Sobre la cornisa del templo dedicado a la diosa Hécate -hija de Perses y Asteria-, en la isla de Egina, Lam, ebrio de nocturnas visiones espectrales, sintió la tentación de arrojarse al vacío llevando consigo un único pensamiento: vengarse de Hécate al entregar su alma a Selene y su cuerpo a los perros del Averno. Debajo del vindicador -hierática piedra pagana-, soñaba el propileo sentencias ponzoñosas. Arriba, las teas de Artemisa ataviaban la noche.
Hécate había ensayado sus venenos con el padre de Lam, extranjero en Egina, y éste sólo podía sentir satisfacción arrojándose a los brazos de Selene (Luna), hija de Hiparión y Tea. Como no podía ofrendar su vida a la diosa estando embriagado de alcohol (porque ni Helios ni Luna aceptaban oblaciones en ese estado), prefirió amonarse con un copeo estelar. “¡Que rabie la bruja asesina de mi padre!”, masculló con odio y desprecio después de maldecir a los dioses y deas engendradores de sufrimiento. “La noche es clara y lúdico el plenilunio. ¡Te maldigo!”. Pronunciada esta imprecación, Lam , oscilando sobre las molduras del entablamento, cerró los ojos y se dejó arrastrar por la fuerza gravitatoria. Luna, pretendiendo rivalizar con Hécate, evitó la colisión del cuerpo vengador contra el suelo empedrado donde iba a estrellarse, y, apiadándose del suicida, llevó a Lam al interior de su cueva selenita, donde lo instruyó sobre la manera de convertir su arrojo en astucia. Transcurrido el tiempo, en ceremonial esotérico lo transformó en titán.
-Asaltarás el cielo -solemnizó Selene- y llevarás a Hécate a los pies del trono de Helios, donde la luz habrá de mortificarla hasta que recupere la memoria de tu padre.
Lam, transfigurado en gigante, con temor pero resuelto, abrazó a Luna, la besó en los labios... y de aquel beso, después de nueve lunas, Selene alumbró un poema.
augustus