Me retrotraigo a la infancia, cuando a mi padre lo encarcelaron por rojo; a los ya lejanos días en que las Hermanas Carmelitas me adoctrinaban para que creyese a pie juntillas en el dios antropomorfo (figura humana sustentando el báculo e impartiendo justicia) que todavía perdura en los recuerdos de mi niñez. Aun así, sintiendo en la memoria el peso del tiempo y del espacio, mi hoy ha sufrido una metamorfosis. Procuraré explicarlo con las mínimas palabras posibles, en función de mi escasa formación literaria.
A partir del principio de mi adolescencia dejé de creer en Dios, a pesar de que frecuentaba las iglesias para escuchar el hermoso mantra de la letanía lauretana. Del ateísmo pasé a la lucha por las libertades y me pringué de idiotez idealista. Creí en lo que consideré virtudes del comunismo, en la honradez de todos mis compañeros de lucha, en las comunas como inicio de un profundo cambio social. Impulsé un sindicato autogestionario que finalmente me defraudó. Por último –con el fin de exponer solamente los puntos más significativos de mi andadura política y sindical–, harto de comprobar cómo medraban algunos compañeros y compañeras hoy acomodados en algún sillón institucional, dije adiós a una batalla casi inservible. Ineficaz para mí y para millones de compatriotas, pero que les ha resultado lucrativa a quienes, sin fe en el cambio que deseábamos, hoy gozan de su bajeza. Concluyo con la primera parte de mi discurso.
Después de mi fracaso quise explorar el camino cultural. Hice cosas, trabajé con entusiasmo. Las mil y unas inquietudes juveniles siguieron acompañándome, ya rayando mis años la avanzada madurez. Volví a cansarme; a que mi impulso sirviese de catapulta a la soledad inaceptable de viudos y viudas, de solteros y solteras que buscaban compañía y no sapiencia. Me guarecí en el esoterismo, de donde aprendí a relajarme y a meditar. Quizá fuese uno de mis mejores momentos. Sin embargo, seguía siendo ateo y escuchando a diario los sones sedantes de la letanía lauretana. No me cansé, pero de nuevo abandoné la causa. Para encontrar cobijo en la lectura, la meditación y en el sosiego espiritual. Pero seguía cargando con el peso incómodo del ateísmo. Hasta que…
Me abalancé en busca de alguna verdad que me convenciese de mis errores. La encontré en los relatos divulgativos de la física cuántica. Pese a las complicadas ecuaciones de los estudiosos de la materia pude adentrarme en el concepto de intuición, utilizado por físicos y místicos. Los primeros, simplificando con altas matemáticas los constituyentes de los cuerpos: moléculas, átomos, partículas elementales y qué sé yo de otros misteriosos elementos. Los metafísicos, simplificando la naturaleza del universo. Materia, sí, pero impregnada de espíritu. Porque, ¿cómo poder aceptar que una piedra hable? Pasado el tiempo pude comprender que, en efecto, las piedras hablan; y los árboles y las estrellas y hasta los muertos que nos preceden en el camino de la falsa extinción. Porque nada se crea ni se destruye, según la ley de conservación de la masa.
El gato de Schrodinger, el modelo atómico de Niels Bohr, la Relatividad de Einstein… ¡Qué maravillas! Pero sin espíritu no puede haber amor, piedad, puñaladas asesinas ni, menos aún, la envoltura de estos sentimientos que yo denomino vida. Espíritu, sí; la parte opuesta de la materia que complementa la dualidad.
Para no hacerme pesado. Yo todos los días me cuelo en mi terraza para conversar con el sol. Le doy los buenos días. Ante él, de manera reverencial, oro a mi modo de acuerdo con mis paganías. Rezo por mis seres queridos, por mis amigos, por mis muertos, por la paz del mundo. Sin padrenuestro ni avemaría; a mi manera idólatra. Comprendiendo, aceptando y respetando profundamente el sentir del credo cristiano, judío, musulmán o cualquier otro. Me abrazo a mis árboles bisoños y los acaricio; ellos me responden con sus fragancias. El garipío de los pájaros del alba me conoce, y con las aves canoras extiendo mis humildes súplicas al Cielo: para mí, espacio representativo del vacío cósmico donde habita el espíritu universal: Dios.
César Rubio Aracil