pasar, beber, comer, quedarse y dejarse estar detrás del comentario, telegráfico, como su idioma críptico.
 Anoche, decidió morirse la noche- anunció sin solemnidad, casi monocorde. Su voz se deslizaba a cubierto de la brisa salobre, siempre me maravilló que se lo podía escuchar aún en el mayor estruendo del oleaje, las tormentas y murmullos indiscretos. Su voz parecía graduarse sin perder volumen.
Me volví para mirarlo, el sol había bruñido su figura y el pelo blanco, largo tenso, duro de agua de mar, había dejado de lavarlo para impregnarlo y uno tenía la certeza imposible que sería, ya que hablamos de ellos, por supuesto imposible, volverlo a su textura natural. Las arrugas eran sólo referencias, dunas leves según el rictus de la concentración y su fortaleza física parecía intacta. Un misterio de permanencia. Una estatua de sal.
Unos pantalones descoloridos sobre la rodilla eran el muelle para una blanca alguna vez y raída camiseta que dejaba al descubierto sus brazos desnudos. Llegaba y se iba con el sigilo de los animales del bosque. Ese era su bosque y se sabía el alfarero del lugar. Descender de él para llegar al mar, cuando el sol del mediodía picaba, requería toda una estrategia, para todos menos para él, quien parecía nacido para caminar sobre las brasas sin quemarse.
Decidí esperar los comentarios siguientes, seguro que ello ocurriría. Supe domar la impaciencia y cierta indolencia a la hora de escucharlo. Nada hay peor que la indiferencia deliberada. Yo había aprendido a no ser alcanzado por esa calamidad del desapego.
 El sol se va al velatorio en el cielo y va a tardar en volver - me dijo en un murmullo, como esperando que no lo oyera y mucho menos le creyera.
Miré y el cielo no mostraba ningún indicio extraño. Quise convencerme que los misterios no suceden porque sí. Quise legitimar la imprudencia de la duda. El no me miraba, apenas dejaba deslizar algún grano de arena que se desvanecía en el aire. Pensé en como ser cortés ante la revelación, sin intentar salir corriendo.
 ¿Y después qué? -, alcancé a administrar mi gentileza indiferente.
El no se movió aunque un brillo imperceptible rodó en sus ojos grises.
 ¿Y quién se dará cuenta de esto, si nada cambiará?, ni el hambre en el mundo, ni los hijos del abandono, ni las madres del dolor, ni la violencia, ni la injusticia, ni la traición, ni la ingratitud, ni siquiera los amores no correspondidos...- resignó diciendo con la convicción que otorga el futuro.
 Pero hay un después para todo- argüí, sólo para molestarlo.
El eligió no responder y bajar a la playa cuando la pleamar juega sus trampas al abismo de la inconsciencia humana. Lo vi deslizarse en el agua. No nadó paralelo a la orilla. Las brazadas, rítmicas, lo alejaban con majestuosa lentitud y su figura cabalgaba las olas con seguridad y sin fatigas; en el fondo, donde la sudestada arma su cigarro de viento, que barre las costas del otro país, socio de orillas y disputas, se alzaba un muro verde que pareció erguirse, como dos torres gemelas regresando del terror. Era un paisaje demoledor, ver esas moles de agua que amagaban por la distancia, derrumbar hasta las verdades construidas y aceptadas.
El iba recto, como a una cita con el destino y pensé en el peso de la catedral gótica inundada de gotas dispuestas a lavar una afrenta incompresible.
Cuando estaba a punto de ser punto en la inmensidad, me pareció verle agitar un brazo, espejismo de distancias nunca concedidas. Creí entender, o tal vez me convenía pensar así, que la señal tenía que ver con el después. Esa ola, esta torre acumulada estaba encima de él y cuando la cresta que hubiera acobardado al mejor surfista, comenzó a descender y deslizarse, sentí certezas irracionales que parecían comenzar a desplegarse ante mi vista y la de aquellos que pudieran advertirlo.
Lo cierto es que, maquinalmente, revisé el reloj de la torre de Alfar. La hora marchaba vertiginosa rumbo a la medianoche, era de día y la claridad no pareció ser notada por la gente. Yo había perdido el desconcierto en algún recodo de la vida. Volví a mirar al mar, la maravilla transparente pero arrasadora aumentó la velocidad y por un segundo murió el murmullo del mar.
Ya era tarde para todo. Nadie podía adivinar que el luto por la noche, era el llanto del sol desalentado que se negaba volver a espiar.

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