Ahora mismo no recuerdo si Kenia tiene los ojos verdes o castaños, si su faz es estilizada (creo que sí) o de sutiles prominencias. Tampoco puedo recordar la tonalidad de su piel mulata ni el color de sus cabellos. Es tanta la hermosura que encierra el cuerpo del que hablo que, al tratar de evocar su imagen, la fantasía queda confinada en el reducido espacio de un suspiro. Éste es sólo un aspecto de su naturaleza femenina, complemento sublimado por la fuerza del amor.
La conocí en una cafetería, y entre el bullicio de voces destempladas y la ardentía marina de mis anhelos (luminosidad fosfórica de Anfitrite) floreció la rosa de mis sentimientos. Tenía ante mí a una mujer distinta a todas las que a lo largo de mi vida había conocido. No porque su belleza motorizase mis impulsos más a ras de tierra, sino por el hechizo de su esencialidad. Y sucumbí. Algo en su sanctasanctórum pugnaba por abrirse paso en el pandemónium ambiental. ¿Nostalgia tal vez? Fina tristeza deslizándose por unos labios que he preferido olvidar. Kenia me habló sobre cosas de su tierra natal, donde allende los mares tiene a su auténtico amor. ¡Ah, los hijos, principal razón de la existencia! Y su mirada cobró relieves pictóricos -dibujo de los dioses, o posiblemente de las diosas atadas a su corazón-, emulando la humildad de la peonía. Por unos instantes, sin saber por qué, la amé de manera inmaterial. O fue quizá que mi espíritu me engañó, pero la amé.
Transcurren las horas, se suceden los días y el calendario perfila los contornos del porvenir. Nada queda desligado del ayer, mas el presente -introito de futuras secuencias vitales- escribe en el diario del destino humano cada sensación, cada sentimiento, cada una de las emociones y fantasías de las naturalezas ahítas de amor. Por ello digo que mi antillana amiga, sumida en los libérrimos abismos de su existencia, ha dejado en mi ser la impronta de un beso en las mejillas que me niego a recordar.
Poca cosa, querida Kenia, digo aquí para ensalzar tus valores. La palabra, pobre y atemorizada ante tu esplendor y sapiencia, se desvanece en el sopor de mi melancolía, la tuya cuando piensas en las frondas que desde lejanos pagos (sólo un horizonte de amor las aproxima a tu corazón) te susurran cánticos caribeños a la sombra vespertina de la palma. Y en este punto, cuando ya mi verbo habita el orbe de los sueños, pienso en lo que diría Freud si pudiese analizar mis estados oníricos.
César Rubio (Augustus)
Cofundador del grupo
Escritores Castellano-manchegos y de La Mediterranía y colaborador de Metáfora