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LA CARA OCULTA DE NUNCA JAMÁS

Marie Rojas Tamayo

Cuba



Una extraña presencia en el aire me lleva hoy a evocar a Huevo Duro, personaje peculiar que forma parte del mundo de mis recuerdos de infancia...

Eternamente sentado en la esquina de la panadería, es donde lo evoco sin necesidad siquiera de cerrar los párpados. Desde ahí miraba, o parecía mirar, la calle, los autos, los transeúntes. Los panaderos, de vez en cuando, le obsequiaban un pan. Entonces extraía de su bolsillo un huevo cocido, como un mago que saca el conejo del sombrero, lo pelaba lentamente, lo ponía dentro del pan y masticaba con parsimonia. Eran tiempos de escasez... de qué donador anónimo obtenía esta dádiva, siempre fue un misterio.

El triste apodo con que lo bautizaron era la única cosa que lo sacaba de su estado contemplativo. Los chicos del barrio se colocaban a cierta distancia y le gritaban: ¡Huevo Duro! Él corría tras ellos, siempre en vano, hasta quedar sin aliento. Cuando esto sucedía, arrojaba una piedra, un palo, lo que encontrara a su alcance y volvía a su rincón.

Creo que dormía ahí, pues a cualquier hora en que fuera de la mano de mi abuelo a buscar el crujiente pan, encontraba a Huevo Duro mirando sin ver. Confieso que me inspiraba un poco de miedo. Cuando iba con mi madre era peor, ella insistía en pararse frente a él y hacer un ademán de saludo, que él respondía como un espejo. Yo cerraba los ojos para no cruzarlos con los suyos. No quería ver el alma de Huevo Duro navegando extraviada dentro de sus pupilas.

Nunca le grité, esa parte más bien pertenecía a los varones, pero me reía a veces, desde la sombra de mi portal lleno de juguetes, hecho a la medida de mis caprichos de niña mimada, de verlo correr inútilmente tras ellos con sus viejas botas de suela semidespegada; en otras ocasiones sentía lástima y deseaba que se acabara la extraña tortura a que lo sometían casi diariamente; la mayoría de las veces sencillamente ignoraba el espectáculo y seguía sumida en mis juegos. En las vacaciones arreciaban las burlas, había más tiempo libre y “el tonto del barrio” no tenía otro modo de responder. Desde el portal lo veía en su eterna persecución, como el tiempo que transcurría bajo nuestros pies, volando sin llegar a ninguna parte...

Un verano sucedió lo que tenía que suceder: las suelas de sus zapatos terminaron de desprenderse. Esto lo hizo tropezar y caer. Los niños continuaron la huida, pero él demoró en levantarse. Cuando lo hizo, su pierna sangraba.

Al otro día fui con mi madre a comprar el pan y allí estaba, contemplándose el pantalón roto de donde emergía un pie hinchado que ya adquiría tonos violáceos.

¿Te duele, Juan? - le preguntó ella, apoyando suavemente el dorso de una mano en su frente.

Nunca dejaría de sorprenderme mi madre, ¿de dónde había sacado su nombre verdadero? Huevo Duro elevó, en muda súplica, unos ojos embargados de tristeza y asintió. Por primera vez, me atreví a mirarlo a la cara; me sorprendí al ver que era muy joven, tenía los cabellos dorados, como los ángeles de mi álbum de estampas. Como ellos, no proyectaba sombra... Quiero pensar que esto se debía a que ya el reloj marcaba la dura hora del mediodía.

Te voy a dejar con tus abuelos y me lo llevo al médico, alguien tiene que hacer algo. No me esperes para dormir - con esa frase me dejó en la puerta de la casa y regresó a la panadería.

Apareció, a la mañana siguiente, con expresión cansada. Los chicos de la vecindad, aprovechando los últimos días de asueto, jugábamos en el parque.

Muchachos, tengo algo que decirles: Huevo Duro se murió, la pierna tenía gangrena.

Nunca pensé que el silencio ocupara tanto espacio. Lo sentimos agrandarse, pesar, caer sobre nuestras almas, oprimirnos por dentro, dejarnos clavados en el suelo mientras nos mirábamos, sintiéndonos tremendamente culpables, unos por gritar, otros por correr, aquellos por reír, y algunos porque sencillamente no hicimos nada para evitarlo. La desconocida palabra gangrena adquiría el color violeta de la herida provocada por el juego cruel, para enlazarse con la temida frase: se murió...

Por vez primera, Nunca Jamás dejaba de ser el nombre de la soñada isla de la eterna infancia, a donde volaríamos un día de la mano de Peter Pan, para convertirse en el mundo que esperaba al infeliz Juan, ahora ausente de nuestras vidas, que no hizo otro mal que el de nacer diferente. Nunca se nos ocurrió pensar que en un momento fue un niño y tuvo madre, padre o hermanos, que tal vez deseó juguetes, lápices de colores, o simplemente un beso de buenas noches.

La eternidad recién descubierta pesaba demasiado sobre nuestras conciencias. Esa noche ninguno de nosotros pudo dormir con tranquilidad. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a su ausencia y no por ella fuimos mejores o peores, las emociones infantiles están siempre a flor de piel, un niño llora con la misma facilidad que ríe, y olvida con la misma rapidez que borra cualquier sentimiento de culpa...

Pero en algunos de nosotros, desagraciadamente muy pocos, culminó con la muerte de Juan una parte de nuestra niñez.

Tal vez la infancia termine en el momento en que las emociones se tornan perdurables.

P.-S.

ESTE RELATO, BASADO EN HECHOS REALES, FUE FINALISTA DEL CERTAMEN “TODOS SOMOS DIFERENTES” DE LA FUNDACIÓN DE DERECHOS CIVILES FUNDI, SELECCIONADO PARA APARECER EN LA ANTOLOGÍA “PERSONAS CON DIS-CAPACIDAD”. CONSTITUYE ADEMÁS UNO DE LOS CAPÍTULOS DE LA NOVELA INÉDITA “ECOS Y SOMBRAS”.

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