Parecía como si de un momento a otro el cielo fuera a derrumbarse. A cada relámpago, la tarde se estremecía. La tronada era impresionante, e impetuoso el turbión. Yo estaba en medio de un prado cultivado de zacatón y, como a un cuarto de legua en dirección al mar, divisé un bohío. Durante unos instantes dudé entre tenderme en el suelo a la espera de que cesara el aguacero o de echar una carrera para guarecerme en la cabaña. Le temía a los rayos, puesto que habían sido varias las personas que habían sido fulminadas en poco tiempo como consecuencia de las chispas eléctricas. Tenderse en el suelo era lo mejor para evitar la atracción de los centellones; pero estaba tan cerca el bajareque ... "No", pensé. "Me la juego". Y cuando estaba dispuesto a emprender la carrera bajo la lluvia torrencial, vi a una mujer en bañador de dos piezas y al amparo de uno de los pocos árboles que moteaban el herbazal.
Me fijé en ella. Parecía tiritar, no sabía si de frío o de miedo.
- ¡Venga hacia mí! -le grité para que me oyera, haciéndole señas. -¡Quítese de ahí -y di unas zancadas hasta situarme a poca distancia de la dama.
-Quítese debajo del árbol. ¿No se da cuenta de que corre un gran peligro?
Cogidos de la mano, echamos a correr hacia el bohío. Parecía como si el cielo se abriera de cuajo a cortos intervalos.
- No tema. Nos queda poco para guarecernos.
Yo la llevaba casi a rastras, los pies embarrados y nuestros cuerpos chorreando.
- No puedo más -se detuvo la mujer, parándose en seco y haciéndome trastabillar.
- Siento haberla agotado. Tome aliento y corramos de nuevo. No me gusta el cariz de esta tormenta. Nunca he visto nada igual, y eso que sé bien cómo se comporta el "guari-guari".
- ¿Y eso qué significa? -me preguntó extrañada la chica.
- Es el nombre que yo le pongo a las tormentas hembra. "Guari-guari", en la lengua de los guarichos (me refiero a los indios caribes), tiene el sentido de mujer o hembra. Por eso son tan fieros estos turbiones.
- ¡Ah! ¿Somos así las mujeres? -y comenzó a reír. Pero un horrible trueno la hizo abrazarse a mi cuello.
Ni truenos ni centellas; ni que el firmamento estuviera desplomándose sobre nosotros, permanecimos abrazados por unos instantes. Yo notaba su palpitante busto sobre mi pecho desnudo y ella, por absoluto rigor del tacto, tuvo que apreciar entre mis piernas la severidad del empuje fálico, que de manera instintiva pugnaba por abrirse paso entre sus muslos tratando de vencer la normal resistencia de la hembra y los impedimentos de su trusa.
- ¡No, por Dios! -escuché su exclamación cuando, de repente y soltándose de mis brazos, emprendió una veloz carrera.
La dejé marchar. No era cuestión de perseguir a una mujer atemorizada por la furia de los elementos y la fiebre sexual de un desconocido. Yo pensaba que iría a guarecerse entre la fronda de un bosque próximo al bohío, que Dios la proteja de los rayos, no sabe lo que está haciendo, pobre mujer.
Pero me equivoqué. Vi que se detenía para, haciendo ademanes imperiosos con los brazos, invitarme a que la siguiera, camino de la choza.
- No me trates de usted -me pidió Chata (que así se hacía llamar la gallega motivo de esta historia) cuando, en la cabaña de palma y carcomidos puntales, la intimidad del ocaso estaba dejando huérfanas de sentido las palabras.
Era evidente que el denso silencio reinante (mutismo de sonoras expresiones, magnificadas por el fiero esplendor de la tempestad) estaba propiciando en Chata un tímido mohín de enfado, como si algo ajeno a su voluntad estuviera perturbando los abiertos deseos que en ella iban prosperando a medida que la tronada, la lluvia, el granizo y las exhalaciones celestes arreciaban. Yo, como macho caribeño, no podía permitir las premiosas licencias que estaba concediendo a mi timorata conducta ante la mujer que ansiaba mis besos y caricias.
Apreté a Chata entre mis brazos. Ella hizo un inseguro gesto de resistencia que cedió al instante, cuando mis labios se posaron en los suyos y mis manos, como desesperados rabos de lagartijas, exploraban los recónditos espacios de su tersa y tierna anatomía.
- Me estás matando, mi negro -musitó junto a mi boca lujuriosa al tiempo que, con la premura de la rabiosa impaciencia, me despojé de la exigua cobertura de mis partes pudendas, la "paradera" en virulenta acción, como si mis atributos estuvieran (que lo estaban) demandando del inquieto, ensortijado "papo" de mi amada la penetración en el nido del amor.
La poseí. Nos poseímos. Casi nos ultrajamos, yo el "pingaloca" que Chata anhelaba para sentirse hembra, tal vez por primera vez; ponte a cuatro manos, amor, sobre la bosta de este bohío, para que nos revolquemos en el pringue de la vida y conozcas del beso negro las excelencias de mis linguales caricias; así, amor, así, así ..., yo "empapayado"; tú, "empatada" con mi pinga en este relajo antillano, Chata en su derrumbe total de los más bajos placeres carnales con sus gemidos de mujer/fiera, y mis jadeos guajiros compitiendo en intensidad con la tronada.
Pasó la tormenta. En el cielo azul de Cienfuegos, un frente de cumulonimbos se alejaba en dirección a las prominencias de Guamuhaya.
- ¿Te sientes bien, ricona ...? -Pero unas urgentes voces masculinas aceleraron nuestra separación:
- ¡Chataaaa ...! ¡Chataaa ...! ¿Estás ahí, Chata?
- ¡Por Dios, es mi marido que me está buscando! ¡Escóndete detrás de esas tablas! -me apremió la guaricha. Pero un cubano no se arredra por nada ni ante nadie.
Entró el gallego al bohío. Me encontró en un rincón de la choza, modelando un trozo de tabla con mi reluciente navaja de siempre.
- Gracias a Dios que ha podido usted dar con ella. He logrado convencerla de que debajo de un árbol podía ser víctima de algún mal rayo. No la deje usted sola en las soleadas tardes de Cienfuegos. Cuba no es Galicia, señor.
Chata me había entregado el fondillo y yo recordaba con apasionado rencor hacia su marido la "bullú’a" de su hembra: grande, abultada y oculta entre un mar de vedijas.
- Gracias -pronunció el gallego sin demasiada convicción fijándose en mi torso desnudo y en mi pantalón corto, floreado y descolorido.
Cuando Chata y su marido abandonaron el bohío, pensé en cómo agradecerle a la gallega nuestra tarde de eróticas sensaciones. Lo único que podía hacer en su honor era lo que hice. Me volví a quitar los pantalones e hice palmas con una sola mano, mientras escuchaba con nostalgia los lejanos sones del ángelus.