La noche rodeaba de sombras a un grupo de jóvenes que se hallaba reunido alrededor de una improvisada hoguera. HabÃan decidido acampar en el bosque por el fin de semana, alejándose de la civilización, prometiendo no llevar con ellos videojuegos, lámparas de baterÃas, cero walkmans, diskmans, laptops, teléfonos digitales o cualquier otra alegorÃa del mundo desarrollado. HabÃan encontrado un agradable claro donde colocar sus tiendas de campaña, un arroyuelo donde rellenar sus cantimploras y, tras haber ingerido comida enlatada y casi incendiar el bosque en los intentos de crear una fogata, mascaban chicle mientras se sentÃan en Ãntimo contacto con la naturaleza.
- Esto sà es vida - dijo uno de ellos, recostándose en las piernas semidesnudas de una imponente rubia - lejos de los artilugios del mundo mecánico...
- No hables tan a la ligera, si te fijas bien, todos nosotros portamos un reloj en la muñeca - respondió ella.
- Otro mero emblema del caos...
- No hables a la ligera, muchacho, te puede pesar... de un modo u otro, desde que el hombre hizo su aparición en la faz del planeta, su obsesión ha sido medir el tiempo como sÃmbolo del orden que se antepone al caos.
La que habÃa hablado era una alta anciana que acababa de hacer su aparición desde un punto impreciso de la oscuridad. Llevaba botas oscuras de tacón elevado, un vaporoso vestido negro y un sombrero de ala ancha, vestimenta nada adecuada para la hora o el lugar. En sus manos llevaba un instrumento de trabajo rural. Los jóvenes, que habÃan saltado asustados al oÃr la voz, al ver la edad de la recién llegada rompieron en una unánime carcajada. Le hicieron un lado junto al calor y la invitaron a sentarse, sin preguntarle quién era o a dónde se dirigÃa. Ella obedeció con una sonrisa.
- Y, qué tiene de malo andar sin reloj, abuela... si es que se puede saber?
- No se trata de su ausencia, sino de ignorar su presencia. Por hacerlo en una ocasión casi pierdo mi prestigio. En fin, parecen aburridos y una historia de alguien que ha vivido más que ustedes nunca viene mal:
En mis años de juventud, para mantenerme en el rango adquirido, debÃa hacer las recogidas en tiempo y forma... Acaba de comenzar y no me gustaba incumplir, sobre todo porque eso daba impresión de mal trabajo. Ese dÃa, me sentÃa sumamente satisfecha, me habÃan encargado una tarea bien sencilla, que terminarÃa pronto, dejándome tiempo para mis otras ocupaciones, porque aclaro que me dedico a la jardinerÃa en mis ratos libres. El encargo en cuestión era buscar a Petronila, una mujer bastante vieja, casi centenaria... quitarle un caramelo a un pequeño hubiera sido más complicado.
Viendo que me podÃa tomar el tiempo con calma, me puse mis guantes de jardinerÃa, regué mis flores, arranqué los nuevos retoños que sobraban, corté por aquà y por allá algunos gajos que comenzaban a marchitarse, en fin, que por no mirar la hora se me fue volando el dÃa y cuando vine a darme cuenta ya eran las doce en punto... la entrega debÃa hacerse antes de las cinco de la tarde, tomé el primer tren que pasó, un poco desvencijado y molesto para mis espaldas con su traqueteo de maquinilla infernal, pero que en una hora me dejó a las puertas del pueblo donde debÃa realizar mi trabajo.
Al llegar al sitio donde me dijeron que vivÃa, pregunté por ella a un muchacho que desyerbaba un patio, el cual me respondió que Petronila, como de costumbre, se habÃa marchado a la escuelita desde las seis de la mañana, donde ayudaba a las maestras. Allá fui muy dispuesta, pensando encontrarla, porque como ya les dije, si no recogÃa mi encargo en tiempo y forma me removerÃan del puesto. El camino era un poco largo y pedregoso, no sé como la ancianita podÃa recorrerlo diariamente. Arribé al lugar dos horas después, con la espalda molida pero, al indagar, me dijeron ya que no estaba allÃ, una vez repartida la merienda y ayudado a barrer las aulas, se habÃa marchado a casa de una parturienta, a asistirla en las labores del alumbramiento. Corrà a la dirección indicada, mostrando visibles señales de agotamiento, nunca me voy a acostumbrar al sol de la tarde en pleno verano... pero ya ella, cumplida su misión, habÃa ido a visitar a una comadre que estaba preparando el ajuar de su hija, para llevarle unos bordados... Desesperada, miré de nuevo mi reloj: eran las cuatro de la tarde. Por primera vez tuve que quitarme las botas para correr a la velocidad requerida, se sabe que en el campo las distancias son inconmensurables. Llegué con los pies destrozados y, tras comprobar que habÃa perdido el sombrero en la corrida, me dijeron que la maldita vieja se habÃa retirado a su casa, pues tenÃa que ayudar a la nuera con los nietos, ahora que el hijo estaba en altamar. Al consultar una vez más mi reloj me sentà perdida, no habÃa forma de deshacer lo andado en solo quince minutos. De no haber sido por un anciano que pasaba a caballo y accidentalmente cayó de su montura, dislocándose el cuello, no estarÃa yo ahora haciendo el cuento... Desde ese dÃa, siempre estoy atenta al paso de las horas - extrajo de los pliegues de su vestido un reloj con trazas de joya antigua, colgado de una cadena de oro y fijó su vista en él -. Por cierto, me marcho a toda prisa, tengo una nueva entrega que realizar y hace mucho tiempo aprendà que ni siquiera yo puedo desperdiciar un minuto...
- Vamos, abuela - la interrumpió el muchacho -, no exageres.
- Ay, jovencito... - respondió ella mientras se levantaba, apoyándose trabajosamente en su guadaña - nunca desmientas lo que no puedas probar.
Y encaminó sus pasos a la oscuridad.
Marié Rojas Tamayo y Ray Respall Rojas