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CRONICAS DE MADRID

Fragmento

Valentín Justel Tejedor

España



Bajo los magnos soportales de granito de la madrileña Plaza del Arrabal, se concentraban aquel domingo de Pentecostés numerosos tablajeros, que con alacridad, ofrecían aceites, carnes, pescados, jabones, así como una variopinta oferta de bastimentos extravagantes, y estrambóticos, a las gentes procedentes de todos los rincones de Madrid. En aquel bullicioso mercado no estaban ausentes las rivalidades por parte de los chacineros de Entrevías, o los volateros de Usera, quienes no veían con buenos ojos a una creciente y desleal competencia, por parte de los regatones de Lavapies, quienes eran capaces de usurpar la clientela más fiel colocando un baúl o un azafate, sin pagar ningún tipo de arancel, en cualquier lugar donde hubiese parroquia.

El regidor de Abastos, acompañado de dos subalternos, hacía una ronda de vez en vez por el animado mercadillo, para comprobar la vigencia de las semanerías de los comerciantes, así como para supervisar lo que el corregidor solía denominar, con cierta ironía: "la costumbre comercial de la muchedumbre". En sus paseos eran numerosos los alzafuelles, que se acercaban al comisionado para solicitarle melifluamente, alguna merced, en orden a permitirles que pudieran vender géneros de dudosa trazabilidad.

Una constante vocinglería, de baladros y chillidos, contrastaba con el eufónico gorjeo, que dorados canarios y pardos jilgueros emitían desde sus embarrotadas jaulas.

Frente al Arco de Cuchillería, floristas venidas desde Aranjuez odoraban el ambiente, con el fragante perfume de unas rosas tan frescas como la propia mañana.

En el corazón de la gran plaza porticada, sobre los hoscos adoquines centenarios, decenas de personas se arremolinaban en torno al feriado de bovinos, ovinos, y porcinos, que traían estancieros y ganaderos de Tordesillas.

En el ángulo noreste de la decana explanada, bajo la atenta mirada de las herrerianas torres con chapitel, y amparados bajo la fuliginosa sombra de los tendales; filatélicos y numismáticos ofrecían a pudientes coleccionistas pólizas, timbres, estampillas, así como singulares medallas, y otras piezas antiquísimas.

En el vértice de la Plaza ubicado entre las calles Ciudad Rodrigo y Siete de Julio, se situaban algunos medicastros de escasa probidad, que conseguían con su fluída oratoria, y su facundia locuacidad, embaucar a cuantos curiosos allí se concentraban.

Su finalidad no era otra, sino la de venderles nauseabundos e inocuos jarabes de sirope de batracio, o hediondos ungüentos elaborados con babaza de gasterópodo, y humores de culebra, con presuntas propiedades curativas, aptos para sanar enfermedades y dolencias tan dispares como la psoriasis, la migraña, o la tosferina.

En los aledaños de la Plaza, concretamente en la acera de los pares de la calle Postas, junto a una tahurería situada a la altura del número ocho, había una añeja tasca de fachada bermellona denominada "Bávara", la cual estaba regentada por antiguos monjes cerveceros alemanes, que habían renunciado a sus votos de pobreza, castidad, y obediencia, practicando así otro tipo de ministerio más secular.

Estos sacrílegos además de ejercer el noble oficio de taberneros, sirviendo lúpulo negro, y vino por arrobas, cuartillas y litros, también vendían falsas canonjías, dedicándose especialmente a la simonía. (…)

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