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LA BIBLIOTECA DE LOS LIBROS REDONDOS

FRAGMENTO

Valentín Justel Tejedor

España



 

En las calles de la mirífica ciudad de Salamanca, todo era misterio al caer la anochecida crepuscular. La luna reflejaba su argéntea estela sobre las encalmadas aguas del río Tormes. Su fúlgida y esmaltada brillantez, convertía la acuática lámina, en una maravillosa joya de plata viva.
 
Mientras, en uno de los tajamares del puente romano, dos mozalbetes se divertían arrojando piedras al agua, para ver quien llegaba más lejos. Así, ocurrió que pasaron por el tablero del puente dos hidalgos de esos de acerosa espada, y capa en paño de doble ancho; con embozo y contraembozo de terciopelo, esclavina y broches de filigrana. La conversación de los linajudos era pastosa, y a veces anfibológica, quizá porque vendrían de enjuagar sus gaznates en la Tabernuela del Tinto, muy próxima al pontón. Así, al llegar a la altura de los muchachos uno de los caballeros exclamó:
 
- ¡Eso sin duda, no puede estar en otro lugar, sino en la Biblioteca de los libros redondos!
 
Los jóvenes al escuchar aquella frase, se empaparon de fantasía.
 
Al cabo de un rato, cada uno de los muchachos regresó a su casa.
 
A la mañana siguiente, al encontrarse ambos; uno le dijo al otro:
 
-Sabes, no he podido dormir en toda la noche, pensando que será eso que puede estar escondido en la biblioteca de los libros redondos. Tampoco nunca antes había oído, que hubiese libros redondos.
 
- Pues a mi me ha ocurrido lo mismo, apenas he podido conciliar el sueño, reflexionando sobre ello.
 
-Que te parece si esta tarde a última hora, nos acercamos a esa biblioteca, y comprobamos que es lo que se guarda allí, y si en verdad hay libros redondos.
 
-Bien, iremos después de medianoche, apuntó el otro muchacho.
 
Así, una vez se hizo la hora, los dos jóvenes acudieron a la biblioteca. Una vez en el interior del edificio, se cercioraron de que en su interior no se encontraba el estacionario.
 
De este modo, al acceder a aquella cámara abovedada, con estanterías de pino natural, y sillones de cordobán, quedaron boquiabiertos.
 
Nunca antes, aquellos dos pícaros habían estado en un templo de la sabiduría. Recorrieron raudos sus estanterías, aunque ni siquiera sabían leer, a su paso iban dejando atrás obras maestras de la cultura española, obras de Teología, Rezo, Lógica, Derecho, Cosmografía, Artes y Cánones. Títulos como El Cancionero del Marqués de Santillana, Luz de Navegantes, El Libro de Ajedrez, o La Cosmografía de Apiano, se adosaban lomo con lomo, en las apaisadas lejas.
 
Sin embargo, los muchachos no conseguían encontrar entre aquella fronda literaria, nada que no fueran incunables o manuscritos. Tampoco ninguno de aquellos ejemplares era circular.
 
Junto a las mesas rectangulares y los sillones de cuero decorado, se disponían en los extremos, unas esferas terrestres y armilares.
 
Una de ellas fue la que despertó el interés de los muchachos, ya que, mostraba sobre un esqueleto de círculos graduados, el ecuador, la eclíptica y los meridianos y paralelos astronómicos.
 
Así, apenas hubieron contemplado aquella esfera orbicular, escucharon unos pasos, firmes y ruidosos, que se dirigían por el corredor, hacia la sala donde se encontraban los muchachos (…)

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