Bajo un cenobÃtico silencio, los madorosos y mansejones bueyes alomaban los terrosos pejugales, mientras el implacable sol castellano refulgÃa con intensidad sobre las planchas metálicas del lignario cetril que les separaba; sus aspérrimas pezuñas pisoteaban las excrecencias y sumidades de un terreno enjuto, seco, y polvoriento. AsÃ, al llegar a la espuenda, muy cerca de la desrayadura que linda con los incólumes ceneros, donde crecen los jaldes codesos, el labriego detiene (...)