No voy a echar mano del eufemismo para atenuar mis expresiones en torno a la llamada “fiesta brava”, aunque tampoco pienso arremeter contra la tauromaquia aprovechándome de mis fobias en relación con semejante salvajada: la que supone para el toro una muerte atroz. Simplemente, intentaré valerme de la razón y la sensibilidad con el fin de atemperar mis sentimientos a favor de la noble bestia y, por ende, como no puede ser de otro modo, contra la barbarie.
Debo confesar, antes de dar comienzo a mi argumentación, que de joven me cautivaban las corridas de toros. En ocasiones, eso sí, cuando el astado humillaba la cerviz ante la proximidad de su muerte, me sentía culpable. Sin embargo, desaprovechaba aquellos instantes de lucidez porque los timbales, el toque de clarines y la fervorosa adhesión del “respetable” al sacrificio me imposibilitaban la serena reflexión. Luego, absorbido por la música estridente, palmas, olés y atronador vocerío, sólo me quedaba la triste opción de eclipsar con sofismas mi vileza.
Ha transcurrido el tiempo y con él, al ritmo de su inexorable paso, las exigencias de la razón me aconsejan asirme a la templanza. La infinita soledad del toro en el ruedo, su agonía, y esa mirada bovina traspasando los límites de la singularidad, sólo me conmueven lo justo para no incurrir, como tantas otras personas hacen, en la maldición a los toreros, a sus seguidores y, ¿cómo no?, a quienes, por intereses espurios, fomentan un festejo que supone para España una lacra más que añadir a su acervo cultural.
Toreros y manolas, clarines y timbales, soledad y algarabía ahuyentando con pañuelos blancos la sombra de la muerte, dejan en el albero nocturno, al amparo de la luz selenita, la impronta de una injusticia monumental contra un ser que, aunque no del todo indefenso, el temor, el sufrimiento y la sorpresa lo convierten en asesino puñal. Necesaria cuerna, corniveleta o cornigacha es lo de menos, cuyos defensivos pitones son cobardemente manipulados para acrecentar ante miles de espectadores, de afilada conciencia, la “valentía” de un hombre (a veces, desgraciadamente, de una mujer) vestido de luces. De “luces” robadas al arco iris para engalanar la muerte, para festejar la ignominia humana y disimular su impiedad.
Me estoy refiriendo a las corridas de toros, no a sus preparativos, al espacio que media entre el encajonamiento en origen, el traslado a los chiqueros y el tiempo transcurrido en éstos, hasta que el cornúpeta aparece en el ruedo.
Estimo preferible silenciar, para no favorecer el morbo de algunos o la sensibilidad de numerosas personas , el sufrimiento del animal cuando se siente indefenso en el toril. ¡Cuánto dolor inútil!, ¡cuánta miseria encerrada en las cárceles abyectas de las plazas de toros! ¿Para qué si no, por desatar las más bajas pasiones, mantener el flujo de la bestialidad que nos habita? Pero no, la sangre vertida en el albero queda, para desgracia de la creatividad, convertida en “arte”; incluso con el aval de más de un poeta que ha cantado y sigue cantando las excelencias del toreo. Excelencias éstas, contradictorias con lo que todos/as sabemos y, por refrescar la memoria de quienes aman a su perro y asisten a las corridas voy a referir, me hacen reflexionar sobre la mutabilidad sensible del humano.
El maltrato a los animales está penalizado por la Ley. Por el contrario, además de la tortura en los ruedos, se permiten mil y un festejos populares para honrar al santo o a la santa de cualquier ciudad o pueblo español, cuyo triste protagonista es el toro lanceado, en no pocas ocasiones con la cornamenta en llamas, o bous a la mar. Cualquier canallada de esta índole es autorizada, sin que la Iglesia levante la voz a favor de la vida de los llamados “seres irracionales” y de la dignidad humana, ni los gobiernos de cualquier signo se atrevan a reflejar en sus programas su condena total al tormento de estas criaturas. No obstante, existen sobrados argumentos para defender esta barbarie, de entre lo cuales elijo sólo uno por no extenderme inútilmente en contrarréplicas innecesarias.
Se dice con frecuencia, y con esto concluyo, que si no existieran las corridas los toros de lidia se extinguirían. No es verdad. Se extinguirían si no hubiese una conciencia colectiva, cada vez en aumento, capaz de sensibilizarse con la conservación de las especies; porque abundan los biólogos y naturalistas que, lo mismo que se esfuerzan por conservar el lince, podrían hacer lo propio con las reses bravas en un medio natural.
César Rubio (Augustus)