Porque hay de todo en la viña del Señor…
Ahora te veo… ¡Sos un hijo de perra! ¡Hace más de diez minutos que venimos marchando y no dijiste una palabra! ¡El soplón del Turco me dijo que ibas a hablar, gallina emplumada! ¡Y esta vez me cobró doble el desgraciado! Mirá, ¿sabés lo que voy a hacer pedazo de cebolla de verdeo? Voy a poner la sirena. Y cuando ponga la sirena no va a ver semáforo en rojo que me pare. Y cuando lleguemos… Pobre de vos si te agarra la Sargenta Tomasa. Esa es más dura que un policía con cuarenta años de servicios como yo… Y te va a hacer cantar de lo lindo, ¿sabés? Yo te lo digo por las buenas. Hablá y aquí no ha pasado nada. El Turco no puede haberme mentido. Sabe en lo que se mete si en la más mínima llega a burlarse de mí… ¿Entendés? Ahh… Seguís mudo. Mirá que la jaulita donde vas es mucho más grande que la que te van a dar si no hablás… Y bueno… Ya que te hacés el duro, ahí va la sirena…
Y como un desgarro alarido de parturienta mal atendida, la sirena policial estremeció avenidas y paseos, hasta acallarse plácidamente cuando el auto ingresó a Barrio Las Flores…
“En serio, vecino. Me dijo la nieta que le dio un montón de oportunidades al bicho. Pero no quiso hablar… Y él le había jurado a la Tomasa que iba a llevarle un loro que hablaba como el otro que, hace unos días, había sido festín del gato de la Nancy (¡Esa prostituta! ¡Pero qué buena está!; ¡mamita!). Y parece que el bicho cuando vio semejante tijera acomodada –amenazante- en el gaznate lo intentó; pero fue tal el susto que tenía, que no pudo desarrollar todo el repertorio que se había preparado durante su viaje en auto… Como por ejemplo, decirle que el Turco se la tumbaba a la Tomasa cada vez que él tenía guardia y los francos se los dibujaba a favor de otros colegas… Ahora, ¡qué b… el Turco: venderle un plumífero que compartía su despacho en la Seccional y lo podía dejar en evidencia… Y a nosotros también. Digo, a todos los que hacemos con la Tomasa lo mismo que con la Nancy!”
“Y ella, la nietita, que no le tiene asco a nada, después de que su abuelo se fuera hasta el galpón de herramientas refunfuñando con una metralleta de palabras procaces, juntó la cabecita del pobre bicho que había quedado como una pelota de tenis a la sombra del árbol frutal aquel que, al menos, tuvo la delicadeza de simularla entre el enjambre de sus naranjas caídas y dispuestas a abonar el suelo de nutrientes… También buscó al cuerpito del loro que había sido arrojado más allá y colgaba como una hoja de parra de la higuera del fondo de la casa. Y, como toda niña buena, la Lucía cavó una pequeña sepultura, hizo con dos palitos silvestres una crucecita maltrecha, y después de enterrarlo con un padrenuestro en los labios, tapó el cuerpito con tierra y maleza, y entronizó la cruz con un suspiro largo y lluvioso”…
“De última, me dijo que después hablaría con el abuelo para serenarlo, mientras la Tomasa, a los gritos, la llamaba para tomar la sopa porque se enfriaba… ¡Qué increíble, amigo! Así que vamos a tener que poner las barbas en remojo por un tiempo; o, como dijo un General,’ desensillar hasta que aclare’. Porque eso de regar plantas y plantar batatas en quinta ajena por caridad (porque es fea y bruta esa Tomasa, aunque sea una fiera en el colchón), y que encima vengan a… ¡Noooo! ¡Con la cantidad de cotorras y papagayos locuaces que hay en este barrio! Mire usted si alguno de esos atrevidos llega a… ¡D’Artaganan, el sesentón, nos pega un tiro en la cabeza a los tres mosqueteros!”.-
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