Mi abuela tenÃa en el comedor una vitrina con miniaturas, cuya llave guardaba celosamente. Entre un montón de curiosidades traÃdas de sus viajes podÃa admirarse una colección de pequeños frascos de vidrio soplado con formas de animales, que contenÃan diferentes licores. El nombre del licor aparecÃa debajo, sellando el minúsculo corcho que les servÃa de cierre.
Recuerdo que llamó mi atención de modo especial uno que decÃa “Parfait amour”. Copié la frase y se la mostré a mi profesor de piano, recordando que cada mes él recibÃa su ejemplar de Le Courrier mientras nosotros comprábamos El Correo. El bueno de Esteban me dijo sencillamente: “Amor perfecto” y regresó a sus solfas.
Aquella frase misteriosa, cargada de promesas, sumada a mi exacerbada imaginación y a que acaba de leer la leyenda de Tristán e Isolda, me llevó a la absoluta creencia de que mi abuela era poseedora del filtro del amor eterno, secreto tal vez de sus largas nupcias con mi abuelo.
Comencé entonces una verdadera cacerÃa, espiando el momento en que pudiera hurtarle por unos minutos la llavecita. Una tarde, aprovechando que conversaba animadamente con una vecina, aproveché y tomé su llavero. No me pasó por la cabeza que yo era el motivo de tanto celo, pues en la misma vitrina, en la parte baja, se guardaban varios frascos de medicamentos.
Ajena a todo lo que no fuera mi aventura, tomé apresurada el frasco, cuya forma recordaba a una quimera, despegué cuidadosamente el sello, quité el corcho, busqué una taza y vertà el lÃquido en ella. Para simular un relleno parecido, ya tenÃa lista una mezcla de café con agua, casi del mismo color del mágico brebaje. Devolvà el frasco resellado y la llave a sus sitios y corrà al patio.
Temblando de emoción, contemplé mi taza llena de un lÃquido, que si bien en la botellita parecÃa ambarino y maravilloso, ahora se me antojaba turbio y algo pestilente. Todo tiene su precio, pensé, bien valÃa la pena un mal trago para experimentar el perfecto amor. “El amor sólo nos llega una vez”, habÃa escuchado decir a una vecina; ésta era, por tanto, mi oportunidad.
Mi inocencia era tal que ni siquiera me pasó por la mente la necesidad de un “acompañante” en tan gran empresa. El “parfait amour”, con todo su sonido de misterio, aún no se me figuraba como un acto de dos, sino como una sensación de dicha infinita, de éxtasis supremo, algo asà como lo que sentÃa, si bien por el breve espacio de un instante, cuando pasaban una pelÃcula de mi actor favorito.
Embargada de emoción, miré a ambos lados, para comprobar que no era observada - ninguna precaución estaba de más -, asà la tacita con fuerza para controlar el temblor de mis manos y de un sorbo bebà “aquello”, que bajó por mi garganta dejando una estela de fuego, amén de un sabor muy desagradable en la lengua y los labios.
Casi instantáneamente comencé a sentir fuertes retortijones de estómago, acompañados de un mareo casi incontrolable. Corrà a enjuagar la taza y a duras penas llegué a mi cama, donde me acosté esperando a que el filtro hiciera sus efectos, un poco temerosa, recordando aquellas terribles transformaciones que habÃa visto en las pelÃculas... ¿Y si para alcanzar el estado de “amor perfecto” debÃa volverme una bestia, tener cuernos, pezuñas, o piel escamosa?
En medio de aquellas terribles cavilaciones, de los dolores cada vez más fuertes y del cuarto dando vueltas, los quejidos, que insistÃan en escapárseme, hicieron a mi abuela interrumpir su cháchara y correr en mi auxilio.
La cosa no fue peor porque devolvà el contenido de mi estómago. Aún asà debà permanecer en cama todo el dÃa y pasar el resto de la semana a base de papillas. No hubo forma de hacerme confesar la causa de tamaña indigestión.
A partir de ese momento, al menos por una larga temporada, “amor perfecto” fue sinónimo de “perfecta repugnancia”.
Un dÃa, cuando casi habÃa olvidado el incidente, me puse a ayudar a mi abuela a vaciar la vitrina y lavar sus miniaturas. No más humedecer la quimera portadora del “Parfait amour”, saltó el corcho y se derramó su contenido. Quise que me tragara la tierra: luego de haberme arriesgado a casi morir en aras de mantener el secreto de mi robo, éste era descubierto por una torpeza. Apenas logré balbucear el nombre de mi abuela y mostrarle el frasquito de vidrio soplado, ahora vacÃo.
“¡Ah!, me dijo ella con mucha naturalidad, ¿se cayó la tapa de ese? Rellénalo con cualquier lÃquido oscuro. Tu abuelo y yo compramos esa colección de botellitas en nuestra luna de miel en Italia. Luego de que nos las bebimos todas, las rellenamos con lÃquidos de colores parecidos a los originales. Esa creo que tenÃa algo con sabor a anÃs, o nueces... yo le eché café con agua”.