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MEMORIA DEL TIEMPO

Cuento un poco semoviente

Raimundo Escribano

España



Mi padre había reunido a toda la familia en el corralón de la casa, bajo el porche de bovedillas marrones. Un poco más allá se recortaba el gran cuadro azul del cielo con algunas nubes de algodón malva y al fondo, en el otro extremo, asomaban, desde sus arriates, zelindas, enredaderas, hortensias, alas de ángel -que como la violeta, florecen en invierno- y algún pangio. Todo ello formaba parte de un no muy extenso y nada frondoso jardín.
– Bueno, aquí lo tenéis ¿Qué os parece?
En efecto, estaba allí, como una aparición, ante los asombrados ojos de todos. Tenía toda la apariencia de un raro animal, quizá un descomunal insecto al que un palmetazo certero hubiera derribado sobre nuestra casa.
Pero no era ningún insecto gigante aquella cosa extraña que los mayores contemplaban con arrobo, sino un flamante automóvil Ford modelo T de color ala de mosca. Las ventanillas eran de concha quebradiza y el techo, una lona oscura, hacía visera por encima del cristal parabrisas. Por dentro, en el frontal, se podía admirar un complicado paisaje de agujas y relojes con el que nunca llegué a familiarizarme. El volante era enorme y en el lado del conductor, por fuera, había una trompeta dorada que sonó pabú pabú cuando, instintivamente, apreté la pera negra, de goma, que había en uno de sus extremos. Fue lo que más me llamó la atención y mientras mi padre explicaba a mis tíos y primos mayores cada uno de los mecanismos gracias a los cuales aquel ingenio se podía poner en movimiento, yo estuve todo el rato apretando la goma negra que, no sé por qué, me recordaba las lavativas con quede vez en cuando el practicante del pueblo intentaba arreglar las complicadas digestiones del abuelo. Me chocó, sobre todo, que la bocina estuviera fuera del coche, pegada a él, a la pura intemperie, por lo que cada vez que se necesitara avisar a alguien para que se apartase, el conductor tenía que sacar la mano, así estuviese nevando o cayesen chuzos.
En la parte de atrás, sobresalía un enorme cajón-joroba, una especie de baúl que según mi padre servía para llevar las herramientas y según mi madre podría aprovecharse para transportar la cesta con las tarteras de la merienda en los viajes (a los niños nos daban, invariablemente, tortas de Alcázar) y hasta la jaula del periquito de tía Tilde cuando, en la canícula, nos trasladásemos al Norte, huyendo del inclemente sol castellano.
En ambos estribos, como si se hubieran subido ya en marcha y a última hora, viajaban sendas ruedas de repuesto con sus radios de madera, según costumbre de la época.
En los días que siguieron y gracias a las explicaciones de mi padre aprendí algunas palabras de la jerga automovilística como cárter, magneto, cigüeñal o árbol de levas, que seguramente fueron la génesis de mi actual vocación de conductor dominguero.
De pronto, alguien preguntó:
-¿Cómo le vamos a llamar? Porque algún nombre hay que ponerle, ¿no?
Mi primo Javier propuso que le llamáramos Ricardo en memoria de su padre, fallecido hacía dos meses de unas tercianas y persona muy querida por toda la familia, pero se desechó la idea porque el constante recordatorio de su nombre únicamente serviría para acrecentar el dolor de sus deudos.
Se barajaron otros nombres que fueron igualmente desestimados hasta que, de pronto, me vino a la memoria aquello de “marejadilla en el Cantábrico” que por entonces se escuchaba a diario en Radio Nacional cuando, tras el parte, daban la “información meteorológica para barcos pesqueros y navegación de cabotaje”. Un latiguillo que a fuerza de oírlo se nos había quedado en el subconsciente. Los humoristas de aquel tiempo incluso se inventaron y explotaron hasta la saciedad un chiste en el que un patrón de pesca se presenta un día en la emisora con un palo del tamaño de un lápiz de carpintero, gritando ¡Con que marejadilla en el Cantábrico ¿eh? Miren, miren lo que quedó de mi barco!
– Â¿Por qué no le ponemos Marejadillo?
Aunque hubo sus discrepancias, mi propuesta no pareció mal a la mayoría de los presentes y así quedó bautizado. Desde ese momento fue como uno más de la familia y recuerdo que para celebrarlo papá trajo una botella de champán Benezet y la estrelló contra la carrocería.
Sería casualidad pero en ese momento el ford echó a andar; él solo. Alguien debió soltar inadvertidamente el freno de mano y, liberadas las ruedas, el neófito empezó a deslizarse por la ligera pendiente del suelo, en dirección al sumidero que recogía las aguas de lluvia. En los breves instantes en que mi padre y mis tíos lo perdieron de vista para brindar por nuestra buena suerte como futuros viajeros, el ford siguió reculando hasta chocar con la hacina de sarmientos que, providencialmente, se hallaba en el recorrido. De no haber sido por ella se hubiera estampado contra la tapia. Yo creo que fue una manera de mostrar su disconformidad con el nombre impuesto. O que no le hizo ninguna gracia lo del botellazo. Porque como luego pudimos comprobar, Marejadillo tenía sentimientos, vaya si los tenía. Adoraba a los niños y aunque nunca pude averiguar los motivos -acaso porque sus muchos kilos ponían continuamente a prueba su resistencia- creo que odiaba un poco a tía Tilde.
Fue entonces cuando mi primo Ginés, el tontito, preguntó con su voz angelical:
– Bueno, pero éste ¿qué come?.

Me acuerdo de nuestro primer viaje, que en realidad no pasó de un puro intento con final en ninguna parte.
Habíamos madrugado más de lo habitual tras una noche de semiinsomnio que a los chicos nos mantuvo inquietos durante muchas horas, con la ilusión del prometido viaje. El cielo había amanecido luminoso y la mañana de abril era toda una invitación a la vida. Mamá y tía Tilde fueron las primeras que se acomodaron en los asientos traseros de Marejadillo, que parecía en estado catatónico.
Para ponerlo en marcha hacían falta dos personas: el conductor y un ayudante. Nuestro ayudante, que se llamaba Leoncio y era natural de Castuera, estuvo dale que dale a la manivela durante más de media hora, vez hasta quedarse sin resuello. Entonces hubo que echar mano de varios amigos y un vecino compasivo, que se iban turnando en la tarea.. Mientras tanto, mi padre trasteaba en los botones del salpicadero y pisaba los pedales con desesperación tratando de pillar al descuido a Marejadillo y lograr que diera alguna señal de vida, cosa que durante mucho rato se limitó a una serie de bufidos y alguna que otra pedorreta esporádica. Tía Tilde rezaba por lo bajo a todos sus santos amigos y con especial devoción y apremio a los abogados de imposibles y causas perdidas.
Sin embargo, mi padre procuraba animar a los de la manivela:
– Ya quiere, ya quiere.
Cuando por fin consiguieron que Marejadillo se ablandase y, con un petardeo algo más seguido, se pusiera en marcha -por cierto con una especie de baile de San Vito muy gracioso- los chicos nos pusimos contentísimos. Saltábamos de alegría y le dábamos cariñosas palmadas en la chapa.
Pero llegado ese momento nuestras ganas de viajar se habían esfumado. Así es que papá decidió dar una vuelta alrededor del pueblo y si el tiempo seguía acompañando, comeríamos en las afueras bajo un árbol o en alguna era cercana.
Marejadillo echaba a andar muy despacio, como con miedo, igual que esos convalecientes que todavía no acaban de fiarse de su mejoría. Parecía un niño que empezara a echar sus primeros pasos. Pero luego, poco a poco, se iba soltando y caminaba muy telendo hasta alcanzar un pasitrote que resultaba bastante placentero. Sin embargo, en las cuestas abajo, como si de pronto le nacieran alas, se despendolaba y casi no se podía hacer carrera de él.
A veces aprovechábamos para visitar los pueblos vecinos. A los críos, aquellas excursiones de apenas unas leguas se nos antojaban arriesgados viajes (lo de arriesgados era cierto) a tierras remotas donde viviríamos fabulosas aventuras. Luego, no había tal, naturalmente; pero daba gloria ver la turbamulta de la chiquillería corriendo entre la polvareda que íbamos dejando atrás, hasta la salida del pueblo; yo creo que para asegurarse de que no nos quedábamos en él ni abandonaríamos allí aquel cacharro infernal.
Algo que no podía faltar en los viajes era el taco. El taco se convertía en obligado protagonista cuando, en mitad de cualquier repecho, el conductor notaba que las fuerzas de Marejadillo empezaban a flaquear. Entonces apremiaba:
– Â¡El taco, el taco, mete el taco! y el de Castuera se apeaba a toda prisa y encajaba la pesada cuña bajo una de las ruedas, a veces con el tiempo justo para evitar que Marejadillo comenzase a desandar por su cuenta el camino recorrido.
Decían que tenía varias marchas pero yo sólo le conocí dos: una hacia delante, para la que costaba Dios y ayuda convencerlo y otra hacia atrás, cuando reculaba en las cuestas, mucho más fácil para él porque según nos habían enseñado en la escuela las cosas tienden a caer por su propio peso en virtud de aquella ley de la manzana.
De vez en cuando Marejadillo sufría lesiones (pinchazos, “pannes”; averías, decían los entendidos) algunas bastante gordas. Como cuando se le rompió un palier y mi padre me explicó que aquello era como cuando un cristiano se parte una pierna y se queda cojo.
Los parones y desplantes de Marejadillo eran frecuentes pero tenían, sin embargo, su lado positivo y es que permitían, a los mayores, recrearse en la contemplación de parajes en los que nunca antes habían reparado o entretenerse en hacer señales de humo con el que a chorros se escapaba a veces por la tapa del radiador. A los críos nos daban suelta y nos dejaban corretear libremente por los campos, mientras se reparaba la avería.
Algunas veces, durante esos viajes, Marejadillo abandonaba de pronto su actitud sosegada y más bien pasiva y se ponía a dar unos saltos tremendos, como de cabra loca, que lanzaban nuestras cabezas contra la lona del techo. A lo primero creíamos que eran de puro contento pero mi padre nos aclaraba enseguida que se debían a los incontables baches de la carretera...
Marejadillo fue para mis primos y para mí un amigo leal en los días azules de la infancia y por las posibilidades para el escondite que ofrecía- incluido la enorme joroba- maletero de algún modo participaba activamente en nuestros juegos.
Con el tiempo todos en casa le fuimos tomando cariño y quien más quien menos habíamos soñado para él un final si no feliz, al menos apacible: Por ejemplo, podría formar parte de la escudería de algún millonario caprichoso o acabar sus días, ignorado y anónimo, en algún rincón tranquilo y soleado de cualquier desguace.
Sin embargo su final fue radicalmente distinto. Marejadillo se suicidó. Así, como suena. Se suicidó y nadie pudo hacer nada por impedirlo. Aunque era muy temperamental siempre fue, también, muy reservado y nunca dio motivos para la menor sospecha en este sentido. Pero yo creo que hacía tiempo que tenía tomada tan drástica decisión, pues últimamente se le notaba como más perezoso. Cada vez oponía mayor resistencia a cada vuelta de manivela. Los bufidos se habían vuelto crónicos y en más de una ocasión tuvimos que descargar las tarteras y suspender algún viaje ante la negativa a salir de su letargo.

Fue el último día de aquel verano cuando, de regreso al hotel, papá quiso que nos despidiéramos del mar desde el mirador que ofrecía la última curva de la carretera. Hasta allí llegaba el estruendo de las olas rompiéndose abajo contra los riscos y podíamos divisar la verde inmensidad del agua, que cabrilleaba a lo lejos .
Estábamos extasiados contemplando tan hermoso panorama cuando alguien llamó nuestra atención y vimos, de pronto, cómo Marejadillo, que había quedado aparcado un poco más arriba, a un lado de la carretera, se nos acercaba a toda mecha.
Pasó junto a nosotros como una exhalación. Traía las portezuelas abiertas y por el aleteo que éstas producían era como si nos estuviera saludando con un gesto cordial de despedida.
Antes de que saliéramos de nuestro asombro Marejadillo chocó contra el pretil, a escasos metros de donde estábamos y se precipitó al vacío. En los breves instantes que duró su caída me pareció que recobraba su primitiva apariencia de insecto raro y enorme. Luego, una gran ola lo recibió y lo arrastró hacia el fondo.
Y allá quedó Marejadillo, en el Cantábrico. Y con él los últimos juegos de los niños que por lo visto ya empezábamos a dejar de ser, pues al regreso de aquel aciago veraneo a mis primos y a mí nos compraron nuestros primeros pantalones de hombre.

Este artículo tiene © del autor.

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