El calor canicular de la ardentísima y tránsida tarde sahariana, estaba propiciado por un sofocante, asfixiante y ríspido sirocco mediterráneo. Desde el interior del viejo palacio, donde paradójicamente se mantenía un ambiente, fresco y umbroso, una corriente de aire recorría con suma verticidad y solercia, las diferentes estancias de la planta inferior, de aquella suntuosa y centenaria edificación. Ese suave e invisible flujo escapaba con sigilo hacia el bellísimo rihad, a través de una entreabierta puerta de pino rojo, tallada con abundantes motivos geométricos. La brisa casi hiemal, proporcionaba una refrescante y agradabilísima atmósfera. Las níveas columnas, que circuían el atrio magrebí, sujetaban plúmbeas y lignarias jácenas, que exhibían mil filigranas e inscripciones arabescas. Junto a ellas, desde la altura se deslizaban como si fueran agrestes y procaces cascadas, simétricos pares de translúcidas cortinas candes y albayaldes, que con su diáfano claror, proporcionaban una tonalidad ebúrnea y marfilina al bello impluvio bereber. Sobre el cielo, nubíferos cúmulos, igualmente nacáreos y perspícuos, aparecían y desaparecían como fugaces y pasajeros empaliados virginales.
Los lienzos interiores se encontraban exornados por una policromada tracería, en la que destacaba la coloración azulina y agárica.
En el corazón del rihad, una pétrea alfaguara vertía un hilo continuo de agua transparente y cristalina, hacia un equirrectangular estanque o chortal, en cuya superficie de satén, diseminados, flotaban acorazonados nenúfares.
Ese ácueo y continuo susurro, verdaderamente sublime serenaba los sentidos1. Su premioso discurrir lábil, indolente y reposado, irrigando de forma minuciosa el granito del hontanar, hasta afluir en el apaisado y estático rebalse inferior, evocaba en algunos momentos los úndísonos y mágicos ecos de los oasis sabulosos y desérticos2.
Junto al granítico manantial, se erigían unos hermosos ejemplares de naranjos, con copas redondeadas, ramas regulares, y alargadas hojas de un intenso verde charol. Sus sombras lóbregas y fuliginosas describían en la ejedrezada solería, unas finas e inextricables marañas de espesura.
En cada ángulo del rihad, los estípites de las palmeras se alzaban esbeltos y robustos, coronando su vértice superior un penacho de hojas induplicadas y glaucas, que se arqueaban hasta acariciar los imbricados tejadillos interiores.
El contraste del nigérrimo sombreado vegetal, y de las resplandecientes y fulgurantes clareas vesperales, formaba un juego de claroscuros, verdaderamente cautivador, onírico, e inimaginable (…)
1 y 2 Aliteración del sonido consonántico "S", que pretende evocar el discurrir del agua.