No lo entiendo. Las posibilidades de estudio gramatical, como las de cualquier otra disciplina académica, son cada vez más asequibles; sin embargo, forman legión quienes desvirtúan las Letras al abandonar la gramática. ¿Por qué? Seguramente, por comodidad. Esta actitud, tan contagiosa como nefasta para la cultura, se prodiga a la velocidad de la centella y deja en el ambiente literario una mancha difícil de eliminar. Se suele defender, no obstante, que el auténtico relieve literario no consiste en la forma sino en el fondo. Como si fondo y forma no fueran consustanciales entre sí. ¿Acaso el arte y la literatura vienen determinados por la “ciencia infusa”? Si con el arte, la poesía y la narrativa se persigue la belleza, ¿qué sentido tiene la decantación de las maneras hacia el lado opuesto de la exquisitez, obviando del lenguaje su esencia? Porque la gramática ayuda poderosamente a perfilar un estilo propio y a incrementar el valor expresivo.
Cuando se quiere decir algo realmente sentido (fondo), lo normal es exteriorizar el sentimiento lo más nítidamente posible (forma), para lo cual se hace indispensable el conocimiento del valor semántico de cada palabra, su auténtico significado. Lo mismo acontece con la puntuación y las tildes y, no menos, con la sintaxis, de las que se prescinde con frecuencia en aras –se argumenta con total desacierto- de la simplificación. La sencillez, ¡claro que es conveniente en literatura! Reducir expresivamente un pensamiento, una idea o una emoción sin que éstos queden mutilados, enriquece su contenido. No, en cambio, desestimar una determinada coma que necesariamente ha de modificar el significado de la oración, expresando lo contrario de lo que se quería decir, o suprimiendo indebidamente una tilde que deja a los lectores sin saber exactamente cuál era el propósito del autor o de la autora. Para eso, entre otras razones, sirve la gramática, sin la cual carece de valor la literatura.
Se me podrá objetar que existen inteligencias carentes de una adecuada preparación gramatical y no por ello han dejado de conseguir excelentes obras. Es posible, aunque, supongo, alguien habrá corregido sus creaciones. No obstante, en estos casos debería compartirse el éxito. Un buen corrector o una buena correctora, al sustituir gran parte de la adjetivación, pongo como ejemplo, puede haber enriquecido el texto de manera sustancial puesto que la búsqueda del adjetivo adecuado no es tan sencilla, o simplemente la eliminación de ciertos calificativos innecesarios, expuestos a interpretaciones desfavorables. En cualquier caso, tener que depender necesariamente de alguien para corregir fallos gramaticales, además de caro resulta desconsolador y poco operativo. Esto no quiere decir que quien escribe deba tener la licenciatura de filología. Conozco a varias personas expertas en lenguas hispánicas, incapaces de escribir una novela. Por el contrario, sé de otras que apenas han ido al colegio y están dotadas para la literatura de manera natural, aunque les falte instrucción. No obstante, dichas almas vivientes se esfuerzan por aprender, y más de una se lamenta de su ignorancia en este campo; mas también abunda la despreocupación por la estética, hasta el punto (he tenido al menos una experiencia sobre este caso) de ignorar la semántica casi por completo. Me explico algo más detalladamente.
Conocí a un joven mecánico a quien le encantaba escribir. Sus relatos me parecieron buenísimos en el fondo, tanto por la originalidad de las ideas como por la chispa que imprimía a sus textos; pero las faltas de ortografía eran manifiestas y, no menos, la interpretación que hacía del significado de bastantes palabras.
“Deberías consultar el diccionario muy a menudo, además de leer hasta hartarte”, le dije en cierta ocasión, respondiéndome el conocido, con algo de sorna, que mi deber era "aclararme" antes de aconsejar. “Porque, ¿qué tiene que ver la gramática con buscar el significado de las palabras?”, concluyó.
Cuando se hace caso omiso del significado del vocablo y quien escribe tiene talento literario merece, en mi criterio, una bofetada a su enfermiza dignidad. No hay derecho a malgastar la propia inteligencia por despreocupación o vagancia, que es lo que sucede en no pocos casos, mientras en otros supuestos (escuelas de baile de salón, gimnasia rítmica y actividades deportivas en general) se esquematiza y estudia a fondo el comportamiento de cada ejercicio, amén de profundizar en el conocimiento, paso a paso, hasta situarse en el origen de cada disciplina. ¿La literatura no merece idéntica dedicación? ¿Debemos soportar, en poesía y en prosa, los arrebatos enamoradizos, después publicados con notables esfuerzos económicos, cuyos libros no respetan los principios indispensables de un trabajo al menos aceptable?
Aunque parezca que pretendo desorbitar el porqué del fenómeno literario, tan en boga en estos momentos en nuestro país, no es esa mi intención. Nadie crea que intento valerme de la hipérbole, porque no exagero al manifestarme de esta manera. Simplemente, me siento indignado ante ciertos posicionamientos irresponsables al despreciar descaradamente el idioma cervantino.
No podemos aspirar a mantener in aeternum el espíritu literario que animó a los artífices de nuestro Siglo de Oro, pero sí al menos a respetar la memoria de quienes dieron esplendor al idioma que hoy maltratamos.
Inevitablemente, hay épocas en que el talento artístico queda convertido casi exclusivamente en interés comercial. Son etapas tristes de la historia literaria. Depende en buena medida de la lectura comprometida la superación, cuanto antes mejor, de una época tendente a convertir en dinero aquello que los siglos, la pulcritud y el arte honesto nos legaron para bien de la literatura. De lo contrario, con el apoyo incondicional a un consumo hecho a la medida de quienes sólo aspiran a enriquecerse, invertiremos la dirección marcada por las mentes ilustres.
César Rubio (augustus)