Obra de Armando Lara.
En el siguiente texto, publicado originalmente en el No. 128 de la revista Hispamérica, el poeta e investigador hondureño Leonel Alvarado traza una línea del tiempo en la que Domínguez y Molina empiezan a señalar un camino que habrían de seguir Sosa, Rivas, Acosta, Cardona Bulnes, Quesada y Paredes, entre otros, hasta nuestros días. Alvarado identifica los cuatro discursos dominantes en nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el
metapoético, presentes en los poetas hondureños más recientes, de los que a continuación deja una muestra:
Papeles que no
prometen un visado al cielo: muestra
de nueva poesía hondureña
Leonel
Alvarado
Poetas que
cerraron y abrieron siglos
Como a muchos países que escasamente figuran en el mapa literario, a
Honduras no le ha faltado buena literatura, pero sí buena difusión de la misma.
A este mal se enfrentaron los que abrieron nuestro historial literario, como el
romántico José Antonio Domínguez (1869-1903) y el modernista Juan Ramón Molina
(1875-1908), confinados ambos al exclusivísimo reconocimiento municipal, a
pesar de uno que otro espaldarazo transfronterizo. Hay que reconocer que su
obra no trascendió, sobre todo, porque ambos poetas se enfrentaron a un medio
feroz que terminó aniquilándolos; sus estrategias de sobrevivencia y su
admirable velocidad intelectual no fueron suficientes en un país que pronto se
convertía en una república bananera; la modernización, que iba de la mano con
el Modernismo, no alcanzó a estos poetas.
Ambos poetas clausuran el siglo diecinueve y abren el veinte, tanto
ontológica como literariamente. En primer lugar, con ellos comienza uno de
nuestros grandes dilemas: la relación conflictiva con un medio que dificulta la
subsistencia tanto de espacios de creación como del mismo poeta. Molina es
nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo que luego se transformará, en
otros poetas, en compromiso político. De hecho, es en el Modernismo donde
comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos, Molina y Froylán
Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de Sandino. En otras
palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará definiendo
nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo general, aunque
esto no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente personal, mientras la
prosa, especialmente la crónica, podía llenarse de historia, sobre todo al
adoptar el discurso antiimperialista. Esto explica que Molina y Turcios
escribieran crónicas y artículos incendiarios en contra de la ocupación
norteamericana, sin dejar de ser simbolistas y parnasianos en sus textos
personales.
En segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre todo, en la de Molina,
comienzan a definirse los que, en mi opinión, son los cuatro discursos que han
dominado nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el
metapoético. Quizá no haya poeta hondureño que no se mueva entre estos
discursos. Reconozco la prevalencia de los dos primeros, lo amoroso y lo
militante, a lo largo del siglo veinte; Roberto Sosa (1930-2011), quien sigue
siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional, está marcado por
esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro poeta de su
generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán Castelar
(1941), Rigoberto Paredes (1948), José Luis Quesada (1948), Galel Cárdenas
(1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e, incluso, a
quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951), José
González (1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949) y David Díaz
Acosta (1951).
Aunque esto suene a encasillamiento, no hay duda de que estos poetas
comparten rasgos esenciales en términos generacionales y discursivos. Tampoco
hay que negar la importancia de la presencia de Roberto Sosa, quien influye en
muchos de ellos y a veces termina eclipsándolos.
Otros poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho más privada y hasta
hermética, marcada por preocupaciones existenciales que se traducían en dilemas
metapoéticos; esta línea, que no llega a ser corriente, proviene de Domínguez,
pasa por Jorge Federico Travieso (1920-1953), se formula con mayor claridad en
Oscar Acosta (1933) y alcanza su mayor expresión en Antonio José Rivas
(1935-1995) y Edilberto Cardona Bulnes (1935-1991); más tarde aparece
concentrada (quisiera decir, crispada) en Livio Ramírez (1943), quien vuelve a
Molina y se replantea los conflictos éticos y estéticos del Modernismo. Con un
tono y preocupaciones distintas, a esta línea pertenece parte de la poesía de
Segisfredo Infante (1956).
En esta nómina de hombres, en lo que a la poesía escrita por mujeres se
refiere, el siglo veinte estuvo dominado por Clementina Suárez (1906-1991),
quien, desde los años treinta, irrumpió con una poesía anómala, por su rebeldía
y heterodoxia, en un medio que seguía siendo provinciano; la poesía amorosa se
volvió erótica y el oficio de poeta se planteó como un compromiso ético que
adoptó un discurso no político, sino civil. Para las poetas de los ochenta y
noventa, Suárez se convirtió en la
poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.
Nuestro siglo veinte no estuvo marcado por la ruptura, sino por la
transición generacional; no hubo en nuestra poesía esos enfrentamientos
generacionales feroces que ocurrieron entre poetas de tantos países. Quizá se deba a que la mayoría
de los escritores frecuentaba los mismos espacios y, sobre todo, al traspaso de
posiciones éticas y estéticas frente al medio, la situación del país y el papel
de la poesía; un título de Fausto Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa que todo fuera armonía,
pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho, de un mismo grupo,
nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del oficio.
Sin
ser sagrados caminamos hacia la luz:
cuatro poetas que cierran y abren siglos
Dice Monsiváis que los jóvenes escritores buscan ser diferentes del
pasado inmediato para conquistar su propio presente. En nuestra poesía, los
jóvenes han conquistado su presente sin rupturas violentas. Precisamente, la
poesía incluida en esta muestra es un reflejo de nuestro apego a las
transiciones generacionales. Lo que sí ha cambiado es la percepción del papel
de la poesía; la palabra ya no asume los deberes de otras generaciones y otras
épocas. Para el caso, el discurso militante, prevalente en la poesía de fines
de los sesenta a los ochenta, ha perdido su importancia, sobre todo por los
cambios ocurridos en la región centroamericana; algunos poetas asociados a este
discurso dieron el giro hacia la poesía amorosa, para el caso, Pompeyo del
Valle y Rigoberto Paredes. No quiere decir que el compromiso poético-político
haya desaparecido; esto fue evidente después del golpe militar de 2009.
El gran conflicto enfrentado por los modernistas entre el poeta y el
medio ha cambiado pero sólo para empeorar. A la severidad de la crisis
económica se suma una violencia sin precedentes, ahondada por el narcotráfico;
cada día se sobrevive peligrosamente mientras se buscan espacios de creación. Sin
embargo, los poetas aquí antologados no responden a esta crisis desgarradora
con una postura discursiva en la que la ética y “el deber” ciudadanos se imponen
a la estética, como lo hicieron algunos poetas de otras generaciones frente al
militarismo; en otras palabras, no se recurre a la tan trajinada denuncia
ciudadana que tan mala poesía nos dejó. No se le da la espalda a la historia;
ésta entra ahora a la poesía convertida en una experiencia asumida desde una
voz estrictamente personal.
Los cambios históricos van a la par de cambios estéticos. La mal llamada
poesía de denuncia da paso a búsquedas personales centradas en trascender la
inmediatez o, mejor dicho, la trampa de la poesía escrita para poner a prueba
un discurso sociopolítico. Esto se refleja en la poesía de todos los poetas
incluidos en esta muestra.
No es casual que esta muestra se abra con José Antonio Funes, quien
comenzó a publicar a fines de los ochenta, en una época en que todavía se
vivían las secuelas del terrorismo de Estado, así como llegaba la marea de los
conflictos de los países vecinos. Su primer libro, Modo de ser (1989), es fundamental para entender el paso de una
poesía pública, por asumir el discurso
comprometido con la realidad histórica, a una poesía privada, en la que
la solidaridad ciudadana se vierte a través de la experiencia personal. En su
primer libro se advierte un tono intensamente humano y solidario que se
ahondará en su poesía posterior, la que, sin abandonar la presencia del dolor
humano, se vuelve mucho más personal. Esto ocurre, para el caso, en “Bajo una
verde sombra”, poema de ineludible raigambre histórica que, a través de la
presencia del padre, se asume como un drama personal; al final del poema, la
dignidad del padre se impone a la humillación histórica y personal.
La gravedad del tono de gran parte de la primera poesía de Funes da
paso, en su poesía posterior, al distanciamiento saludable entre poeta y mundo
que llega con la madurez; el poeta descubre que, sin dejar de ser valedera, la
experiencia del drama también puede verse desde un centro no ocupado por el
poeta. En algunos casos, el filtro lo da el humor. El tema que, en la poesía de
Funes, mejor se presta a esta descentralización del drama personal es el
amoroso, como se puede ver en “Euclides pudo haberlo dicho” y, sobre todo, en
“A manera de consejo”.
Menciono este asunto de la gravedad en el tono porque me parece que es
una característica compartida por los jóvenes poetas de esta muestra. En todos
ellos se advierte una seriedad en la escogencia de la temática, en su
tratamiento y en el mundo de referencias literarias y vivenciales a las que
remite la poesía; esto puede ser parte del hecho de asumir el oficio con una
seriedad que lo pone por encima de la banalidad y la brutalidad del medio. Se
crea, así, una poesía que busca afincarse en la universalidad de la condición
humana, no en una percepción anacrónica de la historia. Un buen ejemplo de ello
es la poesía de Marco Antonio Madrid; su poesía, sobre todo su primer libro, La blanca hierba de la noche (2000), está
anclada en un mundo referencias clásicas; de la misma manera, a la temática le
corresponde un lenguaje que se mueve, con gran versatilidad y eficacia, entre
la gravedad y la transparencia. Aunque muchos poetas hayan frecuentado la
biblioteca griega, a quien más se acerca Madrid dentro del canon nacional es a
Edilberto Cardona Bulnes, poeta con el que comparte algunas de sus
preocupaciones estéticas, aunque sin llegar al hermetismo de la poesía pura,
tan característico de Bulnes. Alguna vez me pregunté por el sentido que tiene
el convocar lo clásico en una ciudad de las Honduras; su sentido, como bien lo
entienden ambos poetas, reside en el hecho de querer universalizar la
experiencia humana, trascendiendo así el tan trajinado asunto de las
literaturas nacionales; la poesía, parafraseando a Paz, es un asunto de
lenguaje, no de fronteras.
El primer libro de Madrid es una noticia feliz en la poesía hondureña;
es una obra de madurez que no le da cabida al ‘nada mal, para ser un primer
libro’. Por el contrario, se trata de un libro reposado, cuya solidez reside en
un trabajo cuidadoso del lenguaje que le permite iluminar viejos temas. Hay en
este libro, como en el segundo de Madrid, La
secreta voz de las aguas (2010), el apego a un lenguaje que el tiempo ha
puesto a prueba; esto lo reflejan los títulos de sus libros, así como la mayor
parte de los títulos de sus poemas. Es un lenguaje que, como los temas
abordados, evoca otras épocas y otra concepción del oficio de hacer poesía. Como
en el título de un poema de esta muestra, se puede decir que la poesía de
Madrid vuelve “al último sol” para replantearse, no los conflictos, sino el peso descomunal de la historia en el presente.
Mientras el primer libro está atravesado por la transitoriedad —todo es
instante, fuga, reflejo—, el segundo es una experiencia de llegada a un lugar
que ahora se contempla, se ahonda en la vida y, claro, en la muerte. En el
hermoso y perfecto “Poema para bailar un trompo”, el trompo, como la infancia,
sigue girando en un tiempo detenido en el vértigo entre la vida y la muerte; a
la pregunta feroz del “Quién vive”, del poema que cierra el libro, una
respuesta posible es ‘el trompo vive’, mientras dure su danza al borde del
precipicio.
Entre el exceso de poesía pública ligada a causas, Madrid es un poeta de
poetas, sobre todo en su primer libro; en el segundo, la gravedad del lenguaje
da paso a una mayor transparencia, como el López Velarde —a quien me remite esa
vida mínima y entrañable de “las tierras altas”— que regresa al pueblo, su
“edén subvertido”, y encuentra a la prima Águeda.
Finalmente, el hecho de que Madrid le rinda homenaje, en uno de sus
poemas, al modernista Juan Ramón Molina constituye en sí una de las tradiciones
de la literatura hondureña. Me refiero a esa necesidad, tanto literaria como
ontológica, que nos lleva a volver a eventos y personajes de un pasado que
quedó mal resuelto; por eso, para el caso, nuestra narrativa vuelve a Francisco
Morazán, el General decimonónico de sueños truncados; por eso nuestra poesía
vuelve a Molina, el poeta abatido por el medio. Se podría ir más lejos y decir
que ambos son dos de nuestros padres inconclusos. No es casual que los cuatro
poetas incluidos en esta muestra sean más viejos que Molina, quien murió a los
33 años; digo viejos, no mayores, porque Molina seguirá estando entre nuestros
mayores.
Atrapado en el provincialismo tegucigalpense, Molina fue nuestro primer flaneur. Por ello, es el primero que se
plantea la posibilidad del mito urbano, es decir, con él comienza la tradición
poética de inventarle mitos a la ciudad. Tegucigalpa entra, así, a la mitología
literaria universal, como tantas ciudades del mundo. Borges, dice Sarlo, le
inventó mitos a Buenos Aires; y uno piensa en el Montevideo de Benedetti, la
Ciudad de México de Pacheco, La Habana de Lezama, entre tantos etcéteras
notables. Al igual que Morazán y Molina, Tegucigalpa es otro de nuestros
grandes mitos literarios, por lo que ha sido tema recurrente de muchos de
nuestros poetas.
La poesía de Rebeca Becerra entra en esta mitología, y, como Molina, se
pasea Sobre las mismas piedras (2002),
título de su primer libro. Si bien Molina se sentía atrapado en Tegucigalpa y
la aborrecía, Becerra asume de frente el diálogo con la ciudad, la desafía “con
algo de infierno en los ojos”, como dice en el mismo libro. Es sumamente
revelador que Becerra escriba una poesía de espacios cerrados; sus cuatro
libros, dos todavía inéditos, ocurren y transcurren en espacios confinados: la
ciudad, en Sobre las mismas piedras y
en El principio y el fin; la tumba,
en Las palabras del aire (2006); la
casa y el cuerpo, en Esa voz que se
consume. De hecho, la ciudad, la casa y el cuerpo son espacios recurrentes
en su poesía. Se trata de un encierro ontológico, creativo y hasta
políticamente opresivo; esto último es patente en poemas sobre los efectos del
terrorismo de Estado, tema éste que acerca su poesía a una de nuestras más
perecederas tradiciones. Sin embargo, como Funes, Becerra asume el “terrorífico
insomnio” como un drama personal que lo aleja de la diatriba pública. Quizá el
mejor ejemplo sea Las palabras del aire,
un gran poema orgánico que constituye uno de esos poco frecuentes casos en que
nuestros poetas se enfrentan a la arquitectura del libro-poema; como una Cinta
de Moebius, el libro se mueve entre dos realidades, el sueño y la vigilia; su
gran lección quizá sea el que nos obligue a preguntarnos de qué lado están la
vida y la muerte.
En estos cuatro libros, al confinamiento, físico u ontológico, se le
opone la rebeldía liberadora del amor, el erotismo, los sueños y, claro, la
poesía misma. La poeta sigue ocupando el centro del mundo, lo que explica ese
tono grave y a veces sentencioso de casi toda su poesía. Sin embargo, uno de
los elementos renovadores de la poesía de Becerra es la incorporación de lo que
podría llamarse un surrealismo cotidiano que revela el lado luminoso de las
pequeñas realidades de la vida: “Cortinas que caen derramando flores sobre el
piso de granito” (“Apenas te escribo”, de Esa
voz que se consume) o la presencia ubicua de la amenaza: “La mesa
solitaria/devorando/los hombres/ las mujeres” (“Desafío”, de Sobre las mismas piedras). Las
instancias en que estas imágenes luminosas y amenazantes se filtran en la
poesía de Becerra son frecuentes, por lo que ya son parte esencial de su
lenguaje; constituyen una presencia de doble filo: liberadora, porque
trasciende los límites de la cotidianeidad, y opresiva, al revelar el lado
absurdamente brutal del medio en que se vive.
Un elemento también frecuente en la poesía de Becerra, y compartido por
los otros poetas aquí incluidos, es el movimiento constante dentro de los
espacios confinados en que se vive y se hace poesía; esto no se limita a
referencias al avanzar, girar, salir, entrar, irse, etc. Los espacios cerrados
(ciudad, casa, tumba) imponen límites ontológicos que se quiere transgredir a
través de una movilidad constantemente asediada; podría decirse que, en la
poesía de Becerra, todo es irse sin dejar de estar en un aquí de contornos
definidos. Quizá sea un retorno inevitable a esa relación conflictiva con la
ciudad y el medio que nos viene del Modernismo; la invención de mitos puede ser
una salida, una forma de romper esos “muros”, a los que alude el título de un
libro de Roberto Sosa. Varios poetas hondureños se han planteado este dilema,
y, de la ciudad, lo han transferido al país, como si se preguntaran, siguiendo
a George Poulet, ¿qué tiempo es este lugar?
El movimiento dentro de espacios cerrados también es recurrente en la
poesía de Salvador Madrid, el otro poeta de esta muestra. Tengo a mano dos de
sus libros inéditos: Mientras la sombra
y El resplandor de los ojos cerrados,
títulos de por sí sugerentes, pues remiten a ese choque de realidades que se
acechan constantemente. Se vive en medio de esa fisura que puede expandirse en
el lugar y en el tiempo; de ese centro feroz surge la poesía de Salvador
Madrid. Esto explica el tono desafiante y hasta beligerante de la mayor parte
de sus poemas. Repito, ya no estamos en el territorio de la denuncia política,
pero sí hemos vuelto a replantearnos viejos dilemas, abiertos y dejados
inconclusos por los modernistas. El siglo que media los agravó; los nuevos
poetas los reasumen como conflictos ontológicos, sin buscar resolverlos, pues
esa tarea no les corresponde.
Existe, sí, la conciencia de habitar un lugar que es un tiempo
endurecido, mal hecho, imperfecto: “Insistimos en creer/que la perfección es
intocable/y que para nosotros lo imperfecto/es el único destino” (“Sin quemar
las naves”, de Mientras la sombra).
Esta es, francamente, una admisión dolorosa, vista en todo su peso histórico,
pues habla de un país pesado de imperfecciones, ese “país asesinadísimo”, que
decía Livio Ramírez. No es que se busque la apócrifa “tierra ideal”, como se
dice en el mismo poema; estos poetas buscan, como lo hicieron tantos, un lugar
digno o con al menos cierta cercanía a la dignidad. Pero tampoco se trata de
pose o de militancia, pues también se reconocen los límites de la poesía; estos
poetas han aprendido, y muy bien, la lección: primero hay que sobrevivir para
después hacer poesía. Ésta es lo que se pasa en limpio, como hacíamos en los
cuadernos de la escuela primaria, del caos. La poesía surge de esta relación
conflictiva, por lo que se vuelve un punto de mira, ese panóptico ocupado por
el poeta; esto, como he dicho, explica el hecho de que el joven poeta se vea en
el centro: “el hombre joven sabe que la única ventana/a la que puede asomarse
en su vida/es el agujero en el pecho del hombre viejo” (“Dialéctica”, de Mientras la sombra); también explica ese
tono sentencioso que reaparece en Salvador Madrid.
Como en el caso de Becerra, en la poesía de Salvador Madrid existe la
presencia constante de una amenaza que se vuelve mucho más tenebrosa por ser
impredecible. Se trata del mismo conflicto histórico que ahora les toca
enfrentar a estos poetas. La respuesta es un discurso metapoético, quizá como
la única forma de encarar el grave asunto de la sobrevivencia creativa y
existencial; esto de ser “cronista de los despojos” (“Ordenanza del caído”, de Mientras la sombra), puede fácilmente
convertirse en una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes
amenazó a tantos poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con
claridad, como ocurre en la poesía de Salvador Madrid.
En la poesía de Salvador Madrid se está consciente de un lugar y un
tiempo hechos para mirar atrás, pero sin caer en la traición o el espejismo de
la nostalgia. Es lo que ocurre en El
resplandor de los ojos cerrados; precisamente, la poesía es ese resplandor
que descubre patios de la infancia, apegos y amores sin idealizarlos. Si bien
existe una conciencia de la pérdida —vieja tradición poética—, es sólo como una
forma de “recordar nuestras pertenencias” y afirmar “[el] ruido que lava a la
piedra muerta hasta que resplandece”. Es aquí, me parece, donde la poesía de
Salvador Madrid gana en madurez y se asienta a través de ese distanciamiento
saludable tan necesario en la formación del poeta. A pesar de creer firmemente
en el oficio, hay poemas que desacralizan la seriedad de la poesía; se hace
poesía como se desayuna o se camina, es decir, como cualquier otra costumbre
que evidencia nuestra mortalidad.
Como los de otros poetas incluidos en esta muestra, los de Salvador
Madrid dialogan directamente con el mundo interior y con el mundo transitado
por la tradición. Reconocerse o no parte de una tradición fronteriza no es una
de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable por compartir historias y
espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos poetas constituyan una
generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en ellos temas y
preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz reconocible, lo
que no es poco decir. Todo ellos también comparten la convicción de que, en un
país empecinado en hacerle honor a su nombre, los libros, como dice Funes, no
nos dan “la prueba del cielo”, pero sí de la existencia.
José Antonio Funes
Poeta, académico, diplomático y profesor de literatura. Doctor en
Filología por la Universidad de Salamanca. Ha sido Vice-Ministro de Cultura y
Director de la Biblioteca Nacional de Honduras. Actualmente ejerce como
Agregado Cultural de la Embajada de Honduras en París y como Profesor de
Literatura Hispanoamericana en la Université Catholique de l’Ouest (UCO),
Angers, Francia. Ha publicado los libros de poesía: Modo de ser (1989); A quien
Corresponda (1995) y Agua del tiempo
(1999). Poemas suyos han sido publicados y traducidos al inglés, francés y
portugués en diferentes revistas y antologías. Es Premio de Estudios Históricos
Rey Juan Carlos I [2004] con la obra Froylán
Turcios y el modernismo en Honduras (2005).
Bajo una verde sombra
Mira padre
esos bananales
sombra de tu
sombra asalariada
de tu vida
vaciada en un silencio verde.
Míralos bien
ahora que tus
años llegan sigilosos
y se instalan
en ese dolor de espalda
ahora que tus
sueños se escapan
como el agua
dorada que persiguen los pájaros.
Padre
después de
tantas luchas
y tantos soles
manchados de sangre
no hay luz que
cruce por tus ojos y no se doble
no hay tesoro
que quepa
en la dignidad
de tu sombrero.
Lecciones aún no olvidadas
Qué crueles
éramos cuando niños.
Sordos al
canto, ciegos a los colores,
amigos de la
piedra y de la muerte,
matábamos
pajarillos que apenas cabían en nuestras manos.
Qué injustos
éramos cuando niños.
Nos burlábamos
del loco del pueblo,
del loco que
sonreía a las nubes y a los trenes
soñando quizá
con volar, con viajar, con huir de esta miseria
tan impasible
como la sombra de los almendros.
Qué bárbaros
éramos cuando niños.
Jugábamos a la
guerra, a sobrevivir en la selva
del que era
más fuerte, del que golpeaba más, del que más humillaba.
Parecíamos
adultos cuando niños: crueles, injustos y bárbaros.
Memoria en la Plaza de Anaya
Si alguna vez amor, amor que el tiempo aleja y oscurece,
te sientes
te