V. acude a la residencia en donde reside su padre A. para una visita después de tres semanas sin verle. Su padre está sentado en un sillón de una amplia sala frente a una ventana por donde se ve el jardÃn, pensativo o adormilado. El hijo tiene 60 años, el padre 88 años. En las visitas cada vez más espaciadas, apenas conversan, pero en esta ocasión será muy distinto. V. da un beso a su padre en la cabeza, se sienta a su lado y le pregunta qué tal se encuentra. Su padre gira un poco el sillón para mirarle de frente. "Hoy te voy a hablar claro, hijo. No quiero que vuelvas más por aquÃ, no quiero verte más". "Pero, ¿por qué lo dices?". "Para ti no es agradable venir aquà y para mà tampoco es agradable verte. Reconozco que es un sacrificio, que pierdes el tiempo conmigo en lugar de estar con tu mujer. Yo no te necesito y tú no deseas verme en realidad". "No he podido venir antes en esta ocasión porque he tenido muchas complicaciones en el trabajo", se excusó el hijo. "Si lo comprendo y te entiendo, por eso no quiero que vuelvas. Sólo me importa mi nieta, pero no la obligues a visitarme, no es lugar para jóvenes, que venga si quiere. Las demás personas no me importan, incluido tú". "Eres muy injusto". "SÃ, también lo reconozco, pero vete y no vuelvas". Una de las empleadas avisa a los residentes de que son las ocho de la tarde y es hora de cenar, tienen que ir al comedor. V. intenta ayudar a su padre a levantarse del sillón pero el anciano lo rechaza, se levanta con esfuerzo y empieza a dirigirse hacia el comedor. Su hijo, a su espalda, le mira con tristeza, desolado. El anciano se detiene, gira la cabeza para mirarle por última vez y le dice: "No vuelvas nunca".