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EL SECRETO DE LOS NUEVE ANILLOS

FRAGMENTO

Valentín Justel Tejedor

ESPAÑA



Aquellos tres muchachos correteaban alegremente por las anacrónicas y levíticas rúas empedradas de Santiago de Compostela. La suave y tímida llovizna, –propiamente galaica- acompañaba su jovial y entusiasta recorrido. Sus risas sonoraban con verticidad, entre aquellos medievales muros, y fachadas gríseas, quebrando los severos silencios de la ciudad santiaguesa.

 

Los húmedos embaldosados relucían escasamente, con la diuturna y vesperal claridad. De vez en vez, alguno de los muchachos –entre juegos- resbalaba, y caía sobre los graníticos y lientos enlosados, empapando sus ropas.

 

Esa misma tarde, habían decidido acudir al cementerio de los Santos Sepulcros, situado extramuros de la ciudad. La hora fijada, sería tras escuchar el tañir de los bronces catedralicios de las siete.

 

Así, tras el atronador repiqueteo de las plúmbeas campanas, abandonaron el laberinto de callejas, sembrado de conventos, iglesias, soportales, y galerías de mirandas acristaladas, tomando el Camino de los Frailes, un rectilíneo sendero escoltado por dos filas paralelas de cipreses satinados de verdor.

 

Así, una vez hubieron recorrido el Camino de los Frailes, ante ellos, se alzó la puerta principal del cementerio. Una nigérrima y tenebrosa verja, de anchurosos barrotes paralelos, los cuales, en su extremo superior, presentaban una aguzada y escalofriante punta de lanza. Aquellos largueros eran tan altos, que a los mozalbetes les parecía, que rasgaban el mismísimo cielo. Un gran cerrojo, parcialmente oxidado, y una cadena de abultados eslabones de hierro forjado, impedían el acceso al sacro lugar.

 

Así, a ambos lados de la enrejada puerta, se alzaban unos muros desvencijados por el transcurso de los siglos; tras ellos se avistaban las puntiagudas copas de unos cipreses, que se combaban, a merced, de las inopinadas rachas de viento noctívago.

 

A través de los gruesos barrotes de la antañona puerta, se vislumbraba intramuros, una panorámica, ciertamente kafkiana y espectral. Las amarillentas hojas de los castaños semidesnudos, alfombraban el suelo enfangado. Los agónicos hierbajos y zarzas, sobresalían entre las cataratas de mármol y granito de sepulturas y mausoleos. Un halo níveo y fantasmagórico de vaporosa neblina, avanzaba premiosamente por la tétrica necrópolis.

 

De repente, en aquel sobrecogedor proscenio, sobre el argénteo resplandor, que proyectaba la luna nueva, los muchachos distinguieron una silueta cimbreante.

 

Seguidamente, los tres amigos se auparon al verdinoso muro del escuadreo camposanto, para otear más fácilmente los movimientos del intruso.

 

Al parecer, aquel misterioso personaje penetró en el interior de un suntuoso panteón funerario, exornado con agudas espadañas góticas esquinadas, y esculturales angelotes renacentistas de extraordinaria plasticidad (…)

 

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