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Mandarinas en Buenos Aires

Carlos Penelas

Argentina



 
Algunas veces, mis alumnos, me preguntan sobre qué pueden escribir o qué tema me parece que deberían desarrollar. En todo creador, en todo ser sensible, es fundamental la educación de la intimidad, conformar su mirada, su silencio. Es muy claro, les digo. Umberto Saba, ese poeta italiano que supo reflejar con naturalidad y discreción un sentimentalismo hondamente arraigado en el alma peninsular, escribió bellísimos versos como La cabra u Hoja. Edwin Muir, el poeta inglés, tiene un poema conmovedor Los animales, donde el tiempo, el espacio y lo metafísico juegan en torno a la existencia humana. La interpretación de un texto es con frecuencia dificultosa debida a referencias personales, a cierto hermetismo o claves, al inconsciente colectivo, al gusto, entre tantas otras cosas.
He visto por cuarta vez una obra de teatro mágica, una obra que surge de una improvisación, una breve pieza que tiene frescura y ensueño. Realizada por muchachas muy jóvenes. Pero todas con talento, con educación sensible, con luminosidad. No creo equivocarme al afirmar que es una de las obras con más vuelo poético que presencié en Buenos Aires en los últimos tiempos. Una obra con ternura, con clima, ágil. Con tristeza existencial, con melancolía, elegíaca por momentos. Pero llena de vitalidad, de amor, de criaturas teñidas de eternidad. No creo equivocarme al afirmar que estas muchachas no son concientes aún de su elaboración, de su prodigioso trabajo.
La primera vez fui con Rocío a una casa, a un cálido y sorpresivo departamento donde unas doce personas fuimos invitadas a presenciar esta obra. Lo primero que sentimos fue emoción, una emoción profunda donde el ensueño se mezclaba con la realidad, donde lo irrisorio bordeaba lo dramático. Luego ternura, compasión, solidaridad. Una vez más el talento de sus jóvenes actrices, de la dirección, de la puesta. Algo intimo. Eso, un teatro de la intimidad. Como una pequeña obra de música de cámara o una natura de Diomede. Existía un lenguaje claro, un juego de personajes que iban ahondando ese pequeñísimo espacio, ese mundo interior de las protagonistas pero que nos hacían participar de la madurez, de la parábola, del asombro.
Luego pasó, al otro año, a una sala de teatro. Modesta, pero una sala de teatro. Fuimos dos veces a verla. Me adentré en los matices, en la fragilidad, en los canales secretos. En la delicada composición, en lo aparentemente banal, en la indagación del ser humano con sus flaquezas y sus mágicas visiones. En el juego de criaturas de abismos, en las miradas ausentes. La frecuentación genera siempre nuevas posibilidades. Pero para frecuentar algo, debemos proteger el silencio y sentir el mundo de delicias que está ante nosotros.
Este viernes se estrenó en El camarín de las musas. Fui a verla, una vez más, con Rocío. Y otra vez nos alumbró el arte genuino, la plasmación del universo poético, lo lírico entre lo agónico y los tonos de amortecida luz. Entonces crece la confidencia, la abstracción, las indagaciones psicológicas, los enlaces sorpresivos, lo simbólico. Pero además el hecho literario, vale decir, la palabra usada en función de belleza. Y el temperamento moral. No existen construcciones triviales o inversiones forzadas. El lenguaje metafórico y perifrástico aquilata momentos de profunda inquietud emotiva.
La improvisación se basó en Final del juego, de Julio Cortázar. Tiene vida propia, vuelo propio. Melina Poggi y Manuela Amosa, entrañables, inolvidables, estupendas actrices que admiré en las primeras versiones. Estos papeles cobran vida, en esta nueva puesta, por Magdalena Grondona y Sabrina Gómez, quienes ofrendan una nueva mirada, una inmensa ternura, un carácter legítimo sumamente eficaz. Ana Scannapieco es una actriz de un futuro enorme. Ella continúa en esta versión. Una labor conmovedora, donde voz, actuación, destreza corporal, belleza y sensibilidad, nos lleva a la transitoriedad, al desafío, a la solidez de la obra. Drama y dirección pertenecen a Ana Lidejover y Melisa Hermida. Deberíamos recordar sus nombres. Una vez más, y sepa disculparme distraído lector, sus talentos. Esa sincronía de maduración y magia.
El título, me olvidaba. La única manera (de contar esta historia es con mandarinas). Vibraciones, modulaciones prodigiosamente elaboradas. Aquí, en Buenos Aires. Para ver una vez. Y luego otra. Y recomendarla. Perdón, una tarea íntima. Como el poema.
 
 
Carlos Penelas
Buenos Aires, 22 de septiembre de 2007

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