La ciudad de miel y de canela palpita en la antesala del recuerdo; se desnuda, hembra de cadera suelta y se estremece, bajo sus cabellos hilados de fuentes en el anuncio que inunda el corazón. Se mueve la ciudad de ardiente seno como maraca zumbadora agitando su collar de insólita semilla.
Consagrados en evangelio de juerga y de matices, entre reyes y reinas de dulzor; los hombres y mujeres, los niños, los ancianos y los perros, fulguran al calor de una gran cesta continente de luz. Tangible es ya el milagro; el mango soberano como el sol que dicta el alba, el mamey califa de la juerga, la fruta bomba venerable; deidades que surgen en el tiempo, bullen en un halo iridiscente, coronan la ciudad con efusiones, y va la tierra; voz de cada origen arropada de parques, de estatuas, de plazoletas y castillos, de antiguas iglesias..., a encender el color en los vitrales.
La magia se propaga en el mantel del dÃa, en la generosidad de los balcones. La codicia por la piña impecable, alegre y compartida, se apuran en el amanecer para acunar color y aroma hasta rescatar el sabor que se desviste de antiguas humedades y se regala en cestas y carretas con el arpegio frutal del cronista elegante, blanco y descalzo como una nube que se deja llevar; apasionado, empalagoso, por plazas y callejones dejando atrás la huella de su voz y llevándose consigo, los pasos olorosos a pregón.
La guanábana altiva y caprichosa de púas que incitan al placer llega al corazón de las muchachas y estalla, semillero de fertilidad, a la puerta del amor. La guayaba es de una calidad vehemente, esencia mágica, incienso germinador de árbol, que se trae prendido en la memoria. El canistel dúctil y aromático, bálsamo que alivia de amargores. La ciruela que enamora, la mandarina que acicala toda mesa y destapa el universo en flor, la naranja que calma la sed del cuerpo, y el melón que deja en los labios su candor.
Tragaluces, rosetones, puertas y ventanas, patios y corredores..., toda la ciudad, aguza sus oÃdos receptivos al pregón. El solar se despereza, se reanuda de jolgorios en la travesÃa del pregonero que va chorreando almÃbares hasta el anochecer...
Detrás de las mamparas, de las selváticas horas del amor, se agitan bocas como tabernáculos dispuestos a recibir el dios del sabor. La ciudad es una enorme contextura de gargantas como templos, de caderas excitantes, de narices que devoran el aroma almizclado..., se deleitan los dedos en las definiciones, en el acto santificado del roce, en el contacto irracional con la fruta delicada y dichosa, con el plátano que llueve sus delicias a la hora sagrada de la fiesta; con el anón sereno y tangible. Y los ojos, ¡ay! los ojos poblados de altares descubren el color, aguardan en el amanecer hasta la nueva hora de apetencia en que el eco y el reposo amalgaman un racimo de alucinaciones.
La ciudad es una diosa codiciada bajo la luna, bajo el sol. En los jardines perfumados, en las plazas en que un viejo amor aún fulgura, en la cornisa en que la sombra exhuma sus fantasmas oxidados y prorrumpe en los rincones del tedio con la música ardiente del bongó, la ciudad, es un pregón.
Por MarÃa Eugenia Caseiro ©