Ni siquiera de niño habÃa dado Juan un ruido. Pasaba las noches durmiendo de un tirón. Incluso cuando tenÃa que satisfacer las más elementales necesidades de su incipiente cenestesia, su madre se las veÃa y deseaba para despertarle en las altas horas de la madrugada. Le colocaba el amoroso pezón sobre la boca y sólo después de mucho insistir conseguÃa introducÃrselo entre los labios chiquitines. Ni una sola vez turbó con su llanto el sueño de sus progenitores.
Por aquel tiempo era JuanÃn y el cariñoso diminutivo le duró hasta bien entrada la adolescencia en que le fue cambiado por otro igualmente entrañable pero más acorde con su estatura de entonces: Juanito. Con el primer bozo y los primeros calzones largos le llegó su nombre verdadero: Juan. Y de ahà no pasó. A don Juan no llegó nunca y ello por dos razones: La primera, porque dadas las escasas fuerzas económicas de su familia tuvo que ponerse a trabajar cuando todavÃa era un crÃo y asà se le fue escapando la vida, sin gran acopio de saberes. La otra razón era que el señor más importante del lugar se llamaba don Juan. Ése, sÃ.
Era un señorón alto, fuerte, de hablar reposado y grave, que siempre iba elegantemente vestido. Y, claro, frente a este don Juan contrastaba, incluso con cierta violencia la figura gris y un tanto vulgar de nuestro Juan, rezumando mediocridad por todos los poros de su cuerpo.
Hay quien asegura que durante toda su vida apenas empleó Juan más frases que "sÃ, mamá", "sÃ", (a secas, en la iglesia, cierta mañana de abril de un año ya olvidado) "sÃ, mujer" algo más tarde y, sobre todo, "sÃ, señor". SÃ, señor, a todas horas, en la oficina, en la calle, en cualquier parte...
Jamás discutió una orden ni un proyecto por absurdo o irrealizable que pudieran parecerle. Pero tampoco puso nunca un especial ardor para alcanzar meta alguna. Lo que era y lo que tenÃa se lo fue dejando el tiempo, a su paso.
El tiempo lo era todo para él. Todo en la vida tiene un valor temporal. El tiempo todo lo borra, todo lo cura, todo lo alcanza. Pagamos nuestra existencia en cómodos plazos anuales. Y Juan tenÃa una vida comprada y pagadera a bastantes años vista. PodÃa asegurar, por ejemplo, que de no ocurrir algo irremediable, a sus cuarenta años, teniendo en cuenta sus ingresos normales, los trienios por antigüedad, las primas por puntualidad y asistencia y otros pluses que con carácter más o menos fijo venÃan a incrementar en alguna medida la cifra menguada de sus haberes de humilde oficinista, podrÃa convertirse en el afortunado propietario de una casita de planta baja en las afueras del pueblo, con su pequeño intento de jardÃn.
A los cuarenta y cinco seguramente podrÃa disponer, también, de un pequeño coche con el que salir al campo los domingos para que JuanÃn (sucesor) y Susanita respirasen aire puro y pudieran corretear a sus anchas durante algunas horas lejos del espacio cerrado que imponÃan las cuatro paredes del cuarto de estar.
A los sesenta se jubilarÃa. Seguro. Lo tenÃa decidido. Y podrÃa dedicar largas horas a sus dos aficiones hasta el momento insatisfechas: la lectura de novelas de ciencia ficción (habÃa llegado a reunir una estimable biblioteca del género) y la contemplación, sin prisas, de las gentes y las cosas que le rodeaban.
Todo ello en su acostumbrado silencio. Siempre en silencio.
Su vida fue un puro silencio, un diario pasar desapercibido, una absoluta y voluntaria ocultación de sà mismo a los demás.
-Habrá que empapelar de nuevo la casa.
-SÃ, mujer.
-Juanito necesita un traje nuevo para la boda de la prima Gertrudis.
-Si, mujer.
-¿Has mirado si tiene alpiste el canario?
-Susanita quiere estudiar filosofÃa.
-A ver si cobras ya mañana, que no me queda dinero para ir al mercado.
-Si, mujer. SÃ, mujer. SÃ, mujer.
y luego estaba Juanito, su hijo y sucesor (a éste ya le duraba demasiado el diminutivo). Pensaba: ¡Qué raro es este chico, Dios mÃo! A sus veinte años todavÃa no sabe lo que quiere. Hace ya tres que abandonó el COU con el pretexto de que querÃa entrar en un Banco y sigue sin hacer una cosa ni otra. ¡Este hijo..!
y qué costumbres las de estos jóvenes de hoy. No piensan más que en sus reuniones, en pasárselo bien y divertirse. Como si la vida fuera sólo eso. ¿Qué van a hacer estos chicos el dÃa en que falte nuestra generación? ¿Qué va a ser de ellos?
Menos mal que Susanita salió de otra manera. Seria, juiciosa, aplicada... Ella será la que consuele, al menos en parte, nuestra vejez. Asà se fueron cumpliendo puntualmente los plazos de la existencia de Juan. Ante sus ojos impasibles y sus labios silenciosos fue cruzando inexorablemente la vida. Su vida.
Asà se cumplieron los plazos, uno a uno, de los sueños de Juan: los que pudo ver realizados y los que se le fueron quedando en el camino. Y un dÃa, cuando acabó de pagar el último plazo, cuando ya su coche era viejo y concluyó la lectura de aquella última novela de su biblioteca de ciencia ficción, Juan se sintió enfermo:
Era un dÃa lluvioso y gris del mes de noviembre. Vino el médico que, al salir, movió la cabeza con gesto sombrÃo hacia ambos lados. Toda medicación era inútil.
Se murió cuando comenzaba a amanecer. Un viento helado y madrugador acompañó el vuelo de su alma en derechura hacia Dios. Ni siquiera se despidió de su familia, con la que en realidad no habÃa vivido a pesar de la cercanÃa y el trato diario.
Los amigos dijeron que Juan se habÃa muerto porque habÃan estallado en su cabeza todas las palabras que nunca pronunció.
Aquella misma tarde, junto a un atiladÃsimo y enorme ciprés alguien puso sobre la boca de Juan una mordaza de tierra. Y Juan guardó silencio definitivamente.
Y, luego, todos los que le habÃan conocido guardaron silencio sobre su vida.