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VANITAE VANITATUM (O Parábola del Apocalipsis)

Adrián N. Escudero

ARGENTINA



VANITAE VANITATUM (o Parábola del Apocalipsis)

Et “Sic transi gloria mundi”.

A la Concupiscencia, in memoriam...

El viento.

Tal vez las espigas de sol del primer día del año abatiendo los muros parroquiales después de aquellas nubes grises...

O esa humedad sarmentosa que los devora con su carga de prístinas reminiscencias. O el chillido amanecido de las crías de pájaros que anidan los desniveles superiores del templo. Tal vez el viento acosando la cruz y preanunciando a lo lejos el furor de una tormenta. O alguien que, a escondidas, batiere alas... Pero sólo las campanas logran despertarlo; y, por un momento, la pesadilla se aleja.

El padre Juan tiene los ojos atados por la noche, y huele y resopla la pesadez del silencio esquinado en su austero recinto de cura párroco. Es un hombre viejo. Y el desierto cobrizo que arrasa su cabeza somnolienta y molesta por ese calor que agobia y anula los sentidos, se agita cuando unas voces metálicas resuenan claramente en sus oídos. Luego, un destello de luz le desata los párpados y le ilumina el rostro; rostro de hombre trajinado por la vida.

Pero la claridad es lúgubre todavía. Se muestra desteñida en el opaco moblaje de la habitación. Y es lenta su mirada al recorrer la realidad mientras intenta despojarse de las páginas difusas que, en forma de imágenes dantescas escribieron aquel sueño horrible.

Entonces, se incorpora. Con senil morosidad permanece largo rato pensativo, sentado en su cama; los pies, desnudos, aliviados por la brisa que sisea bajo la puerta y se aplana, fugaz, dentro del cuarto. Y el sudor que se derrama en sus sienes doloridas no es, sino, la incierta, atroz melancolía que desplaza a la fe...

En el templo, los últimos quejidos del bronce embeben sus paredes con un nuevo aliento, haciendo vibrar al sagrario extrañamente.

Afuera, el cielo de hojalata ha comenzado a herrumbrarse y el silencio se enseñorea sobre la ciudad.

Sí, tal vez el viento. Por lo demás, un primo amanecer de enero, semejante a todos, pero gris, con un sol de esporas huecas luchando vanamente por imponer su brillo a una noche empeñada por no desfallecer.

El padre Juan recoge todo ese árido silencio en sus pulmones, lo sintetiza y exhala como vida. "Un nuevo año...", reflexiona, y sus dificultades se arropan en un bostezo prolongado.

Sonríe tontamente. De pronto, su rostro se endurece al retomar la seriedad del temperamento que lo abraza, y es elástico su cuerpo al ponerse de pie. Se dirige al lavabo. "Sueño bravo. Celeste...", y la piel se le eriza contradiciendo la humedad calurosa del ambiente. "¡Dios! ¿Y, por qué no hoy?", piensa e irrumpe en carcajadas. Sin embargo, a pesar de la implacable ironía de sus pensamientos, no se engaña: tiene la piel blanca y en surcos de sangre crecen como hongos los escalofríos de su perplejidad. "Extraños circunloquios los de la mente", reflexiona. "Seguro, a la larga, la tarea de leer y contemplar los Misterios, lo condiciona a uno; al final y, en cierto modo, tiene que hacerlo", afirma en busca del burlado equilibrio. Pero, ¿no tenía ya setenta y dos años?; y, ¿cuántas veces su espíritu había sido, como en este caso, secretamente desbordado? Así, de súbito, la Gran Visión; como onírico arrebato de una forma de pensar por siempre lógica y coherente, extrapolada hacia lo desconocido por la mano firme de una redentora Parusía...

Aunque sólo fuera un preanuncio de otro áspero año de trabajo. Sí, a su edad, el proyecto de consolidar la edificación del templo de la antigua capilla de Santa Lucía, costaría muchos esfuerzos. Similares a los que le habían permitido levantar esa necesaria, enorme Casa para Nuestra Señora de la Merced. Formar las comisiones de trabajo, encontrar a los más inteligentes y voluntariosos, incentivarlos con la propia conducta, recolectar fondos, etcétera, pero sin soslayar por un instante siquiera, su labor más importante: educar en la Fe.

La vieja Goya.

Felizmente, su espíritu recupera la acostumbrada alegría y, tras el gorjeo dentífrico, desentona una canción litúrgica. Sus manos gruesas y napolitanas abanican la toalla bordada por la vieja Goya (vieja, respetuosamente; vieja como él, caramba...), y es como un chico transformado en ángel repartiendo mandobles de misericordia y gracia contra la maldad del mundo. Eso, hasta que un rayo quiebra el espacio de su espejo-maravilla, hiere una de sus alas y lo descarga entre santos improperios sobre el suelo, en singular posición. Es hora de regularizar el estómago.

Y la vieja Goya es el rayo que lo ha devuelto a viejo impidiéndole jugar...

Ha entrado a la casa muy temprano, como en día hábil, para ayudarle en lo doméstico, a fin de que él pueda abocarse a preparar según su costumbre, metódica y puntillosamente, los alcances de sus servicios presbiterales.

"Padre, ¿está bien? Buen día...", susurra melosa la doña, toda humilde ella y arrugada. "Le traigo unas tortillas para el desayuno. Como en el barrio estaba todo cerrado, se las hice yo nomás", aclara servicial y por nada pedante en medio de su bendita ignorancia.

Son sus últimas palabras, claro, antes de irse para arriba.

"Gracias, Goya. Buen día. En seguida estoy con usted", responde amable, casi candoroso. Y, quizás por haberlo dicho o porque tiene que suceder así, cuando ya su cara habita el espejo y navaja en mano ha empezado a escamotear la delgada pelambre que asoma en su piel, escucha las campanas nuevamente sonar... Con arrebato de diablos, sonar. Como azotadas por una tormenta, sonar. Aunque afuera estuviere calmo pero con un cielo de hojalata herrumbrándose y una vieja buena y presa de horror volare hacia las nubes gritando "¡Socorro!", sin saber porqué...

"Cura exagerado", opina un vecino. "Tocar las campanas así, a las siete menos cuarto de un día como hoy. Mujer, ¿ese cura está loco o el reloj anda mal?".

Y cura loco o profeta, lo cierto es que Juan, ensimismado, pierde elegancia cuando, arrojando máquina de afeitar y toalla y sandalias, y hasta pantalones a punto de calzar, abre la puerta, sale a la calle, y ve a la doña que desde hace treinta años lo sirve, volar...

Como un paraguas, abierta de polleras, rectamente al cielo, volar...

Sara.

Un fuego gris estalla en su cabeza cuando gana la esquina, todavía confuso en sus reacciones. Sara es un monstruo que chilla y gime, toda llorosa y aterrada por la incómoda situación. Es ella quien lo ha precipitado otra vez al mundo hostil y acomodado, en busca de auxilio; embriagado aún por el sopor del sueño, atormentada su mente por las burlas de que ha sido objeto hasta esa madrugada en que, por fin, decidieron irse todos y dejarlo solo. Con su manera simple de mirar la vida. Aunque Sara pretendiera estar allí, con él. Una sombra de colores y olores fastuosos. Nada más. (Juan también, en su vientre, es una sombra; una sombra onírica y movediza, de ensueños inquisitivos).

Claro que nadie se ha dado cuenta. Menos aún aquellos entrometidos que profanaron su fin de año al grito de: "¡Eh, burgués! ¡Sacúdete!", y enlodaron los mosaicos nuevos y brillantes, y se arrellanaron en los sofás artesanales -ocultando sus verdaderas intenciones tras una cortina incesante de humo importado-, y quemaron la moqueta, vaciaron el barcito -más de su señora dama que de él, que con un poco de gaseosa estaba agradecido-, comieron bocaditos de caviar -que, ojalá o al menos, hubiera preparado ella-, envidiaron sus cuadros de bohemio tocado por la fama -pero sólo después luego de alternar en París-, proyectaron planes y aventuras inauditas -que no interesaban tanto como mejorar su arte o leer un buen libro lejos de satánicas amistades-, y que ahora dormían como tontos su alcohólica borrachera...

Pruebas, al fin y al cabo. Como el último modelo de ropa en una mujer sofisticada, versus la bicicleta de un hombre sabio o maniático, que es lo mismo (para este mundo). Como las siete habitaciones de la casona comprada con su herencia y aprovechada por ella, versus el estrecho cuarto donde persiste en encerrar la austeridad de una existencia violada por la desfachatez del amiguismo. Pruebas duras. En realidad, parece un personaje de telenovela: Luigi Scaglioni, joven rico y famoso artista, rebelado. Detrás, la risa de los payasos ojerosos. Por tanto, no existe. Es, según ellos, una gran mentira. Así dicen. Y no le preocupa. Sólo él se escucha latir... (Y Juan lo entendería; mañana, Juan lo entendería).

Pero, ¿y Sara? Sara ha cambiado mucho. De ella sólo queda el nombre encadenado a sus labios. Sin embargo, va a tener un hijo. Su hijo. Entonces, vale la pena correr... (Allí fue cuando notó que sudaba).

Luigi.

Mientras lo hace, frenético, alucinado casi, recuerda aquellos tímidos encuentros con ella; escarceos amorosos de jóvenes ingenuos en busca de trascendencia. A la puerta de su Iglesia en Nápoles, a la salida de la Facultad de Letras o del Taller de Pintura de Manzio, en los parques de abril espantando gigantes a los niños que juegan y trepan a las máquinas y vagones detenidos por el óxido pero que relucen en la imaginación... ¿Y cómo se llama él en este juego? Se llama Luigi y huele a primaveras y chapotea lluvias y ensaya guiños cómplices con Dios, experimentando siempre esa sensación de gravidez con que se mantiene el amor. Viajando en esa nube rosa que se explaya sobre el temor del mundo, plena de vigor. Y cuando todo debía comenzar, todo acabó.

La fama no debe codearse con algunos seres, entrelazarlos con el efluvio mordaz de la gloria (Vanitae vanitatum et omnia vanitas). Les hace mal. No están preparados para su roce eléctrico. Se marean y caen. Caen desde un edificio alto, tan alto que no se dan cuenta que caen; porque tanto arriba como abajo es lo mismo, y la tierra donde se precipitan no aparece, sino para hundirle de raíz.

¿Dejarla? Demasiado fácil. Era su cruz. Y traía un hijo por compañero inigualable. Pero ahora peligra. Y, más que ella...

A dos cuadras sigue escuchando sus gritos. Aunque nadie, excepto él, puede volver la cabeza. Son las ocho de la mañana de ese primer día del año, y corre como un loco. En pijama, sandalias y torso desnudo. Por testigo, un trasnochado vecindario que pronto explotará. El eco de sus pasos hinca las veredas, golpea las ventanas y desata los cerrojos de aquel aristocrático barrio de la ciudad envuelta por el manto de un eclipse. Ojeroso y barbudo, con el pelo cobrizo y entrecano, curioso para sus treinta años, traga el mal aliento y se muerde los labios hasta hacerlos sangrar. En el baño queda Sara. Atormentada.

En la calle, él, buscando la casa del menos consentido para implorar auxilio. La vista fija en su objetivo (quizás por eso no advierte esfumándose tras un tanque de agua, a Pablo Armendáriz, su mejor amigo); crecido en el pecho el sudor del estío, sacudiendo el crucifijo sujeto a la garganta, medio tonto por los recuerdos que lo asaltan, despavorido por la insólita situación en que hallara a su mujer esa mañana al despertar...

Debe apurarse.

¡Más rápido! Pablo sabrá qué hacer. Cómo deshacerla del espejo del baño y sacarle el tubo dental y el cartucho de lápiz labial apretado en su boca; y arrancarle, quizás, esa inmensa cadena de frascos y cajitas de polvo base, coloretes y brillos, cremas de limpieza nutritivas y astringentes, y pinceles de rimmel, sombras y delineadores, hebillas, pincitas e invisibles, ruleros, champúes y aceites, que se han adherido a su rostro de cándida muñeca de verano, como rodajas de belleza y flechas de ilusión, dándole ese aspecto de medusa moderna con el débil signo de humanidad prendido al réquiem de sus ojos; ojos enormes y negros, con toda la ansiedad y el terror del universo acumulado en la retina, con la salvaje expresión de lo imposible y el ahogo mentolado de la pasta de monofluor de sodio empastando en sus labios, la siniestra obertura de una histeria paranoica.

El Ángel Exterminador

"¡Pablo!".

Y a Pablo el viento o vaya a saber qué cosa extraña se lo ha llevado levitando hacia arriba junto a Giovanna y Sofía, sus pequeñas hijas, hasta donde el fuego gris amenaza con enrojecer...

"¡Pablo! ¡Viejo!, ¿dónde estás? Justo ahora se te ocurre ir al campo...", y el desaliento lo enerva.

Veloz, su mente piensa en Pocchetino. "¡Pocchetino! ¡Probemos con el gordo Pocchetino!". Y emprende su corrida por la vereda de enfrente. "El muy cerdo debe estar contando sus salames...", gruñe; y ya está a cinco cuadras de Sara, atrapado en las mortales bambalinas del Teatro de las Pesadillas...

Una gota de sal, indócil, superando el escalofrío de su frente, le nubla la visión. La realidad se vuelve noche hasta que el manotazo brusco de su mano sin reloj intenta aclararla. Pero sus ideas se confunden en aquellos continentes apagados. Sí, hasta él llegan sin piedad los gritos aterrados de una hilera de cuerpos transidos, atribulados en los Moteles del Adulterio o en las Escuelas del Progreso sin Alma... Y ansía la luz con desesperación. Y la luz se hace. Y ve demasiado en aquel momento de serenidad con que se entrecorta su agitación. Es que por allí andan los Cóppola aplastados, uno por cada lado, contra las puertas de su flamante unidad motora. Listos para pavonearse a la entrada de la Iglesia. Ya no. Pidiendo socorro también, porque, además de fundirse en la azul carrocería del auto, una serie de objetos ha comenzado a zumbar en torno a ellos con la manifiesta intención de ahogar o formar parte de su personalidad estremecida.

Luigi tiembla también. En cualquier instante, razona, terminará pegado a algo.

Los objetos que vuelan son unas láminas de colores opacos que escapan de las chimeneas, ventanas o hendijas del caserón de sus azoradas víctimas; y aún de sus propios bolsillos. Y que, al tiempo de estampar su gracia enaltecida por la figura estoica de aquellos próceres reconocidos por la Historia del Pueblo, coletean graciosamente la estirpe de su signografía monetaria, ampliamente liberada a causa de la forzosa circulación. Porque, al cabo de un minuto, el fenómeno se generaliza. Los árboles de las calles y bulevares truecan dolidos su natural follaje por el de aquellos papeles entintados que ponen precio a sus existencia. Y una nube de dinero vagabundo misteriosamente conducida, desciende sobre la multitud de hombres que inician el año paralizados en el cemento, esclavizados en sus zapatos cotidianos, atropellados por el rigor de su egoísmo, sorprendidos en la idolatría de sus pensamientos, o atenazados en las sillas de los bares insomnes donde entretejen las fábulas de sus negocios e intereses. Todos ellos sofocados no sólo por el humo de los cigarrillos que han decidido, por sí mismos, encenderse, perpetuando en el aire su aroma a tabaco; sino por aquella marea de riqueza que revolotea astuta, como una sombra hidrópica, auscultando memorias y conciencias hasta encontrar propietario. Igual con las botellas; de a millones clausurando bocas...

Mas, todo eso piensa o adivina, porque no otra cosa puede suceder con aquellas bandas de dinero y envases asaltando la ciudad. Al igual que con las botellas, la posesión monetaria es dolorosa. A los Suárez las fichas de cobre y níquel se les meten entre los dientes por cada grito de dolor que dan. A otras gentes, imaginó, se les debían estar introduciendo por las orejas...

El espectáculo es terrible. Y da gracias a Dios el encontrarse libre todavía para buscar ayuda, si es que existía en algún lado: porque resulta grotesco pensar en bomberos trenzados por sus propias mangueras e intentar liberar a Sara con ellos en tan incómoda maniobra. Su principal escollo radica en eludir esa andanada hedónica que ha terminado horrorizándolo. Y, como no hay tiempo para concretar una idea coherente, apresura su carrera en busca de Pochettino, haciendo caso omiso del castigo inflacionario que billetes de cien mil propinan a sus espaldas humedecidas.

A duras penas distingue el cartel del supermercado. A su lado, la casa. Golpea con frenesí invocando el nombre de su amigo, pero nadie responde. La puerta, sin llave, cede naturalmente al accionarse el picaporte; entonces, el obeso, gigantesco y calvo despensero, aparece frente a él con los ojos escaldados, visiblemente atraído por su mesa y utensillos de cocina, atragantado por el denso emparedado de fiambres y huevos que todas las mañanas preparaba; y, junto a su humanidad sometida, su hermana Lucía de ruleros en los tímpanos intentando, inútilmente, liberarlo de una muerte segura por asfixia. Por lo demás, una lluvia de billetes errantes viola la entrada y orna su cabeza de gloria y esplendor, mientras una festiva cadena de embutidos circunda su silueta estremecida, gateando por el suelo o dando brincos, en maravillosa comparsa de comestibles vivientes...

Luigi se detiene enajenado. Gira en redondo, se cubre los oídos y cierra la puerta escapando a la calle antes de que centenares de paquetes de harina, fideos, azúcar y sal, todo en singular enredo de envases de arvejas y tomates, duraznos y picadillos, se una al ataque y estrangule gastronómicamente al martirizado comerciante...

El miedo deja tan sólo de azuzarlo. Ahora lo posesiona totalmente. Excitado al extremo, observa a cada hombre atragantado, atado, ahogado, masacrado, cepillado, envenenado, paralizado, enceguecido, fusilado y torturado, muerto en la debilidad ética que ha signado su existencia. En amaneceres rosas o púrpuras atardeceres. En mediodía o medianoche. A cada uno según su región o país. Y opta por regresar donde Sara. Al menos ella no habrá visto, sino, la vergüenza agónica de su propia corrupción...

El vecindario sucumbe bajo la verdad. Sin embargo, al margen de toda esa locura puede advertir que no son globos ni muñecos los que, mezclados con la estela de billetes, monedas, botellas y elementos que se agitan en el aire, son atraídos hacia la fogata gris-rojiza que domina la atmósfera, liberados del acoso de una descontrolada realidad. También los pájaros, las hojas y las flores suben. Y el canto de los pájaros y el color de las hojas y el perfume de las flores. Y un inveterado invierno cristaliza la sangre y detiene los pulmones congelando al mundo... "¡Sara!, ¡cara mía!", grita. Aunque más que por ella por el pequeño náufrago que navega en su vientre.

"¡Sara!". Y entra en la casa. "¡Sara! ¿Dónde estás?". Pero sólo un bebé responde con su llanto.

Entonces... “¡Sara!”. Pero no puede acceder hasta el baño donde la mujer solloza débilmente, ya sin fuerzas... Ellos le han ganado. Están abarrotados en la escalera que conduce a la suite del primer piso, disputando la oportunidad de coronar a la reina, de ungirla con arte y vanidad. Sus cuadros, pinturas esquizofrénicas de artista plástica con fama astuta y vehemente alcanzada, son un ejército en formación rodeando a la enemiga, acosándola, tenaces, ajenos al horror de su destinataria loca y muda... A su lado, en el sangriento lodazal de un cruento parto anticipado sin asistencia alguna, un precoz astronauta se retuerce torpemente ligado aún a su nave nodriza. (Sin duda, Juan ha elegido un mal día para visitar a este mundo arcano que ha comenzado a despoblarse).

Entretanto, su padre corre desesperado donde el cuarto de herramientas, y murmura, presto a rebelarse. Tiene suerte. Inmóvil, un hacha lo espera y la toma entre sus manos; después, vuelve y arremete -feroz- contra ellos. Pero no solamente por Juan. También por Sara, y aquel viejo amor. Ellos, su Obra. Nada más. El motivo de una efímera alegría, pero también de la ambición de Sara. Pobrecita. Uno por uno, destrozarlos... ¡Así! ¡Así! ¡Así!

De pronto, algo le impide continuar su arrebato salvífico. Las campanas de la Catedral repican sin cesar, como en día de Pascua o Navidad. Año Nuevo, repican. Anno Dei, repican. Año de Dios, repican... Y su dicha metálica le cubre los ojos de lágrimas. El hacha salta pues de su mano y se une en retirada junto al coleteo pictórico desairado. Pero tarda en darse cuenta que ha ganado la batalla. Se siente perdido y perdido a sus seres más amados. Hasta que Sara surge, ante él, bellísima, con su hijo en brazos nacido en plena crisis, y una hermosa sensación de gravidez aliviana sus cuerpos, los posee interiormente como cuando eran novios y los impulsa hacia la calle, elevándolos como aves majestuosas por sobre la línea de monedas y billetes que se expande por doquier.

Ahora son parte de las flores y hojas, tallos y continentes que, desgranados en partículas, se pliega a la masa oceánica que abandona el planeta en descomunal marea...

Allá abajo quedan las gentes atadas a sus lechos de impostura y encantadores aparatos domésticos; ahogadas en el postrero enjuague de la piscina veraniega, calcinadas por el sol, intoxicadas por el tabaco y la droga, y, algunos niños, los que aún no han levantado vuelo, lloran...

Sí, allá abajo quedan los parques solitarios, sin jubilados que pasear porque ahora se divierten mucho más: ¡vuelan! Y cuando la cortina de polvo, agua, verde y perfume desaparece, transfigurada en el punto donde se filtra un punto de luz que, evidentemente no es el sol, se descubre a sí mismo.

Una idea.

Una idea sin cuerpo, ni carne ni huesos; sin piernas, ni brazos ni cabeza. Un pensamiento sutil vagando por el espacio. Atravesando el universo hacia el agujero donde hierve el extraño candil...

Y descubre también que su antiguo mundo (edénica mirada), no es sino un conjunto de ciudades vacuas, arracimadas unas con otras porque no hay terreno donde apoyarse. Una compleja y absurda telaraña de edificios, cloacas y túneles, postes y líneas telefónicas, radares, computadoras y antenas de televisión; sincretismo de cemento espigado y gente sin vida, girando en torno a un abismo sin fin. Famélico esqueleto de progreso tecnotrónico, sin raíces para seguir creciendo...

(Después llegaría a la luz junto a un torrente de templos. Futuras moradas de un Todo vuelto para él, último recuerdo de su humana existencia).

Anno Dei

Todavía no abre los ojos...

Luigi Renato Scaglioni, su padre, finalmente muerto en fama y perpetuado en bronce por la colectividad artística de su patria. Sara Judith Aisentein, su madre, finalmente muerta en fama, pero lejos de aquél, en tierra de sus padres y al cabo de segundas nupcias con un ministro israelí. Él, Juan Scaglioni, finalmente sacerdote, lejos del viejo Nápoles que no alcanzó a conocer. Él, con su alucinante memoria y escala de valores...

Cuando despierta se muestra pensativo y una tristeza infinita lo reclama: "Estás viejo, Juan. Chocheas con tus viejos fantasmas. Viejos como vos. ¿Qué te pasa? ¿Para qué resucitarlos? ¿Confuso? ¿Frustrado por no hendir la carne y verte transcendido en hijos que lleven tu mirada y aborden la vida con tu socarrona nobleza? ¿Quizás el vino de misa y doce campanadas de Año Nuevo enturbiando la mente? ¿Con ganas de volar...? ¿Es eso? Mucho trabajo, Juan. Y un poco loco; de cansancio y soledad. La soledad que brotó el día en que los tuyos decidieron separarse y fuiste con tu padre por el mundo un marinero de meses. Y han vuelto a visitarte”. Eso fue. Una extraña visita. Nada más... ¡Arriba! Pero... "¿Y Goya? ¿Todavía no llegó? ¿O llegó y se fue? ¿Se fue volando..? ¡Ja! ¡Ja! Por las dudas corro afuera...". "Eh, ¡cura depravado! ¡Vaya a ponerse los pantalones!". Y el coche ruge devorado por la ciudad dormida tras el horizonte de un cielo de hojalata, herrumbrándose...

Ahora las campanas suenan (o vuelven a sonar).

El pulso del padre Juan acompaña sus tañidos jalando las cuerdas con rítmico vaivén. A las ocho de la mañana de aquel día nuevo, tempraneros feligreses se agolpan en el templo mercedario en cumplimiento del precepto litúrgico. En sus estómagos hay leche fría y mermelada, y comprimidos de analgésicos junto a restos de bicarbonato. Van en busca de la primera bendición del año. Y de purificación comunitaria en el Día Universal de la Paz... Un cura serio y algo perplejo los recibe e inicia el sacrificio dominical. Sus oraciones se entrecortan por silencios no rituales, y la asamblea inicia un lento y pronunciado murmurar...

De pronto, el murmullo cesa: la Palabra de Dios ha sido anunciada. Y el ceño de Juan se contrae con firmeza cuando la presenta. La asamblea espera. No saben qué, pero todos esperan. Es que el padre Juan, siempre amable y sonriente, suave y sugerente, profundo y sutil, está desconocido.

"¡Je!, le ha hecho mal el vino anoche", apunta suspicaz un feligrés. "En cualquier momento se nos viene abajo", arriesga otro. Y sonríen. "Shhh, la Palabra de Dios", advierte otro.

"Evangelio... según... San Juan", dice persignándose con probado respeto. Pero no alcanza a concluir porque lenta, real y sorpresivamente, clava una mirada ignota en el panadero, almacenero, zapatero, carpintero, plomero, electricista, estudiante, obrero, técnico y profesional; niño, adolescente, joven, adulto hombre y mujer, maduro y anciano, sano o enfermo, y él también sonríe... Sonríe con un gesto amplio y generoso, desnudando el alma tras la apertura de su boca seca, y la asamblea suspira.

"¡Ese en nuestro Juan!”, opina la Cofradía; y el resto asiente porque es verdad. El alegre, sacrificado y viejo Juan que todo lo sabe, proyecta, construye y soluciona... Pero que lo es por poco tiempo no más. Porque lenta, real y sorpresivamente comienza su ascensión hacia la bóveda del templo, mientras el mundo enmudece y un viento gris sopla afuera una multitud de hojas novedosas, como de cien, quinientos y un millón de millones de pesos arrojados, sin cesar, a la locura de un inesperado Apocalipsis...

Es el Anno Dei. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.

Y así pasa la gloria del mundo.-

“VANITAE VANITATUM” - ADRIAN N. ESCUDERO - Santa Fe (Argentina), 1983. Texto ajustado: 01-04-06. Publicado en “Cuaderno Nro. 01 - EL HOMBRE Y LA CULTURA” - Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santa Fe - Julio 1984. En su versión titulada “ANNO DEI”, integró la primera edición del libro “DOCTOR DE MUNDOS”. Editorial Vinciguerra SRL (Buenos Aires, Argentina - Enero de 2000), págs. 71/84.

P.-S.

Breviario curricular del autor: ADRIAN N. ESCUDERO. Nacido en SANTA FE (ARGENTINA) (1951)}} - Autor de los libros de cuentos éditos “LOS ULTIMOS DIAS” (Edito, 1977); “BREVE SINFONIA Y OTROS CUENTOS” (Edito, 1990) y “Doctor de Mundos I - EL SILLON DE LOS SUEÑOS” (2000), continuado en saga con “Doctor de Mundos II - VISIONES EXTRAÑAS” (Inédito, 2005) y “Doctor de Mundos III” - LOS ESPACIALES (en desarrollo); así como, entre otros, de los libros de cuentos inéditos “NOSTALGIAS DEL FUTURO” - Colección Fantástica (Inédito, 2004); “MUNDOS PARALELOS y Otros Cuentos para un Semáforo” - Colección de Realismo Mágico (Inédito, 2005); “EL EMPERADOR HA MUERTO y Otros relatos” (Colección La Abadía) (Inédito, 2005); “LA TORRE DE LOS SUEÑOS (O los Sueños de la Torre) - Colección Onírica (Inédito, 2005 - En desarrollo) y “DESDE EL UMBRAL - Terrores Cotidianos y de los otros” - Colección de Horror (Inédito, 2005. En desarrollo). Relatos inscriptos bajo registro en la Dirección Nacional del Derecho de Autor (Ministerio de Justicia y Culto de la Nación). Domicilio particular: Obispo Gelabert 3073 - (3000) Santa Fe (Argentina) - Te.: (0342) 455-4811 - E.mails: anescudero@gigared.com y adrianesc@hotmail.com}.-

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