Desde estas sentidas líneas del dolor, quiero expresar públicamente mi desencanto ante la faz triste de nuestra corrompida democracia. No basta con saquear al pueblo llano desde los parlamentos. Hay que hacerlo con rapidez tanto como con abundancia, sin escrúpulos y sin temor al confesonario de la propia conciencia. Instituciones contaminadas por la más sucia corrupción, políticos ansiando riquezas inmediatas, eclesiásticos robando la dignidad de niños y niñas inocentes; vidas sin sentido arrebatando a ingenuas existencias su derecho a poseer algunas hebras de felicidad. ¿Hasta cuándo la permisividad divina que asola el mundo, si es que Dios existe? ¿Hasta cuándo la saeta de la rebelión popular ha de quedar inmovilizada en el carcaj del miedo? ¿Qué más se necesita para desbaratar la diabólica planificación de los poderosos, siempre voraces ante la presa infeliz? ¿Merece la pena vivir sin la más mínima dignidad, viendo como nuestros propios hijos son engullidos por la rapiña de minorías dirigentes sin conciencia ni pudor? ¿verdad que no? Sin embargo ahí está, a la vista de todo el mundo, la cruda realidad que permitimos sin ser conscientes de que vivir no sólo significa respirar, comer, follar y pasear descalzos por la playa de las ilusiones. Si de verdad alguien cree en Dios que desenvaine el espadón, tal como viene reflejado en ciertas iconografías angelicales, para limpiar la faz de la tierra de inútiles sanguijuelas.