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PALABRAS DEL MENDIGO

Pedro Fuentes-Guío

España



Desde la atalaya de mi silencio, desde el umbral de mi soledad, desde el silbido de mi hambre, como un desahogo, quiero desentrañaros la palabra gracias, porque así, sin echarle las entrañas fuera, esta palabra es poca cosa, insuficiente y zafia, como niña aterida y fría que no expresa lo bastante, ni siquiera lo justo y necesario. Vosotros, viandantes de la prisa, de la mirada huidiza y esquiva, los que a veces miráis mi cestillo en demanda, o los que no lo veis porque miráis hacia otro lado, vosotros sois mi pan, mi sostén, la luz que alumbra mi alma y mi esperanza.
Los que me echáis una moneda, como si arrancarais una golondrina del bolsillo, en el que queda el dolor de rama desgajada, como un robo, como una quiebra, no sabéis que ese esfuerzo, casi agotamiento anímico, ha dado brillo al sol. No me refiero al sol del cielo, esa antorcha presente y lejana
que me da sus miradas de calor, sino al astro central de vuestro pecho, de vuestro yo escocido, que ha conseguido un relumbre especial, el mismo destello que ha exhibido la moneda que echastéis a mi cestillo.
Y tus manos, !ah, tus manos!, fosforescentes con la moneda entre los dedos, se han tornado caricias en el viento, fuego fatuo en el aire. Y es que la moneda que ibas a darme, como enriquecida de generosidad, con latidos de corazón, se tornó trozo de cielo, alma de niño, silencio de pobre, vuelo de paloma en llamas. En ese recorrido, de tu mano al cestillo, esa moneda ha ido hasta Dios y ha vuelto, se ha cargado de lluvia, de alma de tiempo, de besos de madre. Y todo eso, sin tú saberlo, sin sospecharlo siguiera, como labor de un duende misterioso y sabio que torna en luz las sombras y los actos.
Vosotros, los que miráis para otro lado, dejando en el aire la vista cadavérica, con la pupila cubierta de sombras, vosotros lleváis en el alma la imagen de mi presencia, el aldabonazo de mi figura desheredada. El alarido del hambre que refleja mi rostro, como un salteador de caminos, se ha colado por la ventana entornada de nuestro corazón, sin que hayáis podido evitarlo, aunque lo intentásteis, y de ahí, abriendo senderos de escozor, ha ido a acomodarse en vuestra conciencia. En ella suenan los nartillazos del remordimiento, del pesar, de la duda, de una sombra incómoda que no cesa de ser sombra. Por eso, también vosotros, que os lleváis mi imagen como un lábaro, me habéis dado parte de vuestro calor, de vuestra hermandad porque, querámoslo o no, tú y yo, caminante esquivo y mendigo, somos hermanos, eternamente hermanos.

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